Los límites del segundo. L.E. SABAL

Los límites del segundo - L.E. SABAL


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colgados del camión. Nos miraron curiosos; nosotros evitamos las miradas. El segundo camión era inmenso, solo cargaban grandes fardos y envolturas.

      —No los mire, primo, estos llevan marihuana.

      Se repitió el mismo paso anterior hasta que uno de ellos, fusil al hombro, levantó la mano.

      —¡Ey, nos vemos, capitán!

      —¿Qué tal, primo? ¿Se cagó? ¡Nos pegaron un susto, no joda!

      ***

      Cuando por fin salimos de las trochas se abrió ante nosotros el desierto, carreteras marcadas por la marcha de vehículos nos indicaban el norte. En el camino, las rancherías de no más de diez a quince viviendas aparecían a nuestro paso. El espectáculo era extraordinario, grandes extensiones de arena dorada, lagunas saladas, dunas, acantilados. Paramos en una ranchería para descansar y abastecernos, eran las once de la mañana. Los nativos esperaban una tormenta.

      —No les creo mucho —dice Nico—, además todavía no es época de lluvias.

      Al mediodía llegamos a Punta Gallinas.

      —Ahí lo tiene, primito, el faro situado en la punta de Sudamérica, somos afortunados de estar aquí.

      Era un área completamente deshabitada, no habíamos visto una sola persona en los últimos quince minutos de viaje. Anchas playas de suave arena nos invitaban a lanzarnos al agua. Corrimos como niños y nadamos por unos veinte minutos, luego almorzamos, arepas de huevo, una presa de pollo y más naranjas y bananos. Tomamos agua hasta saciarnos. Sentados al borde de la playa observamos en silencio el horizonte.

      —Mi sargento Márquez está casado con una wayú, vive adelante de Manaure y nos espera esta tarde, primo. Nos toca devolvernos ahora.

      Esta vez sería más fácil, ya teníamos el camino marcado; media hora después avanzábamos bajo un verdadero diluvio, los rayos y truenos eran aterradores, estábamos completamente empapados. Mi primo conducía imperturbable; ha llovido durante hora y media. Luego, como si nada, el sol volvió a brillar en el cielo.

      —Ya estamos cerca, primo. ¡Ánimo!

      Márquez y su mujer vivían con su pequeño hijo de cuatro años en una ranchería a unos veinte kilómetros de Manaure. Nos recibieron afectuosos mientras los perros ladraban y nos olían. Eran las cuatro de la tarde, nos quitamos las ropas mojadas para ponerlas al sol. Caminamos alrededor de la parcela donde unos pocos chivos y burros descansaban a la sombra. No había ningún cultivo alrededor.

      —Todo lo traemos de Uribia, mi capitán. Acá todo escasea.

      —Échese en este chinchorro, joven, se le nota el cansancio.

      Tenía razón, me acosté y me dormí de inmediato. El ruido de la música me despertó dos horas más tarde, se escuchaban vallenatos y las voces de Nico y Márquez, el sol empezaba a descender en el horizonte.

      —Venga, primo, tómese un trago. Me pasó una botella de whisky, y tomé un sorbo a pico de botella. Ellos reían animadamente y se burlaban de mí.

      —Hemos pasado unos sustos muy bravos, ¡el primo estaba cagado!

      Yo me divertía con sus bromas sin ninguna vergüenza. Era hora de divertirse, ellos cantaban y la mujer de Márquez hacía coro. Todos bebíamos de la misma botella. Casi sin advertirlo el sol había desaparecido, la oscuridad era absoluta, en el rancho se prendieron varios mecheros que nos daban suficiente luz sentados frente a la casa. Comenzaba a hacer frío y prendieron una fogata a nuestros pies. La mujer de Márquez preparaba algo en la cocina. Los hombres continuamos tomando whisky frente a la fogata. La conversación giraba en torno a situaciones del batallón, contaban anécdotas de la vida militar que provocaban grandes risotadas. Los vallenatos continuaban en la grabadora de Márquez. Graciela nos sorprendió de pronto con un delicioso friche, ñame, arroz y tajadas. Justo a tiempo, el trago comenzaba a hacer estragos en mi estómago.

      A menos de un kilómetro de nuestro sitio de descanso se observaban luces que se movían a lo largo de la playa, era casi medianoche y continuábamos tomando whisky.

      —Es la gente del cacique Aguilar —dijo Márquez—. ¿Alcanzan a ver el barco anclado frente a la playa? Lo están cargando de marihuana, lo hacen tres veces por semana siempre a la misma hora.

      —¿No les preocupa nuestra presencia?

      —¡Qué va! Nada les preocupa, o compran a la gente o la mandan a matar, así funciona la vaina, mijo —afirmó Márquez.

      —Es hora de irnos, primo, ya es tarde.

      —¿Cómo se van a ir ahora? Es peligroso y todo debe de estar encharcado.

      —Recuerde, sargento, que yo debo dormir en el comando.

      Sin más explicaciones nos embarcamos en el jeep y nos adentramos en la trocha. Apenas era posible ver unos metros adelante con la luz de los faros, Nico me pasó una pistola.

      —Guárdela en su pantalón, primo, ahora sí es mejor prevenir.

      Sin contestarle nada la tomé y la encajé en mi cintura, estaba nervioso, hacía frío. Todavía sentía el efecto del alcohol en mi sangre, no entendía cómo Nico podía manejar el todoterreno; no había semáforos ni señales de ningún tipo, conducir a esa hora era como viajar al infierno. Guiado por su proverbial olfato y orientación navegamos en la más absoluta oscuridad a través de la trocha. Como si estuviéramos en una casa del terror de vez en cuando caíamos en grandes charcos o chocábamos con arbustos, las ramas nos golpeaban el cuerpo y el rostro.

      —No se ve ni mierda, primo, pero creo que vamos bien.

      Súbitamente el vehículo se detuvo, por más que aceleraba no avanzaba en ningún sentido.

      —Mierda, estamos atascados, primo. Bájese y ayude a empujar a ver si lo sacamos.

      Salté al piso y sentí que mis piernas se hundían en una masa espesa, quedé enterrado hasta arriba de las rodillas.

      —Imposible, primo, estoy hundido en el barro hasta la cintura.

      —No puede ser, ¡dónde putas nos metimos! Súbase, primo, nada qué hacer. Tenemos que largarnos de aquí, si nos encuentran esos perros nos matan.

      —¿Como así, seguimos a pie? ¿Y el carro?

      —Lo dejamos aquí, luego mandamos a recogerlo. Creo que estamos a unos diez kilómetros del batallón, toca andar por ahí una hora.

      Con el fusil al hombro y una linterna en la mano, Nico dirigía el paso, prácticamente no podía verlo y nos estrellábamos continuamente.

      —Es mejor correr, primo, de otra forma no llegamos.

      —¿Qué hora es?

      —Son las tres y media, en una hora amanecerá.

      Como buen militar mi primo estaba en buena forma, afortunadamente yo también. Corríamos, pero mi vestimenta no era la apropiada, mi primo portaba su camuflado y botas, yo tenía unos simples tenis. El barro pegado en las suelas me hacía resbalar y me impedía seguirle el ritmo. A través de la trocha saltábamos a ciegas cuando caíamos en el agua, era una carrera angustiosa, brincábamos en la oscuridad como locos. En algunos momentos dejábamos de correr, pero seguíamos avanzando, luego de tomar aire continuábamos la travesía al trote. Las gruesas nubes que tapaban la luz de repente se despejaron y pudimos por fin ver el camino. Unos kilómetros más al sur unas pocas luces nos sirvieron de faro.

      —Eso es Uribia, primo, estamos cerca.

      Ya no corríamos, seguimos en una enérgica caminata sin soltar palabra. Media hora más tarde asomó la primera luz del día, todo parecía normal nuevamente. Estábamos embarrados de pies a cabeza, apenas se podían ver nuestros ojos en la cara. Nos miramos y estallamos en carcajadas, no podíamos hablar, solo reímos hasta más no poder.

      —Primo, ¡si se viera la cara! ¡Qué carrera tan hijueputa, primo!

      Más tranquilos ahora, continuamos


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