Los límites del segundo. L.E. SABAL
una piscina de agua salada, y la zona de hamacas, más allá el camino que conducía a la playa. Era una pequeña extensión de no más de cien metros de arena blanca. Y el mar abierto en toda su extensión. A los turistas se les advertía de que la isla era un espacio de relax, nadar era sumamente peligroso porque el mar es profundo alrededor. Con tan solo diez habitaciones, por momentos la isla parecía deshabitada, no se escuchaba música ni ruidos, solo la naturaleza. Era un lugar perfecto para el descanso. Nos tendimos en la playa y dormitamos un rato.
Yvette era una joven profesional, seria, con proyectos y metas definidos para su vida. Hasta ahora había vivido tranquila sin mayores preocupaciones, su familia la apoyaba incondicionalmente, el matrimonio no estaba entre sus planes.
—Me parece increíble estar aquí en esta especie de locura.
—De pronto te hacía falta saltar al abismo.
—Tal vez, te conocí y no me pude contener. —Y reía feliz.
Permanecimos allí cerca de una hora. El almuerzo se tomaba en bohíos de techos de palma, los asientos y las mesas eran de aspecto rústico, pero bien servidos.
Los otros huéspedes eran casi todos extranjeros, compartimos mesa con una pareja de franceses que me dieron la oportunidad de practicar mi incipiente francés. Reímos mucho a causa de los tropiezos y errores en la conversación. De vuelta a la habitación, nuevamente dimos rienda suelta a la pasión, quería recordar por mucho tiempo sus lindos ojos claros y sus bellos senos.
De la recepción nos llamaron para avisarnos que la lancha salía de regreso en media hora, era imperioso para evitar el mar de leva después de las cinco de la tarde.
Al llegar a la ciudad la llevé a su apartamento.
—Ha sido muy lindo —me dijo y se despidió con un largo beso.
***
En mi casa había un poco de preocupación, pues no sabían dónde estaba.
Mi madre me reconvino como si fuera un chiquillo.
—Pero mijo, tenga cuidado, acaba de conocer a esa muchacha y se pierde con ella.
Mis hermanos celebraban escandalosamente.
—La mamá se preocupa por su niño. ¡Si estaba en luna de miel! —exclamó mi hermano.
Más tarde mi madre y yo nos sentamos en la terraza y conversamos largamente sobre el futuro inmediato. Por primera vez se veía una luz de esperanza en mi hogar. Los días siguientes los dediqué a mi madre, hacíamos caminatas por el barrio, que terminaban siempre sentados frente a la bahía. Mi madre me contaba historias de la familia y me ponía al día sobre mis hermanos.
—Mijo, dirá que no me canso de hablar. ¿Pero no ve que las cartas se demoran? Y las llamadas por teléfono son caras y difíciles de conseguir.
Por la tarde nos sentábamos en la terraza, a veces nos acompañaba Leo con mis sobrinos, veíamos pasar a los vecinos al ritmo de las mecedoras.
—Adiós —decían.
—Adiós —saludábamos todos.
Entrada la tarde iba al Centro a encontrarme con Yvette. Terminada su jornada de trabajo nos veíamos para cenar. Caminábamos por las callecitas, subíamos a las murallas.
—No me canso de mirar la puesta del sol sobre el mar, me parece lo más romántico que hay —murmuraba extasiada.
—Te tengo una invitación a cenar —me dijo Yvette—. Hice una reservación en el Caribe para despedirnos antes de tu viaje.
Esa noche la cena estuvo deliciosa, aunque reímos mucho se sentía algo de tristeza en el ambiente. Una copa de vino fue suficiente para que habláramos de sentimientos.
—No te voy a olvidar —me dijo recostándose a mi lado—. Estos días han sido los mejores de mi vida, si estuvieras aquí serías mi compañero para siempre.
La abracé y la besé repetidamente, no había venido a enamorarme, pero sí, la sentía como alguien muy especial, podría llegar a amarla.
—¿Quieres ir a bailar?
—No mi amor, reservé también una habitación —me respondió con una carcajada.
Hicimos el amor como la primera vez, con la pasión de dos amantes. No estaba seguro de si era amor, pero ya no había tiempo para confirmarlo.
El adiós fue triste como siempre. Abrazados en la puerta de su apartamento nos hicimos promesas y nos despedimos, sería imposible olvidarla, con suerte volvería a encontrarla.
***
¿Por qué las despedidas siempre deben ser tristes? Nadie estaba enfermo, nadie había muerto, la economía crecía y el amor también. ¿Entonces? Quizás el adiós nos daba pesar porque teníamos miedo, siempre lo habíamos tenido. Es como una manía, entre más luchamos por dejarla más nos persigue. Pero había que cambiar esto, el horizonte parecía abrirse ahora, era tiempo de vivir.
Abracé a mi madre y a mis hermanos. Partí en un taxi para el aeropuerto.
8
De regreso en Bogotá me sentía contento, me hacía falta esta ciudad. La mala noticia era que una de las tías viejas estaba muy grave en el hospital.
—Es que mijo lo sabe: han fumado y tomado alcohol por media vida, así les cobra la salud.
—Ajá, de todas formas, ya han pasado la barrera de los ochenta, no es poca cosa.
—Pues mijo, yo tengo noventa y uno y aquí me tiene.
—Ah, pero tú eres otra cosa, Clemita —y la abracé.
—Mañana debemos ir a visitarlas, recuerde que somos sus únicos parientes cercanos.
La tía Teresa estaba en las últimas, no nos han permitido verla en el hospital, su deceso era inminente. Las dos hermanas esperaban sentadas en una salita, nunca las había visto como ese día, encogidas y apesadumbradas.
—Esa es la vida —dijo la una.
—Pero mijo, ¡usted cada día más hermoso! —exclamó la otra, en un intento por darse ánimos.
—Parece que nos está llegando la hora.
—No hable así, Margarita —dijo mi tía, recuerde que se hace la voluntad divina.
La tía Teresa murió esa misma noche, estuvo cuatro días agonizante. Y así se cumplió la voluntad divina.
***
—Tienen que ir a visitarnos, nos pidió Margarita, no se olviden de nosotras.
—¡Cómo se le ocurre! Claro que iremos, estaremos muy pendientes de ustedes —replicó rápidamente mi tía.
La otra mala noticia fue que pasadas apenas dos semanas la tía Pilar falleció también repentinamente. Su viejo corazón no soportó la pena por su hermana. La familia se desgranaba velozmente.
Nuevamente las exequias, el pesar, las condolencias, los rosarios, y el adiós. Margarita, la menor de los cuatro hermanos, había quedado sola, bajo el cuidado de sus dos fieles domésticas. Su salud también era precaria, no se auguraban buenos vientos para el tiempo que le quedaba.
***
El reinicio de las clases fue fantástico, todos regresamos renovados. Este sería el último año en la universidad; al dejar los entrenamientos había podido dedicar mucho tiempo a los estudios y había podido incluso adelantarme. Si contara mis aventuras de vacaciones no me creerían, así que me limité a escuchar a mis compañeros y reír de sus ocurrencias. Hicimos planes y nos pusimos metas, estábamos optimistas, el futuro pintaba prometedor.
Aldemar había cumplido su compromiso de visitar la finca.
—Hermano, usted tiene una mina de oro allá. Todo marcha sobre ruedas, pero creo que la productividad