El Jardín que no supimos cultivar. Javier Hernan Rivera Novoa
unas fotos. ¿Se puede?”
Ambas accedieron, pero solicitaron que sea varios minutos después. Mientras, la señora nos dio señas para llegar a la chacra, el lugar donde pasamos el cautiverio. Era necesario conducir y ascender un poco más. Con mayor conmoción aún, subimos a la camioneta, seguimos las indicaciones y llegamos en corto tiempo. Al enfrentarme a esa vista, me enfrenté también, a un pequeño pero intenso fragmento de mi pasado. Prácticamente, todo se encontraba igual. La pequeña planicie, donde levantaban las carpas, y también jugamos fulbito. Observé el patio central, el granero, y, principalmente; la casita de dos plantas, donde pernoctamos y vivimos interminables horas, cautivos. Tragué saliva, la impresión fue grande, intenté equilibrarla. Parecía deshabitado, no existían muestras de vida en el lugar. Vimos más allá, cerca de los matorrales, una mujer muy pequeñita que laboraba con granos de café, esparcidos en el piso. Me aproximé, le comenté que tiempo atrás estuve de paseo allí y le solicité permiso para subir a la casita. Ella, me escuchaba, me brindó una amplia sonrisa, dejando al descubierto su escasa dentadura, y no pronunció palabra. Al instante, entendimos que tenía retraso mental.
Realmente, con la conmoción experimentada, no pensé en autorizaciones. Procedimos inconsultos, a subir con rapidez. Una vez en el segundo piso, me detuve a observar el balcón, aquel punto de reunión que nos regalaba hermosas vistas del atardecer. De inmediato, ingresé a la especie de habitación donde pasábamos la noche, pero se encontraba asegurada. Le di una última vista a ese piso, hasta los cuadros con imágenes familiares, seguían en su sitio. Tomamos las respectivas fotos y descendimos. En el momento que nos despedíamos de la mujer del café, llegaron dos tipos, con rostros demasiado serios y ceño fruncido. Volví a explicar, les hablé sobre mi paseo por ese lugar tiempo atrás y no pronunciaron palabra. Sus rostros, mantuvieron en todo momento la seriedad inicial. Agradecimos y nos fuimos de inmediato.
Regresamos a la tienda, en busca de Esperanza y su mamá. La adolescente, nos esperaba ya en la puerta. Sonreímos todos al comprobar que se había maquillado y cambiado de atuendo, para la sesión fotográfica. Permanecimos un rato más, de pronto, la señora nos dio una recomendación. “Es mejor que se vayan. La situación no está aún del todo tranquila, todavía, hay cierta violencia. Ustedes, se han hecho notar mucho con la camioneta, su historia del secuestro y sus preguntas. Los vecinos, han estado consultando”. No esperamos una segunda recomendación, tomamos la camioneta y regresamos sin mirar atrás. Descendiendo, naturalmente volvimos a toparnos con las bifurcaciones, llegamos a contar hasta trece.
La inesperada experiencia, de haber logrado acceder al sitio preciso, donde estuvimos secuestrados en el año 1992, removió en mí, sentimientos que nunca habían aflorado; o probablemente, estaban dormidos. Estoy seguro que, en el momento de la liberación, no cruzó por nuestra cabeza volver a pisar aquel lugar. El hecho de verlo nuevamente, revivir momentos, tensiones, miedos, sirvió mucho más, que el objetivo inicial de motivar la inspiración literaria. Observar nuevamente el humilde caserío, fue observar el olvido, la pobreza, la sencillez, y por qué no… también la ilusión, en el rostro maquillado de Esperanza, o la alegría despreocupada, en la sonrisa desmolada de la mujer del café. Es observar realmente, el detenimiento del tiempo, y, probablemente, siga detenido en el futuro. Es observar la indiferencia del gobierno de turno, a pesar de la sangrante historia vivida. Es no prestar atención a las lecciones, o lo que es peor, no tener el mínimo interés en ellas.
Para entonces, la novela tenía como nombre tentativo, “El Edén… que dejamos atrás”. Años más tarde, decidí cambiarlo al actual. Tratándose de una analogía con la preparación interior, el nuevo término, lo consideré más adecuado, de pronto, más cercano, familiar, de factible acceso.
“El Jardín… que no supimos cultivar” es una novela de ficción, basada en hechos reales. Varios de los sucesos, diálogos o pensamientos descritos, acontecidos tanto en el Valle de Chanchamayo, como Lima o Piura, jamás ocurrieron. Asimismo, las características de las personalidades de los cuatro cautivos protagonistas; si bien conservaron su esencia, fueron distorsionadas o exageradas, para enriquecer la trama de la novela. Por otro lado, muchos pasajes de la obra, se ajustan a la realidad, y fueron descritos con la mayor fidelidad posible. Esto último, abunda en relatividad; en el año 2006 tuvimos la oportunidad de reunirnos tres de los cuatro protagonistas. Era sorprendente comprobar, cómo un mismo hecho en particular, cada uno lo había captado y guardado en la memoria, de manera completamente diferente. Otros sucesos o personas, habían pasado al olvido, para algunos. Importante resaltar que, absolutamente todos los personajes que interactúan en la novela, intervinieron realmente en la experiencia, no son ficción. Éstos, con excepción de Esperanza, son descritos con nombres diferentes a los reales.
“El Jardín…” a medida que se fue escribiendo, tuvo que atender la necesidad de vibrar sentimientos, respecto a la verdadera raíz de los problemas por los que atraviesan países, como Perú. Problemas que, al no ser atendidos a tiempo por gobiernos de diferentes tendencias, son vulnerables a grupos manipuladores, que encienden una mecha generalmente corta. Increíblemente, problemas ancianos y endémicos de la nación, son sistemáticamente obviados, o tratados con paliativos. Esto, ocurre generalmente, por temas de necedad, incompetencia, indiferencia, corrupción, o todas las anteriores.
La novela, no se centra en las nefastas consecuencias de lo descrito, ya muy conocidas por todos. Intenta empatizar con todos sus participantes. Entender, cómo este problema en su raíz, afecta emocionalmente al poblador común, al grupo manipulado y a los propios manipuladores. Inmerso en el repudio, que la mayoría tenemos hacia las prácticas violentas, de grupos terroristas como el MRTA, y también, hacia cualquier pretexto de justificarlas; realicé un ensayo. En cautiverio, vivimos la experiencia de dialogar durante horas, con uno de ellos. Varios años después, pretendo introducirme en su lógica, en su sentir, descubrir qué sentimiento interior, avala prácticas violentas en busca de reivindicaciones. Mientras, mantiene la apariencia de sosiego, sonrisa y vibra, de ciudadano común.
Agradecimiento infinito, a mis compañeros de aventura, por autorizarme a tomar sus experiencias, por facilitarme sus personalidades, con permiso para distorsionarlas. Estoy seguro que, al leer fragmentos de la novela y recreen el pasado; coincidiremos que ésta, como cualquier experiencia importante, constituye lecciones de vida. Nos tocaba aprender a atesorar situaciones que, por básicas, cualquier persona puede no valorarlas. La libertad, el abrazo a un hijo, el decir lo que pensamos, hasta un buen duchazo, son buenos ejemplos.
Agradecimiento profundo a ustedes. Es un honor que hayan tenido a bien, decidir otorgarme parte de su valioso tiempo, dándome una vez más, la oportunidad que una inspiración mía, convertida en letras, sea digna de su lectura.
Gracias a mi linda familia, por ser y estar.
Una vez más, al igual que en mi anterior escrito “Pisando Hojas Secas”, sublime agradecimiento a esos mensajes al oído, todo les pertenece a ustedes; yo me limito a vibrar alto, prestar atención y escribirlo.
Dios nos bendiga a todos.
CAPITULO I
BATALLA PERDIDA
Parecía que iba a ser interminable, pero gracias a Dios paulatinamente todo volvió a la normalidad. Las aves, que habían abandonado el lugar de manera abrupta, regresaron circundándolo con vuelo tranquilo y expectante. La naturaleza, sutilmente fue recobrando el protagonismo que le había sido arrebatado. Fue posible sentirla a través de sus múltiples manifestaciones, sensibilizadas en aquellos relajantes susurros. Las caídas de agua, las sublimes caricias de las hojas impulsadas por la brisa, el aroma a hierba tan envolvente, volvieron a ocupar su lugar. En desmedro al olor emanado por sangre recién derramada, la magia de la vida volvió a ser evidente. Aquel espantoso e intruso ruido proveniente de explosiones, metal y muerte, se alejó al fin.
De rodillas, con la cara acuñada entre las piernas, tumbado sobre el piso del escenario, un hombre lloraba sin consuelo. Fue testigo de todo, desde muy cerca había presenciado con ahogado horror la muerte de tanta gente, que corría, clamaba por su vida, pero igual quedó inerte en el suelo, mimetizándose con la naturaleza. Contempló impotente varios rostros conocidos cuyos ojos carecían de fulgor. Los observó uno por uno, algunos besaban la tierra, otros