El Jardín que no supimos cultivar. Javier Hernan Rivera Novoa
ella; el adolescente continuó con sonrisa burlona. “Y te lo perdiste Estelita, ahora yo me trepé al balcón y el sol estaba... que botaba colores... era perfecto para ustedes. Pero no te preocupes, Pablo no llegará hasta mañana, pero tú no te quedas así, aquí está tu Fermincito para solucionar” Fermín, con mirada pícara. La reacción de Estela fue colérica “¡Largo de acá mocoso de mierda! Ahorita le cuento al Pablo y vas a ver”.
La noche se apoderó del campamento, y todos se desplegaron como siempre a esa hora. Era tiempo libre, y la mayoría no tenía mayores obligaciones que realizar. A otros, sí les tocaba el turno de afrontar responsabilidades, y lo realizaban sin protestar.
Existía camaradería en los distintos grupos. A pesar que abundaba el sexo masculino, predominaban risas de mujer. El ambiente nocturno, era similar a un típico campamento de verano en Lima. El escenario y las motivaciones, eran diametralmente opuestas al vivido por desatados jóvenes limeños, rendidos a la magia de la playa y a diversos vicios. En aquel lugar, no consumían licor, por lo menos no abiertamente. Eso, no inhibía a varios de sus integrantes a hacerlo. Cada uno vivía el día a día, comprometidos con los retos asumidos. El ambiente sonoro era muy distante a un divertido fin de semana de campamento veraniego. En vez de arrullarse con el discreto susurro del mar, lo hacían con el sonido de insectos y animales nocturnos, que adquieren protagonismo entre el silencio y la oscuridad de la selva.
Cuando se desvanecía el día, aquel enclave tropical, invitaba a disfrutar de un coro desacompasado, multitemático, a diferentes voces discordantes, pero muy agradable de oír. Sus tímidos cantantes, no daban la cara al público, pero desde sus diferentes refugios y escudados por la oscuridad, se dejaban escuchar simultáneamente. Gritaban a toda voz, permitiendo imaginar con el sonido emitido, su apariencia, tamaño y estructura... vertebrada o no.
El cielo tan abierto, y, la luna, iluminaba el campamento. Presentes también, muchas luces de diferentes tamaños e intensidad. Algunas, coqueteaban encendiéndose y apagándose, como si quisieran comunicarse en clave. Otras, se desplazaban rápidamente a través del inmenso terciopelo oscuro, cruzándolo de un extremo al otro, luego desaparecían quién sabe dónde.
En el día, el espectáculo se tornaba multicolor. Contrastaban los diferentes tonos de verde de las agresivas montañas, salpicadas de vegetación de todo tipo, con el cielo azul intenso y las blancas nubes prendidas en él.
Finalmente, el atardecer era precioso. El sol desde el horizonte, obsequiaba en su agonía, diferentes matices rojos, amarillos y naranjas, cubriendo de colores el campamento. Para Estela, los ojos de Pablo expuestos a esa luz, experimentaban también el fenómeno, y cada tarde en el balcón ella los contemplaba embobada.
Se quedó dando vueltas sin saber qué hacer, la noche estaba propicia y ella tan sola. Con cientos alrededor, pero sola. Con Pablo ausente, realmente se sentía… sola. Se tumbó boca arriba sobre la hierba, y empezó a contemplar todas las estrellas de su visión. El cielo estaba tan despejado y había tantas luces blancas en él, que sentía que el universo la vigilaba con millones de ojos. Ella, cerró los suyos rendidos por el cansancio del día, mientras digería la ira de no haber podido encontrarse con Pablo. Enseguida y con esfuerzo, los volvió a abrir, no quería privarse del cielo nocturno. Pasó un tiempo así, y luego percibió que todos sus compañeros se retiraban del campo, a dormir. Ella, dudó por un momento si hacer lo propio, sin embargo, y aunque empezaba a enfriar, decidió abrigarse y contemplar inmóvil esa lluvia particular de estrellas.
No se percató del momento en el que quedó dormida, mas su despertar fue evidente. Sintió sobre sus labios otros que la besaban con mucha pasión. Esos intrusos intentaban sutilmente entreabrir su boca, lo hacían con mucha suavidad, como pidiendo consentimiento para explorar el interior. Estela, no tuvo tiempo ni deseos de sobresaltarse y averiguar quién era el atrevido. Esa carta de presentación, era más que conocida. “¡Pablo! ¿Cómo sabías que estaba aquí?”
¿Es que realmente crees que nadie te vigila?
¡Ese Fermín!... más bien dile a ese mocoso que no se pase de pendejo.
¿A qué te refieres?
Nada, no importa carajo... nos perdimos la puesta; Fermín me dijo que estuvo linda.
Comentó Estela con entusiasmo, mientras contemplaba desde su posición y con cara de boba, el rostro de quien delicadamente recostaba el peso de su cuerpo sobre ella. No podía hacer otra cosa que dejarse llevar por ese remolino, por aquel sentimiento tan intenso que bordeaba la estupidez. Cuando se encontraba sola, era incapaz de realizar otra actividad que no sea pensar en él. Y al compartir momentos, lo único que quería era envolverse en su ser. Deseaba sentirlo, admirarlo, escucharlo y creer cualquier cosa que provenga de sus labios. No existía nada referente a su persona que le disgustase; le atraía su procedencia, su acento tan diferente, la forma de expresarse.
Pablo de tez blanca, tenía un rostro de niño que transmitía madurez; tal vez, su edad cronológica. Sus ojos claros y cabello castaño rizado, le daban apariencia de extranjero.
Recostado sobre ella, atendió su lamentación respecto al ocaso desperdiciado, mientras la observaba condescendiente. “Sí, también vi la puesta de sol... me imagino que como siempre desde el balcón habrá estado mucho mejor. Lo que pasa es que Teófilo, está de mal carácter hoy y se empecinó en que vaya a averiguar abajo, si es que han llegado más morocos... y Jacinto ya no tenía fuerzas para hacerlo”.
¿Y ya volviste tan rápido? ¿Llegaron todos? -Consultó Estela.
Hum, sí y no -Respondió Pablo- Yo llegué primero, me adelanté a los nuevos para llegar, pero ya averigüé... no pasa nada.
¡Cuidado Pablo! No vaya a ser que te pille el Teófilo y se enoja ese huevón -Se preocupó la mujer.
No.… todo está bien, sólo que corrí para verte. -Pablo sonrió
Esta vez fue ella, quien lo atrajo hacia sí y no cesó de besarlo. Quedaron allí, los dos tendidos sobre la hierba, intercambiando pasión durante mucho tiempo. El cuerpo de Pablo, cubrió el de ella casi en su totalidad. Poco a poco, fueron cediendo paso a la naturaleza, y envueltos en ella, en aquel entorno selvático, tuvieron sexo una vez más. Para Estela el universo vibraba mudo, sentía que millones de miradas estelares espiaban atentas, relucientes, sin pestañear.
CAPITULO III
EMBOSCADOS EN LA CRUDA REALIDAD
Corría el mes de agosto del año 1992, y el país, desde años atrás, se desangraba a causa de la violencia desatada por los grupos terroristas Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA). Las primeras señales de agresión subversiva en el Perú, se registraron en el año 1980. Fueron recrudeciéndose al final de esa década, y en los inicios de los noventa, aumentó la frecuencia de sus ataques y también su ferocidad.
Los atentados masivos a gran escala, propiciados por ambos movimientos, eran repudiados por los medios y la opinión pública en general. La nación, jamás en su historia, había sufrido el dolor de una llaga tan sangrienta, infectada por acciones terroristas que, para entonces, se hacía imposible curar. Sin embargo, los doce años de violencia vividos y la alarmante frecuencia con la que se registraban los ataques mal llamados menores, habían mermado la sensibilidad del peruano promedio, respecto a sus consecuencias.
Era común, leer diariamente en los periódicos, las muertes o mutilaciones de policías, soldados, civiles o terroristas. Todo ello, producto de atentados no tan espectaculares, pero sí frecuentes y dolorosos para los familiares de las víctimas. Estos hechos tan reiterados en provincias primero, y en Lima después, habían originado una callosidad en el alma del ama de casa, del ejecutivo, del estudiante, del frutero, del obrero, de todos los que no tenían relación directa con los agredidos.
Lo más triste, es que ninguno de ellos se daba cuenta que, todos los días temprano, antes de partir a trabajar o a estudiar, realizaban similar ceremonia. De manera figurada, recogían del perchero al lado de la puerta de la calle, una coraza contra sentimentalismos, y salían