Los chicos perdidos. Raquel Mocholi Roca

Los chicos perdidos - Raquel Mocholi Roca


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roja, muchas plantitas y varios pisos. Mi madre se llamaba Angelica y mi padre Marco. Ella era una actriz de teatro que cantaba de maravilla. Él, un pescador experimentado que siempre hacía muchos chistes malos.

      Hablo de ellos en pasado porque murieron cuando tenía doce años.

      Era primavera. Un 3 de mayo como otro cualquiera. Mi madre recibió una llamada de su hermana, una tía a la que yo nunca conocí. Vivía fuera de Venecia y tenía las horas contadas. Mis padres decidieron acompañarla en sus últimos días en este mundo, algo para lo que no contaron conmigo. Con la excusa de que sacaba malas notas en el colegio, me dejaron en casa de un chico de mi clase. Aun así, yo tenía muy claro que decidieron hacerlo de esa forma para que no tuviera que vivir una amarga experiencia desde tan joven.

      De poco les sirvió.

      Según dijeron los carabinieri, el coche que habían alquilado mis padres se salió de la carretera en una mala curva. Los dos murieron.

      Quitando aquella tía que estaba en las últimas, no teníamos más familia. Ni siquiera llegué a conocer a mis abuelos. Así pues, cuando mis padres se marcharon de este mundo no había nadie que pudiera hacerse cargo de mí.

      Me llevaron a un orfanato cerca de Monte Compatri, un pueblecito de pocos habitantes a unos treinta kilómetros de Roma. No era nada del otro mundo, pero sí agradable. No obstante, yo lo odié nada más poner un pie en tierra. El orfanato estaba lo suficientemente cerca del pueblo como para que pudiéramos ver algunas casitas, aunque la mayoría de sus alrededores eran bosque y algún que otro huerto.

      Sería muy fácil hacer con mi adolescencia lo mismo que he hecho con mi infancia y resumírosla en cuatro palabras. Sin embargo, eso sería saltar hasta la última página.

      Veréis: no es del todo cierto lo que os he dicho sobre que las historias se comienzan siempre por el principio. Porque, ¿cómo vas a definir el principio de algo? En realidad, esa idea solo surge en la mente del que la cuenta.

      Y como soy yo quien os está contando mi historia, me vais a perdonar que elija cómo hacerlo. Así que, si no os importa, empezaré por el principio...

      ***

      —¡D’Amico!

      Llevaba tanto tiempo mirando por la ventana que no recordaba ni en qué punto de la clase había desconectado de la lección. Lo que sí que sabía era que lo único que podría sacarme de mi ensoñación serían las campanas de la iglesia cuando anunciaran el parón de mediodía para almorzar.

      —¡Señorito D’Amico!

      Desde mi silla podía ver los campos agitarse al ritmo del viento. No sabía exactamente de qué sería el cultivo de esa temporada, pero dentro de poco lo averiguaríamos todos cuando comenzase la época de cosecha.

      Era más interesante mirar hacia el pueblo. De vez en cuando podías ver a un par de personas yendo de un lado a otro, pero eso solo se alcanzaba a vislumbrar desde la ridícula ventana de la habitación. Desde aquella clase tenía que conformarme con observar cómo el viento balanceaba las espigas como si las meciera. Casi parecía que siguiera el ritmo de una canción. Po-pom pom po-pom pom...

      —¡¡Enzo!!

      Di un salto en el asiento del susto y giré el cuerpo de golpe hacia la pizarra. Sor Francesca me miraba mientras agitaba el enorme reglón de madera en la mano.

      —Gracias al Cielo, ¡está despierto!

      El resto de la clase empezó a reír, cosa que sor Francesca no permitió durante demasiado tiempo. Estampó el reglón contra su mesa haciendo un ruido seco que acabó con toda carcajada juvenil. Sor Francesca tenía esa facilidad para acojonarnos a todos, y muchas veces ni siquiera le hacía falta la regla. Su cara hacía todo el trabajo.

      —¿Otra vez con la cabeza en las nubes, Enzo? ¿Es que quieres otra semana de trabajos optativos?

      Los trabajos optativos eran los castigos. Solían variar dependiendo de quién fuera la profesora a cargo esos días y de su nivel de creatividad en el momento. Generalmente, cuando a mí me tocaban, sor Francesca pedía que le dejaran hacerse cargo. Y eso significaba que los castigos podían ser desde deberes interminables hasta reglazos en el pandero que escocían sin piedad, pasando, desde luego, por horas extra en el huerto si era época de cosecha.

      —¡No-no, sor Francesca! ¡Aunque no lo pareciera, estaba pendiente de la clase! ¡Muy muy pendiente! —Hice varios aspavientos con las manos que arrancaron un par de risas detrás de mí. A mis trece años no se me daba tan bien improvisar como ahora.

      —¡SILENCIO! —exclamó la mujer. Toda la clase enmudeció. Había alguno que hasta dejó de respirar, por si eso llegaba a molestar a la monja—. Muy bien, Enzo. Si de verdad estabas tan atento, podrás decirme cuál fue el apóstol que traicionó a Jesús.

      Estaba muerto. Es decir, lo sabía ya desde el momento en que me había llamado la atención, pero en ese instante estaba claro que o decía la respuesta correcta o era mi fin. Uno podría imaginar que estando donde estaba debería saber esas cosas, pero no es que prestara demasiada atención en las clases. Menos aún si se trataba de religión.

      Estoy seguro de que enrojecí. No bajé la vista al libro porque, como de costumbre, lo había abierto por una página al azar. Y porque sor Francesca daba pequeños golpecitos sobre su propia mano con el reglón. Me imaginaba que dentro de unas horas lo que golpearía sería mi trasero.

      Uno de los chicos de las filas de detrás alzó la mano y empezó a hablar, pero sor Francesca le cortó de golpe a berridos exigiendo que se callara. El pobre chaval solo quería ir al baño, pero para la bendita mujer en ese momento solo existíamos ella y yo. No os extrañéis si os digo que me dio la sensación de que la monja estaba disfrutando del momento.

      Entonces vi por el rabillo del ojo cómo se movía el chico que estaba sentado delante de mí. Tenía el pelo oscuro como el carbón. Más tarde supe que se llamaba Stefano.

      Mi salvador colocó un papel con una palabra sobre el borde de su mesa para que yo, desde detrás de él, pudiera verla. Utilizó además su brazo para interferir en la trayectoria visual de sor Francesca y que ella no pudiera alcanzar a ver la amable chuleta. No entendía demasiado del asunto, así que solo tuve que fiarme. Sor Francesca volvía a mirarme esperando mi respuesta.

      —Judas, por supuesto —contesté con toda la seguridad del mundo, como si fuera algo de lo más obvio para mí.

      Sor Francesca frunció los labios. Supe que había contestado bien cuando me dedicó esa mirada de odio que solo pueden dedicar los maestros cuando intentan dejarte de tonto y no lo consiguen.

      —Muy bien, listillo. Esta vez te libras del castigo, pero como vuelvas a apartar los ojos del libro nos veremos las caras durante dos semanas. Ahora haz el favor de leer. Página cuarenta y nueve.

      Me tembló todo el cuerpo y supe que, por la cuenta que me traía, más me valía hacer un poco de caso.

      ***

      Llegó la hora del descanso y, después, la de la comida.

      Se formaban unas colas enormes. A mí no me gustaba esperar, así que solía colarme. Cada día usaba una excusa distinta. Que si tenía que comer rápido porque estaba castigado luego, que si llevaba ahí todo el tiempo, ¡cómo puede ser que no me hayas visto hasta ahora!, que pasaba primero por orden de sor Francesca...

      No me extrañaba que los demás niños me evitaran. Aunque siendo sinceros, creo que mi heterocromía también ayudaba a espantarlos. Os voy a ahorrar tener que abrir el diccionario para saber qué es esa palabra: significa que tengo un ojo de cada color.

      De nada.

      Cargando con mi bandeja me dirigí hacia las mesas y vi a Stefano sentado en la más alejada de todas.

      Era un chico muy raro. Solía ir solo a todas partes y llevaba una de esas gafas que te hacen ojos de sapo. Los mechones morenos le caían por la frente y tenía un montón de granos por la cara. En esa época todos teníamos granos, pero Stefano


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