El Jardín que no supimos cultivar. Javier Hernan Rivera Novoa
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EL JARDÍN
que no supimos cultivar
Primera edición digital , Lima, Mayo del 2020
© Javier Rivera Novoa, 2021
www.facebook.com/javier.r.novoa.9
Diseño de portada: Carola Dongo Pérez
Editado por:
Papyrus Ediciones E.I.R.L
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Telf: 51-1-484-4292
Dirección: Calle 3. Mz. D Lt. 15 Asoc. Las Colinas, Callao
Lima, Perú
Libro eléctronico disponible en: https://www.amazon.com
ISBN de la versión Digital: 978-612-48438-8-4
Hecho el Depósito Legal en la
Biblioteca Nacional del Perú con N° 2021-04679
El presente texto es de única responsabilidad del autor. Queda prohibida su total o parcial reproducción por cualquier medio de impresión o digital en forma idéntica extractada o modificada, en castellano o en cualquier idioma, sin autorización expresa del autor.
Pasos matinales bañados por mar y arena...
sonrisas infantiles acogidas en el corazón...
aroma de campo que se cuela en el alma...
matices solares envolviéndonos al atardecer...
insectos disonantes arrullando nuestras noches...
armonioso coro de aves, esperanza de nuevo día…
¡Sublime manera de manifestarnos su amor!
Índice
CAPITULO I. BATALLA PERDIDA
CAPITULO II. VIBRANDO CON LA NATURALEZA
CAPITULO III. EMBOSCADOS EN LA CRUDA REALIDAD
CAPITULO IV. PEQUEÑA ESPERANZA
CAPITULO V. AMISTAD, BELLEZA Y DECEPCIÓN
CAPITULO VI. AL ENCUENTRO DE MARIPOSITO
CAPITULO VII. EL CALDO DE CULTIVO
CAPITULO VIII. LIBERTAD EN EL HORIZONTE
CAPITULO IX. CONVENIENTE MISIÓN
CAPITULO X. PAR DE SOÑADORES
CAPITULO XI. LA HABITACIÓN INADVERTIDA
CAPITULO XII. EN CASA
CAPITULO XIII. VOLVER AL EDÉN
CAPITULO XIV. EL GRUPITO
CAPITULO XV. GUERRERO SIN ARMAS
CAPITULO XVI. DEFINITIVO ADIÓS
CAPITULO XVII. BATALLÓN DE PAZ
PRÓLOGO
Corría el año 2006 cuando llegamos junto con mi hermano a La Merced. Era muy temprano por la mañana. Descendimos del bus, le di una rápida y panorámica vista a la Plaza de Armas. Realmente no la recordaba. Habían transcurrido catorce años y mi paso por ese lugar, además de inquietante, había sido fugaz. La intención inicial era continuar la escritura en la misma localidad de los acontecimientos. El hecho de apreciar los mismos paisajes, su geografía; definitivamente colaborarían con una mejor inspiración. Sin embargo, el resultado del viaje fue mucho más allá de lo esperado, esto, gracias a la iniciativa de mi buen amigo Beto. Él, aún trabajaba en la misma empresa que yo lo hiciese en aquel tiempo; ahora, gerenciaba ese mercado y sería mi anfitrión.
En su camioneta, llegamos al punto exacto de la carretera donde años atrás fuimos emboscados, ese solo hecho ya era genial. Entonces Beto intervino “¿No te animas a subir?”. Era increíble, me encontré minutos más tarde recorriendo mis pasos. En realidad, metafóricamente, recorriendo los pasos de los cuatro que, con corazones al galope y con un emerretista en nuestra camioneta, ascendimos obedeciendo las curvas de aquel estrecho y peligroso sendero. Ahora, lo estaba repitiendo. En esta ocasión la camioneta era similar, pero al volante iba Beto y mi hermano Gilberto en el asiento de atrás.
A nuestro paso se presentaron muchas bifurcaciones. “¿Derecha o izquierda?” Consultaban. ¿Cómo lo podría saber? Había transcurrido mucho tiempo y ese fatídico día me encontraba muy temeroso. Además, aquella tarde partimos con el atardecer y pronto se hizo de noche. Las luces del vehículo bañaban pocos metros, imposible proyectar el meandro del camino. “Derecha o izquierda?” En todas las ocasiones, recurrí a mi intuición, más que al recuerdo de la experiencia.
Los minutos avanzaban, excedimos la hora, y yo, sin reconocer nada que me indique, que estábamos cerca. En ocasiones, consultábamos a lugareños, pero sus respuestas no eran alentadoras. Las probabilidades que, en las bifurcaciones haya tomado la decisión errada, eran inmensas. En varias ocasiones recomendaba volver, pero debido a la persistencia de mi amigo, continuamos.
A casi dos horas, ingresamos a un caserío. Era realmente el tercero, con similares características que los dos anteriores. Sin embargo, algo lo diferenciaba, tenía una cancha de fulbito, similar a la de ese lejano día. Bajé de inmediato de la camioneta, observé alrededor y muy emocionado, recordé todo. Recorrí con la vista, la hilera conformada por las humildes casitas, y me enfoqué en la última de la derecha. Buscaba la tienda, donde tres de los cuatro, pasamos pocas horas la primera noche, albergados por una señora. Nos dirigimos a paso veloz hacia allá, mi corazón, cabalgaba más rápido. Ingresamos a la pequeña tienda, llamamos con voz alta, y salió una mujer. “Puede tratarse de ella” Pensé. Sin ocultar la agitación, realicé una pequeña reseña del por qué, de mi visita. La señora, recordaba la invasión terrorista en aquellos años, pero nuestra experiencia, no. Con algo de frustración, le describí detalles, intentando rememore, pero fue inútil. De pronto, recordé la ventana, en la parte lateral del inmueble. Fue a través de ella, que vimos las luces del camión en descenso, confundiéndolo con la camioneta con la que realizamos el viaje; creímos que, al fin, el cuarto cautivo regresaba por nosotros. Giré la cabeza y la ventana no existía. El pesar me invadió, ante la posibilidad de haberme equivocado de caserío. “Señora… ¿Antes, había acá una ventana? Su respuesta, fue categórica “No, siempre fue pared”.
Con la sensación de derrota, a punto de retirarnos, el recuerdo de un detalle, me iluminó. ¡Esperanza! La pequeña hija de la propietaria, esa, que la ayudó a servirnos té. “Señora… ¿Vive con usted, una chica de unos dieciséis o diecisiete años, que se llama Esperanza?” Precisamente, la esperanza volvió a mí, con su respuesta. “Sí, claro, Esperanza. Ella, es hija de la señora de la tienda, dos casas más allá” Aún, con incredulidad, insistí. “Pero, la casa de ella era la última, ahora, hay tres casas más” La respuesta, fue más que obvia “Es que, desde entonces, han construido más”.
La mujer, con gusto nos acompañó hasta la casa de Esperanza. Para ella, en ese momento, nuestro pequeño relato fue todo un acontecimiento. Salió la propietaria a atendernos, repetí la reseña, y, aliviado, la escuché recordar absolutamente todo. Solicité ver a Esperanza, y se presentó; ya era una señorita de diecisiete años. Estudiaba en una universidad, en Lima. La encontramos allí por casualidad, de visita. “Esperanza, yo te