Las crónicas de Ediron. Alejandro Bermejo Jiménez
lo maté… —susurró Remir.
—Eso lo decidirá nuestro Regente Local, en un juicio. Si por mí fuera, te hubiera cocinado junto a tu perro.
Remir sintió un escalofrío. Una rabia le recorrió todo su cuerpo, y el hombre la focalizó para empezar a caminar. «Recibirán su merecido por lo que han hecho a Sideris», se prometió Remir.
El pasillo fuera de la estancia con celdas también estaba en penumbra. Pocas antorchas lo iluminaban, al tiempo que creaban sombras que se movían por las paredes. A medida que iban avanzando, guardias y prisionero pasaban por varias estancias; muchas de ellas cerradas. Otras estaban vacías con sus puertas totalmente abiertas, y de algunas de ellas emanaban gritos de su interior. Una de las puertas estaba entreabierta. Remir pudo ver a un hombre encadenado por las manos, con los grilletes colgando del techo. Un guardia le empujó para que no se parara, por lo que no pudo ver nada más. Ambos guardias iban caminando detrás de Remir, comentando la sentencia que podría tener.
—Al último que rompió las leyes en la Corona de Arân lo lanzaron por el precipicio que hay a las puertas de la ciudad. Se rompió el cuello con la nariz del gigante, y el impacto con la arena rompió su columna vertebral. El cuerpo desapareció en pocos días.
—Fue un buen día. El Piojo Ebrio estuvo a rebosar esa noche —contestó el guardia de la barriga, con voz nostálgica—. Pero este necesita sufrir más. El escribano era de los pocos que entendía las letras en esta ciudad.
—¡Quizá el Regente nos deje elegir el castigo! —sugirió el guardia alto.
—¡Ja! Si pudiera elegir, lo metía en un barril con cuchillos clavados en él, y lo lanzaba rampa abajo. Cuando llegara al final tendría agujeros por todos lados.
—¡Oh, sí! Luego podríamos abrir el barril, ¡y pretender que sale vino!
Un chasquido metálico sobresaltó a Remir.
—¡Ay! —se quejó el guardia alto. Por el rabillo del ojo, Remir pudo ver que se frotaba la nuca.
—¡No puedes beberte eso, idiota! Los asesinos están podridos, y eso se contagia.
Tras girar varias veces por el pasillo, Remir y los guardias llegaron a una escalera. Con gran esfuerzo, Remir fue subiéndolas poco a poco. El peso de los grilletes no ayudaba, pues la cadena no hacía más que entorpecerle en los pies. Varias veces le golpearon en la espinilla, provocando alguna lágrima de dolor.
Después de las escaleras había una puerta, que, al atravesarla, Remir tuvo que cerrar los ojos inmediatamente. La luz solar entraba en sus retinas y le cegaba completamente. Por un momento no pudo ver nada, solo sentía los empujones de los guardias a su espalda. Avanzaba sin noción alguna de donde ponía los pies. Paulatinamente su vista fue acostumbrándose, permitiendo ver poco a poco, aunque a su vez creando una pequeña jaqueca.
Se encontraban en el lateral de un patio interior. En el centro había una fuente que echaba agua verticalmente, cayendo en un pequeño juego de niveles. Cuatro bancos de piedra se situaban en las esquinas del patio, y este estaba cubierto por una verde hierba. Los tres hombres rodearon el patio hasta entrar en otra puerta que condujo a un pasillo con grandes ventanales. Siguieron el pasillo hasta una puerta, donde se pararon.
—Voy a avisar —dijo uno de los guardias. Luego entró por la puerta.
—Has creado mucha curiosidad, ¡seguro que viene mucha gente! —comentó entusiasmado el guardia alto que se había quedado con Remir.
—Yo no he hecho nada, ¿cómo puedo convencer al Regente Local de mi inocencia?
—¡Oh! No vas a poder. Todos venimos a ver cómo te van a sentenciar —una sonrisa de felicidad cruzó el estirado rostro.
Remir tragó saliva. Esperaba poder razonar con el Regente Local.
La puerta no tardó en abrirse y Remir entró junto con el guardia. Habían entrado por un lateral de la sala, la cual era larga y de techos altos. Ya contenía una multitud de gente que se arremolinaban en la parte trasera y en los laterales, apartados del centro de la sala por gruesas columnas. Formaban una gran U, dejando en medio de la estancia una zona vacía donde había una única silla de madera, y el segundo de los guardias estaba junto a ella. Hizo unas señas a Remir para que se acercara.
—Siéntate —ordenó cuando el preso llegó a su lado.
Él obedeció, y al hacerlo, el guardia cogió las cadenas y las unió a un anclaje en el suelo, asegurándose que no se escaparía. Satisfecho, volvió a la puerta por la que habían entrado, junto a su compañero. Ambos se quedaron allí de pie.
El acusado tenía en frente tres podios: el más bajo, situado a la derecha de Remir, tenía otra silla. El podio estaba elevado medio metro y se accedía a él a través de unas pequeñas escaleras laterales. El podio de la izquierda de Remir estaba más elevado que el de la derecha; medía aproximadamente el doble que el otro. También contenía una silla, aunque más cómoda que la primera, y una pequeña mesa. Se accedía también por unas escaleras laterales. En el centro, elevándose entre los otros dos podios y uniéndolos, se encontraba un tercero. Remir solo podía ver la parte de arriba de una silla ornamentada, pues el tercer podio estaba rodeado de tres paredes, como si fuera una pequeña caja.
Remir oía cuchichear a la gente, y aunque no podía entender nada de lo que decía, era capaz de imaginárselo. El hombre miraba al podio más alto, pensando en cómo se accedería. Su pregunta tuvo una rápida respuesta: escuchó el sonido de una puerta trasera, invisible desde la posición de Remir, y un hombre apareció. Se sentó en la silla.
Desde la situación de la silla central de la sala solo se podía ver la cabeza del hombre sentado en el podio central. Era redondeada, con matices rosados en los visibles mofletes. Algo de pelo le cubría la parte de arriba de la cabeza. Un enorme mostacho, peinado hasta el último pelo, se sentaba sobre el grueso labio superior. Tenía pequeños ojos ayudados por unas gafas aún más pequeñas.
El hombre se puso a ordenar varios papeles, y tras carraspear, toda la gente de la sala hizo silencio. Empezó a hablar:
—Nos encontramos hoy aquí para juzgar al hombre que tengo enfrente. Se le acusa de la muerte de nuestro querido escribano.
—¡Yo no lo maté! —chilló Remir desde la silla. Las cadenas tintinearon con un ruido metálico.
El hombre del podio miró hacia los dos guardias de la puerta y asintió. El más delgado se quedó allí parado, pero el otro se dirigió hacia Remir. Al llegar junto a él, le propinó un puñetazo.
—¡Responderás cuando nuestro Regente te pregunte! —soltó el guardia. Después, se quedó al lado de Remir.
El Regente de la Corona de Arân volvió a carraspear. Se colocó bien las gafas y sostuvo unos papeles en alto para leer bien.
—Hace unos días, el escribano de nuestra ciudad faltó a una importante cita. Un pequeño fuego se creó en el Templo de la Liberación y era necesaria su experiencia para cuantificar los daños. Al no aparecer se alzó la alarma en la ciudad y al poco fue encontrado con una espada clavada en el pecho, en su casa. El individuo que tenemos hoy aquí se le vio arrodillado junto al cadáver, manchado de sangre y con las manos cerca del arma, muestras indudables de su culpabilidad. Le acompañaba un lobo, utilizado seguramente para la intimidación y el asesinato —el hombre clavó su penetrante mirada en él—. ¿Nombre?
—Remir —respondió entre dientes.
—¿Remir de dónde?
—De ningún lado; fui criado en un orfanato.
Un murmullo recorrió la sala. El Regente dio un pequeño bote en la silla, mientras anotaba algo en sus papeles y la sombra de una sonrisa se dibujaba en su cara.
—Veo que los padres ya sabían de la malévola naturaleza de su hijo —hizo una pequeña pausa. Remir empezó a hervir por dentro—. Y ahora me pregunto, ¿cuál será el justo castigo por el asesinato?
—¡No