Las crónicas de Ediron. Alejandro Bermejo Jiménez

Las crónicas de Ediron - Alejandro Bermejo Jiménez


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      6

      Un dolor lacerante en la parte trasera del cráneo fue lo primero que sintió al despertarse. Se acarició esa zona con un par de dedos, y aparte del escozor de la herida, Remir pudo palpar la humedad de la sangre.

      Poco a poco intentó abrir los ojos. Cualquier movimiento le suponía un esfuerzo colosal. Con gran fuerza de voluntad sus párpados empezaron a abrirse, y una tenue luz, proveniente de una antorcha, empezó a dibujar su entorno. Parpadeó varias veces para acostumbrarse a la falta de iluminación.

      Se encontraba tendido en el frío y húmedo suelo de una celda. Anchos y oxidados barrotes le rodeaban a excepción de una pared de piedra. La celda carecía de ventanas y había varias más, vacías y de las mismas características, cerca de la de Remir. Una grotesca risa hizo que se girara, con esfuerzo, para ver de dónde procedía.

      —¡Ja! Y otra paga que te quito.

      Un fuerte golpe sonó en la mesa donde había dos guardias sentados.

      —¡No puede ser! ¡Tira de nuevo!

      —¿Me acusas de hacer trampas? ¡Deberías dejar de apostar a que me vas a ganar! ¿Qué te pasa? No me digas que vas a empezar a llorar.

      —No, ahora no. Mira.

      Remir, tras identificar que se habían percatado de su presencia, se incorporó de golpe, aunque no llegó más lejos de sentarse con la espalda apoyada en el muro de piedra. El dolor de cabeza le impedía coordinar sus movimientos. Enfrente de él había dos guardias con armadura, sentados en una pequeña mesa a la luz de una antorcha. Parecía que se distraían con un juego de dados. Uno de los guardias era alto y delgado, con las extremidades más largas de lo normal, como si lo hubieran estirado. El otro también era de estatura alta, aunque una barriga le rodeaba el torso. En una mano tenía un hueso al que le quedaba poca carne. Ambos se incorporaron y se dirigieron hacia la puerta de Remir. Se quedaron mirando al prisionero, hasta que Remir habló con una voz ronca que casi no reconoció:

      —¿Dónde está Sideris?

      —¿Sideris? Ah, ¿tu chucho? —preguntó el guardia con el hueso de carne. Mientras masticaba, lo movía a la vez que las palabras salían de su boca cubierta por una barba con lagunas de pelo.

      El guardia alto miró al otro y este le hizo un gesto con la cabeza. Le murmuró algo y se dirigió a una puerta cercana, por la que desapareció. El hueso, apenas ya sin carne, apuntaba ahora hacia Remir.

      —El lobo está bien acompañado —se limitó a decir el guardia. Le dio otro bocado a un trozo de carne.

      —¿Bien acompañado? ¡Donde lo tenéis!

      —Muy cerca de ti —contestó enigmáticamente, y se rio.

      Remir empezaba a notar cómo la sangre fluía por su cuerpo. Quería levantarse y arrancarle los pocos pelos faciales que le quedaban, pero por alguna razón se encontraba muy débil. En cada movimiento, un calambre le recorría desde la herida de la cabeza hasta la punta de los dedos de los pies. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente?

      El guardia miraba al prisionero con cara de satisfacción. En ese instante, compuso una sonrisa maliciosa y, antes de que Remir pudiera averiguar el porqué, el guardia dijo:

      —Toma, ¡aquí tienes a tu chucho! ¡Podéis pasar el tiempo que te queda juntos! —y tras decir eso, el guardia lanzó entre los barrotes el hueso con aún tenía pequeñas trazas de carne. Después, se fue por la misma puerta por donde se había ido el otro, riéndose a carcajadas.

      Remir apartó rápidamente del hueso con una débil patada. «¡No, no, no! ¿Han… Han matado a Sideris? ¿Puede ser ese un hueso de él? ¿Sería capaz alguien de comer carne de lobo?», se preguntaba Remir con el corazón acelerado. El hueso era inusualmente largo, lo que hacía imposible adivinar de qué animal podía pertenecer. El humano estaba demasiado asustado como para acercarse y comprobarlo.

      En la oscuridad de la celda era imposible discernir el día de la noche, por lo que Remir no sabía el tiempo que pasó observando ese hueso, intentando descubrir si pertenecía a Sideris o no. La ciudad de la Corona de Arân había sido el peor sitio que Remir había pisado, y tras observar las acciones de sus ciudadanos, el peor de sus miedos con referencia al hueso se materializaban constantemente. No se oía ningún sonido a excepción de varios rasguños que Remir supuso que eran ratas, aunque no las podía ver. Debido al silencio, el humano solo podía oír sus pensamientos, sumidos en un remolino de sensaciones delirantes provocadas por el cansancio, el sueño, el dolor físico que sentía en la cabeza y la amargura de haber perdido a su fiel amigo.

      —¡Y una jarra de cerveza para bajarlo todo!

      El tabernero asintió desde la mesa de los dos hombres con grandes barrigas. Uno de ellos entrecerraba los ojos para intentar centrar la visión en su compañero, y el otro se llevaba a la boca una jarra invisible, al no atinar a cogerla de la mesa.

      La taberna El Piojo Ebrio mostraba un ambiente sin igual: estaba repleto de luz. Parecía que todo el mercado había venido a tomar unas jarras de cerveza, y una música sin origen alguno llenaba la estancia de un júbilo contagioso. Remir tuvo curiosidad y entró en el local. Al ver el buen ambiente, decidió sentarse en una mesa y pedir un estofado de carne junto con una cerveza.

      —¡Ja! Y otra paga que te quito.

      Dos guardias jugaban a un juego de dados en una mesa cercana a Remir. Por alguna razón, los individuos estaban en penumbra, pobremente iluminados por una antorcha. Un fuerte golpe sonó en la mesa cuando uno de los guardias la golpeó con el puño.

      —¡No puede ser! ¡Tira de nuevo!

      —¿Me acusas de hacer trampas? ¡Deberías dejar de apostar a que me vas a ganar! ¿Qué te pasa? No me digas que vas a empezar a llorar.

      —No, ahora no. Mira.

      Por alguna razón ambos guardias se quedaron mirando a Remir. Este los ignoró, pues un buen cuenco de estofado le había llegado. El plato tenía una pinta excelente: trozos de patata cocida sobresalían del caldo, acompañados con varios pedazos de zanahoria y alcachofa. La carne se bañaba en el amarillento brebaje, y en medio, en medio estaba la parte de arriba de la cabeza de Sideris, con el hocico visible.

      Su mano derecha empezó a dolerle tras golpearse contra los barrotes. Remir se había sobresaltado con su febril sueño. Se sentía aún más fatigado que antes, con la boca seca y los músculos atrofiados. La piel la tenía empapada de un sudor frío.

      Instintivamente dirigió la mirada al lugar donde se encontraba el hueso. Había desaparecido. Remir se movió para buscarlo, palpando el suelo con sus débiles manos; no quería creer que fuera Sideris, pero no soportaba la idea de separarse de nuevo de él… O de lo que quedaba.

      El hueso no apareció. Seguramente se lo habrían llevado las ratas, supuso Remir. Y mientras se relajaba de nuevo en su rincón de la celda, empezó a notar que el silencio ya no reinaba en los calabozos. Cerca se escuchaban gritos de dolor, risas, golpes contra el acero y la carne, cadenas agitarse violentamente… Remir intentó esconderse en un hueco, intentando escudarse de los sonidos, pero de nada le sirvió. Sintió una punzada de alegría al ver entrar a los soldados de antes, creyendo que estos le evadirían de los horripilantes sonidos.

      —De pie, asesino.

      El guarda más delgado sostenía unos grilletes unidos con cadenas. Su compañero empezaba a abrir la puerta de la celda de Remir con una llave que había cogido de un pequeño saco en su cinto.

      El preso se apoyó en los barrotes e intentó ponerse de pie. Se resbaló varias veces en el húmedo suelo, pero al final pudo incorporarse. Aun de pie, mantenía una mano firmemente agarrada a los barrotes y se apoyaba contra el muro de piedra.

      Los guardias, sin decir ninguna palabra más, entraron en la celda y pusieron los grilletes en sus manos. Los cerraron con un grueso clavo a golpe de martillo. Automáticamente, el peso de los grilletes hizo que Remir se encorvara hacia abajo, arrastrando la cadena que los unía. Un empujón del


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