Los chicos perdidos. Raquel Mocholi Roca
Algo que tampoco podía ocultar era lo calvo que se estaba quedando, aunque intentaba taparlo peinándose hacia un lado. Parecía que se había engominado el pelo con la misma mantequilla que había usado para untarse el cuerpo. Tenía los ojos hundidos y hacía un ruido extraño al respirar, como el de un globo al que se le escapa el aire poco a poco.
En resumen, daba asco.
El tipo no era nada modesto y se hacía llamar «el abad Demetrio», «ilustrísimo» o directamente «su señoría». Solía pasearse arrastrando los bordes de una túnica de una tela que tenía pinta de ser de alta costura y llevaba siempre una mirada de suficiencia en el rostro. Los domingos oficiaba la misa, y tenía tan poca gracia que la mayoría luchábamos por no dormirnos. A veces le daba por ocupar el cómodo asiento del confesionario, pero la gente que comentaba la experiencia solía decir que el abad no les daba la sensación de ser escuchados. Tampoco se sabía de cuánto dinero disponía el orfanato, pero era un hecho que mientras el abad cambiaba de zapatos una vez al mes nosotros estábamos mal vestidos y mal alimentados.
No me enrollo; era un mal clérigo y ya está. Pero si quería pasar de curso, tenía que hablar con él, así que preparé mi mejor actuación. Mi madre solía decir que para actuar bien tienes que creerte lo que estás contando. Da igual que sea la mentira más evidente de todas; si tú piensas que es tu verdad, los demás también lo harán.
Así que eso hice.
Toqué a la puerta y pasé cuando escuché su gangosa voz responder al otro lado. Mientras cerraba la puerta detrás de mí observé el lugar. Era la primera vez que estaba en el despacho-habitación-comedor del abad, y lo primero que pensé es lo que costaría limpiar aquello. Como si hubiera limpiado algo en mi vida, ¿verdad?
Me acerqué a su mesa con cara de no haber roto un plato. Él me miró por encima de unas gafas diminutas que por muy poco no se le resbalaban por la punta de la nariz.
—¿Qué necesitas, hijo? —me preguntó.
—Verá, ilustrísimo... re-resulta que... —Me di unos dramáticos segundos en los que respiré de forma entrecortada mirando hacia el suelo—. No he aprobado todos mis exámenes...
—Entonces tendrás que repetir el curso —contestó con toda la parsimonia del mundo.
Alcé rápido la vista hacia él.
—¡Pero no puedo! ¡Usted no entiende lo difícil que es esto para mí!
—Lo es para todos, hijo.
—¡Usted no ha perdido a sus padres! ¡Los echo mucho de menos! ¡Mamá me ayudaba a estudiar!
Don Importante pestañeó pausadamente, como si esperara a que terminase de contar todas mis mentiras.
—Además, me cuesta mucho leer. A veces confundo las palabras y veo las letras cambiadas de sitio. —No era verdad, pero tenía que probar.
Cuando terminé de hablar, se pasó la mano por la boca y se quitó las gafas. Las colocó sobre la mesa y me observó detenidamente. Estaba claro que no se había creído nada.
—¿Cómo te llamas, hijo? —preguntó echando el cuerpo hacia detrás.
—Enzo. Enzo D’Amico, su señoría. —Estaba seguro de que ya me esperaba un par de semanas en el aula de los castigos.
—Es la primera vez que vienes aquí, y además es para pedirme que te apruebe. —Expulsó algo de aire por la nariz—. Supongo que debe importarte mucho pasar de curso, ¿no?
—Sí.
—¿Por qué? Y nada de excusas baratas, Enzo. Quiero la verdad.
Tragué saliva.
—Si no apruebo, no podré estar con mi amigo. Es el único que tengo.
—Entiendo. Supongo que algo podremos hacer al respecto.
Me dije: «¿Ya está? ¿Me va a aprobar así, tal cual?». Al menos por sus palabras, parecía que sí. Pero lo que dijo después ya me avisó de que algo andaba mal.
—Acércate, muchacho.
Ni de coña me quería acercar, pero estaba en juego mi aprobado. Caminé hacia él. Las piernas me pesaban un quintal y de cerca su olor era todavía más nauseabundo.
—Siéntate —me dijo con una sonrisa.
Yo miré a un lado y a otro. Como no vi ninguna silla cerca, pregunté:
—¿Dónde?
Me pareció que su sonrisa se ampliaba un poco más.
—En mi regazo.
Sí, amigos. Era lo que parecía. En aquel entonces no estaba tan espabilado y no terminaba de comprender qué cazzo pretendía con todo aquello, pero tan pronto como me apoyé sobre él con movimientos erráticos noté cuál era su intención. Digo que la noté, porque la noté literalmente.
Me acojoné. Creo que estaba incluso empezando a temblar. No conseguía creerme lo que estaba pasando. Aparté la vista de él por pura vergüenza.
Entonces sentí cómo su mano se colocaba sobre mi pierna.
Antes de que pudiera hacer nada más cogí el primer objeto que encontré. Era la pluma con la que había estado escribiendo. Sin pensármelo dos veces, se la clavé en la puñetera mano. El pezzo di merda empezó a gritar y me soltó de inmediato, así que aproveché para levantarme de un salto, abrir la puerta y correr hasta mi cuarto como si mi vida dependiera de ello.
***
Ya poco me importaba pasar de curso o no, y en cuanto tuve un momento para hablar a solas con Stefano le conté todo lo ocurrido con pelos, señales, gestos, chillidos y todo lo que hizo falta. A pesar de todo el espectáculo, Stefano no pareció sorprenderse con mi relato, cosa que me chocó bastante. En lugar de eso preguntó:
—¿Era la primera vez que ibas a verle?
—Sí, ¿es que tú ya habías ido antes?
Por la cara que puso y la forma en la que me apartó la mirada supe que sí.
—Porco demonio... ¿Te ha pasado algo parecido?
Stefano seguía sin mirarme. Siempre que me ocultaba algo actuaba así. Lo que no sé es cómo no me había dado cuenta antes.
—Stefano, habla o te juro que...
Negó con la cabeza. Tardó lo suyo, pero al final abrió la boca.
—He ido un par de veces. A mí no me ha hecho demasiado...
—¿A ti no te ha hecho demasiado? ¿Qué significa eso?
Pareció que por fin se decidía a abrirse de verdad porque levantó la vista y me miró a los ojos.
—¡Pues como suena! Solo me ha acariciado el pelo y la espalda... —Hizo una pequeña pausa. Yo me noté los puños cerrados—. ¡Nada más, te lo prometo! Pero según parece es bastante sobón. He oído a otros chicos hablar varias veces al respecto en el huerto. Pero no digas que te lo he contado, Enzo. ¡Por favor! —Tenía una mirada de completa súplica.
—Vale, vale... yo no digo nada. ¿Pero por qué no habéis hecho nada al respecto?
—¿Qué vamos a hacer, Enzo? —negó con la cabeza. Su voz sonaba desesperada—. El abad es la máxima autoridad de este lugar.
Y lo peor de todo es que supe que Stefano tenía razón, así que no le contesté ni siquiera para bromear. Hablamos un poco más del tema, pero los dos estábamos bastante desanimados, así que pronto desvié la conversación a cualquier otra cosa. No quería imaginarme qué tormentos habrían pasado otros niños de mi edad o incluso más pequeños. Pero era una gran putada que nadie hiciera nada.
Por fortuna para ellos tenían un D’Amico entre sus filas, y los D’Amico somos famosos por meter las narices donde no nos llaman. Las narices, la cabeza y el cuerpo entero si