Las crónicas de Ediron. Alejandro Bermejo Jiménez
murmullos. Muchos habían apartado la mirada de la elfa, otros mostraban miradas de decepción. Algunos habían cruzado los brazos y fruncido el ceño, mostrando claramente su oposición a las palabras de Elira.
—Deberíais buscar a los demás clanes y pedir ayuda —prosiguió—. Curad a los heridos y entregad a los fallecidos a la Madre Naturaleza, pero buscad después asilo con los demás clanes. Si no tengo éxito en mi búsqueda, podrían volver. Es por eso que debéis alertar a los demás y prepararos.
—Pero entonces, ¿quién asumirá el mando del clan? Somos pocos, pero alguien debe representar a Feherdal si hemos de contactar con los otros clanes.
El que había hablado era Ewel. No mostraba heridas graves, solo superficiales, pero su cara estaba extremadamente demacrada, como si el transcurso de esa noche fatídica le hubiera envejecido unos años.
Ella reflexionó por unos segundos. Y después, con firmeza, anunció:
—Te propongo a ti, Ewel. Como miembro más anciano y sabio, no hay nadie aquí, incluida yo misma, que pueda representarnos mejor. Conoces el bosque y también a los demás clanes. Serás capaz de sanar a Feherdal debidamente.
Un pequeño murmullo de aprobación se dejó escuchar en el grupo. Elira se fijó en que Iliveran había desaparecido. Miró alrededor, pero la joven elfa no estaba.
—No… No podría asumir el cargo de jefe de clan, mi señora Elira —dijo cabizbajo Ewel.
—Asumir el cargo de jefe de clan dependerá de ti, Ewel. Puedes no aceptarlo, pero estos elfos necesitarán de tu guía.
Elira no esperó la respuesta. No quería seguir hablando con sus compañeros, necesitaba despedirse y marchar hacia su búsqueda. Aún con su objetivo bien claro, la tristeza se había adueñado de todas las partículas de su cuerpo. Iba a abandonar a su pueblo, el lugar donde había nacido, donde había aprendido y conocido todo lo que sabía. Estaba dando la espalda a las pocas personas que la conocían y la comprendían; las estaba traicionando al renunciar el poder curarles, el poder ayudarlas en ese momento de soledad y pérdida.
Elira miró de nuevo el rostro de su madre y el sentimiento de culpa se escondió en su interior, sustituido ahora por la furia y la rabia. Recordaba con nitidez el momento en que Ithiredel, aún con vida, estaba prisionera del agarre de su verdugo, y sus ojos se posaron en su hija segundos antes de que le arrancaran la esencia vital. Ese siniestro recuerdo la perseguía a todas partes…
Al fin sacudió la cabeza para alejarse de ese pensamiento sombrío y se sentó junto al cuerpo de Ithiredel. Su respiración se calmó y cerró los ojos. Casi al instante todo se volvió oscuro con matices azules, aunque las luces azules se habían reducido considerablemente. Podía percibir a los miembros restantes del clan observándola. Notaba también la esfera que aún tenía guardada en su atuendo. Pero no sentía nada más cerca de ella. Lejanos peces nadaban en las profundidades del río, con una actitud tímida. Incluso los árboles parecían haber relajado sus actividades internas, como expectantes de lo que estaba pasando.
La ahora huérfana se aisló de cualquier movimiento a su alrededor, centrándose en entablar conversación con la Madre Naturaleza. Debía pedirle la mayor de las peticiones, y debía hacerlo bien. Su alrededor se volvió más y más oscuro; las luces azules se fueron apagando pues para Elira carecían de importancia en este momento. Al poco la última luz desapareció, quedando todo a oscuras. Elira seguía notando la energía de la esfera, como si estuviera ayudándola a conseguir su objetivo.
Y al poco rato apareció: una única luz, un pequeño destello verde que lentamente fue intensificándose. Elira no necesitaba hablar para transmitir sus deseos, pues dicha luz era capaz de leer el ser de la elfa. La luz creó un gran destello, y luego se apagó. Elira abrió los ojos.
De la superficie del agua del río Nira surgieron varias raíces, muy parecidas a las que aparecieron durante el Renacimiento de la Luna y sostuvieron a Ithiredel. Esta vez las raíces se dirigieron hacia el cuerpo sin vida de la ex jefa de Feherdal y lo empezaron a arropar. Se fueron entrelazando entre ellas, cubriendo suavemente la totalidad del cuerpo. Cuando apenas quedaba alguna zona de piel visible, unas hojas de diferentes colores empezaron a brotar y acabaron de cubrir el cadáver, como una elegante mortaja. Después, las raíces elevaron el cuerpo, dejando que Ithiredel pudiera despedirse de su clan, al que había dedicado tanto, y dejarse arropar por el descanso eterno; un descanso que la llevaría directamente hacia la Madre Naturaleza, siendo parte de ella.
La última lágrima, se prometió Elira.
Tras la despedida, la elfa se levantó y se alejó. Mientras caminaba, por el rabillo del ojo pudo ver como su clan empezaba a movilizarse: algunos seguían atendiendo a los heridos, otros se habían dispersado, y unos pocos se dedicaban a mover y clasificar los cadáveres en dos grupos; el de los miembros del clan, colocados uno al lado del otro, y el de los atacantes, simplemente apilados.
Antes de irse, Elira se acercó a uno de los cadáveres de las criaturas. El extraño ser había fallecido a causa de varias flechas clavadas en su pecho. Su piel era de una tonalidad verde, pero más oscura que la de los elfos del bosque, tal y como lo había descrito Iliveran. Sus orejas eran más grandes, aunque también puntiagudas, y una de las orejas estaba adornada con un aro de metal que la había perforado. De la boca salía un hilo de sangre negra que corría por la cara hasta manchar la hierba. Los dientes eran muy finos y afilados; capaces incluso de roer un hueso, pensó Elira. La criatura llevaba ropas de cuero desgastadas y en mal estado que apenas cubrían el cuerpo, manchadas ahora de negro allí donde las flechas habían agujereado la carne. Un escudo yacía cerca del cuerpo y una espada todavía reposaba en la mano de la criatura. Elira examinó la espada: a diferencia del resto de equipo de la criatura, la espada estaba en buenas condiciones. No tenía ninguna mella, señal que no había sido utilizada en combate antes. Era ligera y se adaptaba bien a los movimientos que Elira trazó con ella. La elfa decidió coger la espada y llevarla consigo y así destruir al enemigo con su propia arma.
Mientras cogía la funda de la espada, reparó en un símbolo situado en la empuñadura: tres círculos situados en el mismo nivel, unidos cada uno de ellos con una línea a un círculo solitario situado encima del central. El símbolo le llamó la atención, pues tenía la sensación de haberlo visto antes.
Apartando de su mente la incógnita del símbolo de la espada, Elira se dirigió hasta su casa. Por el camino debía sortear cadáveres, algunos de ellos irreconocibles debido a las heridas que tenían. Todo estaba en silencio; ella era la única alma viva que vagaba por el clan. Tenía que hacer un esfuerzo máximo y escudar su corazón de las imágenes que veía: la multitud de sus camaradas caídos, y entre ellos, niños. Pequeños cuerpos que inútilmente habían sido protegidos por los de sus padres podían verse aún agarrados a las ropas de ellos. El panorama le produjo nauseas.
Mientras seguía avanzando, no consiguió ver señales de Iliveran. Desde que desapareció de la orilla del río, había perdido su rastro, y no quería irse sin despedirse de ella.
La casa de Elira estaba totalmente en ruinas. El árbol que la sostenía había colapsado y toda la vivienda se había estrellado contra el suelo, esparciendo tablas de madera por doquier. Entre los escombros, pudo vislumbrar muchas de sus pertenencias. Objetos con un alto valor para ella, pero que ahora parecían baratijas, algo de una insignificante importancia comparada con el caos que había aterrizado en sus tierras.
La elfa no tardó mucho en encontrar lo que estaba buscando: su fiel arco, con el que había abatido al jabalí. Parecía que había pasado una eternidad desde entonces, pero en realidad solo habían sido unos pocos días. Junto al arco estaba el carcaj, donde muchas de las flechas estaban rotas. No le importó; haría más durante el camino.
Con todo listo, la elfa se incorporó y respiró hondo. Vislumbró de nuevo a su clan, ahora en ruinas, un espejismo de lo que había sido el día anterior, sin saber si lo volvería a ver. Mientras recorría con la mirada Feherdal, esta captó el brillo de un rubio pelo. Iliveran estaba enfrente de Elira.
—¡Iliveran! —gritó aliviada mientras se acercaba a ella—. No quería… ¿A dónde vas?