El Jardín que no supimos cultivar. Javier Hernan Rivera Novoa

El Jardín que no supimos cultivar - Javier Hernan Rivera Novoa


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a los personajes que en ella posaban, y luego sonreía al leer la dedicatoria. Elena se la había entregado minutos antes de partir, en ella, su esposa lucía una sonrisa fresca, y su hijo Gerardo, la mirada inocente que sólo un bebé de siete meses podía tener. En la parte inferior estaba escrito: Te estamos observando… pórtate bien y cuídate mucho, Elena y Gerardo.

      Después de haber visitado Santa Ana, con aproximadamente dos horas y media de viaje, arribaron a Pichanaqui. Ese pueblo poseía una apariencia horrible. Además de la pobreza que se podía apreciar alrededor, cada detalle gritaba que la subversión era la que allí dominaba. Cuando llegaron a lo que podía denominarse el centro del pueblo, no pudo recibirlos un escenario más desolador. Parecía como si el Municipio hubiese ordenado una decoración uniforme en sus edificaciones. Todas sus paredes, estaban adornadas con muchos huecos de diferentes calibres, producto de las balaceras encarnizadas que allí se libraban.

      Una prueba tristemente palpable de quién estaba ganando la guerra en esa zona, era el aspecto de su comisaria. Lo primero que había que hacer, era tratar de adivinar en qué lugar estuvo ésta alguna vez. Lo que quedó de ella se encontraba en ruinas. Algunos bloques de lo que una vez fue una pared, se mantuvieron de pie. Eran sobrevivientes verdes, orgullosos, que se resistieron a caer. Los efectivos policiales, que tenían la penosa y arriesgada misión de mantener el orden y defender los intereses de la mayoría, tenían que apostarse en los techos de las edificaciones vecinas que circundaban el lugar.

      Era imposible, que los cuatro corazones que vibraron ante terrible realidad, no aceleraran su paso por esa espantosa visión. “Vamos, lo vemos y nos vamos” dijo Polo con voz nerviosa, refriéndose al mayorista que tenían que visitar en ese triste lugar.

      Luego, partieron apresuradamente rumbo a Satipo, su último destino. Calcularon sesenta minutos de viaje hasta allá. Las risas y bromas que disipaban la tensión dos horas atrás, cedieron paso a un silencio no acordado, que evidenciaba que era necesario meditar respecto al proceso gangrenoso que padecía el país.

      Camino a Satipo, se interponían pequeñas poblaciones; y dentro de ellas, cada cierto tramo, se encontraban surcos angostos atravesando la carretera y obligando a un tránsito lento. Allí de pronto, se apreciaron hombres agrupados de pie que se cubrían el rostro con pasamontañas.

      Aquella visión impactó de inmediato a tres de ellos, pero Francisco apuró un comentario. “Tranquilos, son ronderos” refriéndose a los civiles encargados de defender su comunidad contra ataques subversivos. Esta iniciativa, fue adoptada un tiempo atrás, ante la imposibilidad de las fuerzas del orden, de estar en todos lados, en cualquier momento. Se trataba de una organización civil, apoyada logísticamente por el gobierno, y sus frutos se vieron en el transcurso de la larga lucha. Sin embargo, el aspecto de los ronderos, definitivamente, intimidaba a quien en su vida había visto a esas personas armadas, y con semejantes atuendos. Pasado el susto, los cuatro continuaron viaje, siempre en silencio. Francisco, cuando no, fue el encargado de destrozarlo, con una de sus clásicas salidas humorística. Hicieron romper en risa al grupo, en momentos tan tensos como el que vivían. “Ten cuidado con esas” le sugirió a Polo al volante “Yo una vez, sin querer, atropellé una... es que se cruzan de pronto y sin mirar... pasan corriendo con las manos en los bolsillos” Se refería a las pobres gallinas que, atravesaban intrépidas y presurosas la carretera, como si se hubiesen olvidado algo en la otra orilla.

      Llegaron a Satipo. Este pueblo, sorprendió gratamente a Eduardo y Jorge que recién lo conocían. Después de haber visitado Pichanaqui, y a pesar que Satipo era pequeño, lo vieron como una pacífica y moderna metrópoli. También estaba convulsionado por la violencia, pero se percibía un pueblo más ordenado, limpio y progresista; tal vez, menos golpeado.

      Inmediatamente después de la presentación de rigor, emprendieron retirada lo más rápido que la inclemente carretera lo permitió. Retornaban a La Merced, y, por supuesto, el ánimo era otro. Habían comprobado que la vía se encontraba libre de peligro. Polo, seguía conduciendo la camioneta y Jorge, hacía de copiloto. Detrás de Polo se encontraba Eduardo, y Francisco, en la ventana restante, aumentaba la frecuencia de sus bromas tan tontas como jocosas.

      Eran aproximadamente las cuatro de la tarde, en el momento que dejaron atrás una vez más Pichanaqui y continuaron completamente relajados el camino de regreso. Jorge, se aisló un poco del grupo, y se dedicó a pensar en todo y en nada, mientras, miraba sin ver, el río que esta vez se encontraba a su derecha.

      Cuando menos lo pensaron, intempestivamente desde la izquierda, bajaron veloces por la montaña, dos sujetos que habían estado protegidos por la tupida vegetación. Vestían, uniforme tipo militar, camuflado, uno de ellos portaba un arma y el otro una radio de comunicación.

      Su aparición sorpresiva, la hicieron a la altura de la ventana de Polo, en momento en que la camioneta, había tomado relativa velocidad, y estaba a poco de llegar a una curva hacia la izquierda.

      El de la radio gritó un “¡Alto!” casi en el oído del conductor y se apoyó en la típica señal con la mano derecha. Polo soltó un “¡La cagada cumpas!” y procedió instintivamente a apretar el acelerador, desobedeciendo la orden subversiva. Nadie, en la camioneta, se opuso a esa reacción. Jorge, miró atrás con dirección a los sujetos, comprobando con estupor, que el del arma la estaba rastillando, dispuesto a darle uso. De inmediato, el copiloto reaccionó agazapándose, esperando la lluvia de proyectiles. La camioneta mientras tanto, impulsada por los huecos, dio muchos saltos a toda velocidad posible y ganó a tiempo la curva.

      Apenas doblaron a la izquierda, y aparentemente a salvo, con gargantas secas empezaron a gritar: “¡La cagada Polo, acelera!”, “¡Puta madre!”, “¡Corre y no pares!” Eran Francisco, Jorge y Eduardo, respectivamente.

      Todos, se sintieron aterrados por la situación de la que se acababan de salvar. No estaban seguros si saldrían más terroristas de la montaña, pero lo mejor, era continuar de prisa, mirando a la izquierda y retirándose lo más pronto del área. La posibilidad que eso ocurra, era alta.

      La camioneta iba derecho, siguiendo un pequeño tramo de la carretera. Polo miró por el retrovisor y comprobó que felizmente no había terroristas. Doblaron una curva hacia la diestra, para enfrentarse a otra a la izquierda. En el momento en que culminaban ésta, para alcanzar una gran recta, vieron con pavor que, en ella, a unos doscientos metros, se encontraba detenido un camión largo de carga. El gran vehículo sin movimiento, cruzaba la carretera casi de orilla a orilla, impidiendo el pase. Transversales a éste, en el sentido del camino, se encontraban dos autos detenidos, como haciendo fila. Desperdigados en todo ese escenario, se encontraban una veintena de terroristas del MRTA.

      Simultáneamente todos sintieron que la presión les disminuyó a cero, un frío sudor empezó a recorrerles y su corazón aceleró mucho su marcha. “¡Concha su madre, cumpas, nos jodimos! ¡La cagada! ¿Y ahora qué hacemos? ¡Tranquilos no hablen nada!” Fueron algunas de las expresiones desprendidas por los cuatro manojos de nervios, mientras la camioneta disminuía poco a poco la velocidad para convertirse en los terceros de la fila. Eduardo, se persignó en forma instintiva, mientras le solicitaba a su madre, una manifestación de amor hacia él. “Viejita por favor sálvame”. Fue un mensaje mudo, codificado, y recibido, en otra dimensión. Esta reacción le sorprendió a él mismo, era la primera vez desde que su progenitora había fallecido, que le pedía algo, y de la manera más natural.

      Se detuvieron, e inmediatamente se acercaron a ellos dos efectivos de estatura baja. Jorge, en el acto, se sintió dentro de una pantalla de televisor. Era increíble estar tan cerca de esos personajes, con sus características indumentarias. Algunos con pasamontañas, otros con pañuelos, cubriéndose nariz y boca. El diseño del pañuelo, imitaba la bandera peruana, es decir, dos franjas rojas verticales en los extremos y una blanca al medio. Pero, en la parte blanca, en vez del escudo nacional, figuraba Tupac Amaru. El indio cacique rebelde, que luchó heroicamente contra la colonia española, años antes de la independencia del Perú, era su referente. Los subversivos, tomaron su nombre e imagen, con el probable propósito de emular su rebeldía y lucha contra lo estipulado. Sin embargo, el objetivo y los procedimientos, iban por caminos completamente opuestos.

      La imagen de los terroristas alrededor suyo,


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