Las crónicas de Ediron. Alejandro Bermejo Jiménez

Las crónicas de Ediron - Alejandro Bermejo Jiménez


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envuelta en ropas lujosas. Apenas había carne, y la mayoría de los huesos eran visibles. La cara, sin ojos, miraba directamente al acusado. En el cuello tenía una cadena de oro, sosteniendo un círculo del mismo material, que tenía representado un ojo; este era de oro blanco.

      —El Límpido de la Corona de Arân, Tarased, juzgará a Remir de ningún lado —anunció el Regente, señalando con los brazos abiertos al esqueleto que había descendido del techo—. Tarased sirve de conexión con los Observadores, quienes a través del Ojo de Tarased juzgan la inocencia y la culpabilidad. Una prueba zanjará el destino de este hombre.

      Tras estas palabras la sala estalló en conversaciones, pero fueron rápidamente calladas cuando varios guardias portaron una olla llena de agua. Del recipiente negro salía un humo blanco: el agua estaba en ebullición.

      —Tarased, Límpido de la Corona de Arân y de su Templo de la Liberación, utilizaba la prueba de fe del agua. El acusado deberá poder sumergir el rosto en agua hirviendo. Si sale sin ningún signo de quemadura, se habrá demostrado su inocencia.

      Colocaron la olla entre el cadáver de Tarased y Remir; este podía notar el calor que desprendía. El hombre tenía que evitar pasar por dicha prueba, pues sabía que no había un final feliz tras ella. Intentando controlar sus emociones, se dirigió de nuevo al Regente:

      —¿Cómo pueden vuestros Observadores juzgar a través del agua?

      —Sus métodos escapan a nuestra comprensión.

      —¿Puede que esos métodos… sean mágicos? —Remir hizo mucho énfasis en esta última palabra, consiguiendo la reacción que quería: alborotar a toda la sala.

      —¿Como te atreves? ¡Los Observadores, los seres más puros, nos liberaron de la magia tras derrotar a los gigantes! ¡Vivimos en la cabeza de uno de sus cadáveres como prueba de ello!

      El Regente estaba furioso. Su piel había pasado de una tonalidad rosa a una más rojiza. Remir sonreía por dentro.

      —Desde luego, no es posible poner en duda a los Observadores y a sus hazañas, y por lo tanto estoy dispuesto a ponerme a merced de su juicio —estas palabras relajaron el color del Regente—. Esta agua que tengo delante de mí no ha sido tocada por los Observadores, por lo que puede hacer dudar de su veracidad. Podría estar incluso contaminada por algún Buscador.

      —¡Sandeces! ¡Nuestra ciudad está purificada contra esos impíos! —el tono rojo volvió a apoderarse del Regente.

      —Es por eso que os pido que me mandéis en una sagrada búsqueda: la búsqueda del verdadero asesino. Durante el trayecto estaré constantemente vigilado por los Observadores, juzgando cada movimiento que haga. De esa manera, si vuelvo con pruebas de su asesino, sabréis que soy inocente. Si no… Las consecuencias habrán caído sobre mí y habréis tenido justicia para vuestro escribano.

      Se hizo el silencio. El Regente tenía los ojos clavados en Remir, sin pestañear. Estuvo mirándolo varios minutos sin decir nada. El público de la sala no se dignó a hacer ningún sonido tampoco.

      —Si me devolvéis mis pertenencias, entonces…

      —No —cortó tajantemente el Regente. Siguió en silencio unos minutos más—. Tus pertenencias se quedarán custodiadas en la ciudad, como garantía de tu regreso. Te aventurarás en esta búsqueda solamente con la espada del asesinato. Si mueres en el viaje, tu castigo se habrá completado a los ojos de los Observadores.

      7

      En el vacío, lo único que existía era un persistente pitido que provenía de un lugar oculto. De ritmo y frecuencia constante, llenaba la oscura nada. Al poco apareció un foco de dolor que rápidamente se extendió por todo el vacío. Dolor y pitido coexistieron en el espacio desierto. Entre esas dos únicas existencias apareció otra más: un olor combinado de hierba y humo. El olor era muy sutil al principio, pero poco a poco fue haciéndose notar más. Todas esas sensaciones se unieron en una vorágine, existiendo todas a la vez y aumentando la intensidad de cada una: el pitido rebotaba por doquier, los olores lo contaminaban todo, y el dolor hizo que el cuerpo de Elira se despertara.

      Se encontraba boca abajo, tumbada sobre un verde suelo cubierto de hierba. Con gran esfuerzo intentó mover sus extremidades. Desde el interior de su cabeza enviaba órdenes a sus miembros, pero estos parecían estar sordos a cualquier instrucción.

      Conforme la percepción de su alrededor iba aumentando, ella pudo mover sus manos y clavó los dedos en el suelo. Con un gemido, se incorporó hasta quedarse sentada en el suelo. Su visión, antes verde, se tiñó de rojo. Una sangre cálida proveniente de su cabeza le cubría la vista; se limpió con el dorsal de la manga.

      Una calma caótica era el único elemento presente en el clan de Feherdal. Allá donde mirara Elira solo distinguía destrucción. Muchas de las casas de los árboles se habían caído totalmente, otras pendían de ramas tensadas en su máxima extensión. Pequeños fuegos se habían originado, contaminando el aire con un humo negro. Cadáveres de elfos y de otras criaturas se repartían por todo el horizonte. Aparte del humo ascendiendo hacia el azul cielo, Elira no podía ver ningún otro movimiento. El silencio reinaba sobre toda la destrucción.

      Varias imágenes fugaces empezaron a aparecer en la mente de Elira: los animales huyendo de Feherdal, el humo que salía de su clan, las oscuras criaturas atacando al pueblo y los ojos sin vida de su madre, muriendo a manos del desconocido encapuchado.

      Renovadas fuerzas aparecieron en su cuerpo tras recordar lo sucedido, con un pequeño impulso para buscar a su madre, y a su asesino. Al fin se incorporó y empezó a buscar a su alrededor. Todo se movía más despacio de lo normal, su vista se difuminaba y tardaba unos segundos a volverse a centrar, pero eso no impidió a Elira utilizar cada reserva de fuerza y voluntad que quedaba dentro de ella para dar el primer paso. Y después el segundo. Sus piernas temblaban a cada movimiento, amenazando con desplomarse, pero al tercer y cuarto paso ya recobraron su agilidad normal.

      Mientras recorría el lugar en busca de su madre, el dolor físico que tenía origen en su espalda se manifestaba en cada movimiento. En cambio, el pitido dentro de la cabeza era casi inaudible.

      El cayado estaba intacto en el suelo, justo donde lo había dejado caer Ithiredel. Reposaba plácidamente junto al cadáver. El cuerpo no presentaba herida ninguna, pero su piel y la inerte mirada manifestaban la ausencia de vida.

      Elira se arrodilló a escasos centímetros de la jefa. No profirió ningún sonido, pero sus ojos se volvieron húmedos. Las saladas lágrimas le recorrían la cara, limpiando los horrores de la noche.

      Instintivamente, cogió el cayado del suelo y apuntó hacia su derecha, de donde procedió un repentino sonido. Una joven elfa de pelo corto estaba de pie, mirándola fijamente.

      —Elira… —suspiró Iliveran.

      La joven elfa tenía heridas en su cara: arañazos que aún sangraban. Sus ropajes estaban llenos de suciedad y tenía un profundo corte en una pierna. Pero eso no la paró para dirigirse a Elira, que había vuelto a dejar el cayado en el suelo, y cogerla en un silencioso abrazo.

      Las dos elfas se separaron y se miraron la una a la otra, sin decir nada, compartiendo el dolor y las pérdidas que habían sufrido. Al fin, Iliveran habló:

      —Lo… Lo siento…

      Elira sacudió la cabeza, sin emitir sonido alguno. Entendía lo que su compañera quería transmitir, pero sus palabras no arreglarían el mal que había caído sobre ellos.

      —¿Estás bien, Iliveran?

      —Sí, son heridas superficiales…

      —¿Qué pasó anoche? —inquirió mientras inspeccionaba las heridas de su compañera.

      Los ojos de la joven elfa se apartaron por un momento de los de Elira y miraron a Ithiredel. Sus labios temblaban en silencio.

      —Todo fue tan rápido… —explicó, sin mirar a Elira—. Ayudaba a Ewel a poner algo de orden donde habíamos tenido la celebración. Al acabar, me dirigía a mi casa y entonces


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