Los chicos perdidos. Raquel Mocholi Roca

Los chicos perdidos - Raquel Mocholi Roca


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cosecha. Se trataba de dos semanas intensísimas en las que debíamos arrancar, limpiar y almacenar varios cultivos. La mitad eran para el orfanato y la otra se vendían en el pueblo. Yo no era muy fan de estas cosas, como la mayoría de chicos. Pero tenía la cara lo suficientemente dura para decir «hoy no me apetece trabajar» y escabullirme cuando nadie estaba mirando.

      Así fue cómo, un caluroso día de verano, me adentré en el pueblo y estuve deambulando de un lado a otro hasta encontrarme con una tienda de instrumentos de música. Mamá tenía una guitarra, así que fue imposible pasar de largo. Ella solía tocar de vez en cuando después de comer, y mi padre y yo observábamos en silencio hasta que se hacía la hora de merendar. Solían ser canciones tristes. Otras tantas, pero en muchas menos ocasiones, eran sonatas que invitaban a bailar.

      El flechazo fue tal que cuando vi esa maravilla expuesta en el escaparate supe que tenía que ser mía.

      Fueron tres semanas muy duras. En cuanto podía escabullirme de las cosechas bajaba al pueblo. Había decidido que tenía que comprarla. Aunque no estuviera demasiado cara para aquellos tiempos, con mi pobre salario (es decir, nada) supuso un auténtico reto. Vendía hortalizas que traía de los huertos, hacía masajes a las viejas, paseaba perros, limpiaba desvanes... Me resultó curioso que nadie se diera cuenta de mi ausencia en el orfanato durante esos días, pero al final se me acabó ocurriendo que sor Francesca ahora era la máxima autoridad y a lo mejor estaba haciendo la vista gorda.

      A lo mejor no; era lo más probable.

      Faltaban dos semanas para que reanudáramos las clases cuando por fin pude ponerle las manos encima. No había pensado siquiera dónde la iba a esconder, pero poco me importaba. Solo fui corriendo a través del pueblo, salí hacia las afueras, al bosque, y me metí por donde los árboles parecían más acogedores. Allí toqué durante horas y cuando tuve que volver a mi dormitorio escondí la guitarra enfundada bajo unos arbustos, fuera de las garras de cualquier mirón.

      Los siguientes días me costó encontrar el lugar donde la había escondido hasta a mí. Pero lo vi como algo bueno.

      Recordaba algunos acordes que me había enseñado mi madre antes de... bueno, del accidente. Con un poco de práctica ya empezaba a progresar. Me llené de callos, pero poco me importaba en esos momentos. La música me hacía feliz.

      Supongo que debía oírse algo de lo que tocaba cerca del pueblo, porque así fue como conocí a Hans.

      El chico apareció de la nada dándome un susto de muerte. Y ni siquiera habló. Solo se me quedó mirando a cierta distancia. Por aquel entonces aún tenía el pelo largo y mucho más rubio que el mío. Cuando me di cuenta de su presencia solté un grito, un insulto y paré de tocar.

      —Figlio di...! ¡¿Qué haces, cazzo?! —Me llevé la mano al pecho—. ¡Respira al menos!

      —Lo siento —respondió él con un acento bastante fuerte. Tanto que le entendí prácticamente de chiripa.

      —Seguro que sí. Me da igual que te chives a sor Francesca, cuando vengáis a por mí ya me habré ido. —Me imaginé que el chico era del orfanato, supongo que por no tener la conciencia limpia.

      Aparté la vista de él y seguí tocando.

      —¿Me enseñas? —preguntó acercándose y señalando la guitarra.

      —No —contesté yo, cortante.

      ¿De qué iba? La guitarra y yo lo estábamos pasando bien a solas hasta que había llegado él, y además me ponía los pelos de punta. No quería compartir momentos como ese con un niño que no conocía de nada.

      —¿Por qué? —insistió. Su voz parecía irritada. Supuse que no conseguir lo que quería le había enfadado.

      —¡Porque no! ¡Vete! —alcé la voz y la vista hacia él. El muy pesado apretó los puños y se dio la vuelta para marcharse. Yo intenté seguir tocando, pero ya me había cortado el rollo, así que no me apetecía seguir. Coloqué la funda, escondí la guitarra y me dispuse a marcharme.

      A mitad de camino hacia la salida del bosque noté que algo se me echaba encima. No me dio tiempo a reaccionar y acabé rodando por el suelo y tragando tierra. Cuando me pude girar vi que ahí estaba el niño de antes. Me cabreé bastante, así que en lugar de marcharme le planté cara y de golpe, nunca mejor dicho, estábamos dándonos de hostias.

      Me pegó varios puñetazos en el estómago y yo se los devolví en la cara. También aproveché para tirarle del pelo en cuanto tuve ocasión. Y allí estuvimos, golpeándonos y rodando el uno sobre el otro durante un buen rato.

      Al final nos acabamos cansando y nos separamos jadeando. Yo me pasé la mano por la boca para quitarme el sabor a tierra y a sangre y escupí al suelo. Él se llevó la mano a las costillas mientras nos mirábamos como unos animales rabiosos.

      Por aquel entonces no entendí a qué venía todo aquello, aunque me di cuenta más tarde. El chico era nuevo en el pueblo, de padre alemán y de madre italiana. Había cumplido ya los catorce hacía tiempo, no tenía amigos todavía y, por lo visto, me marcó como su objetivo. Aunque no sabía nada de todo esto en aquel entonces, ni tampoco conocía el futuro que nos deparaba a ambos.

      Me senté en el suelo con la mano en el estómago. Pensaba que iba a potar de un momento a otro. Él seguía tendido y mirándome sin decir nada. Yo le observaba con un asco y odio inauditos hasta que me sonó de forma furiosa el estómago. En ese momento, por encima de todo el dolor, quería comer algo.

      Mis labios se movieron solos.

      —¿Te apetece ir a robar algo de merienda?

      El chaval abrió los ojos como platos. Estaba extrañado de que su estrategia de niño pequeño y estúpido hubiera funcionado; y si os digo la verdad, yo también.

      —Sí.

      Dicho y hecho. Me puse de pie como pude y le tendí la mano para ayudarle a levantarse.

      ***

      Comenzó el nuevo curso y con ello las clases. El compañero de habitación de Stefano había sido adoptado por una tía abuela suya, por lo que pedimos que nos dejaran compartir cuarto. No os extrañaréis si os digo que nos lo concedieron, quizá con la intención de que Stefano me contagiara algo de sus ganas de estudiar.

      En pocos días, él pudo percatarse de que alargaba mis salidas al pueblo. La verdad es que me sorprendió el aguante que tuvo hasta rendirse y preguntar.

      —Enzo, ¿a qué viene tanto tiempo fuera? Últimamente tardas más en volver y me pongo nervioso por la revisión de habitaciones de antes de dormir... ¿Qué pasa si algún día entra sor Vittoria y se da cuenta de que tu cama está vacía? —Su rostro reflejaba el nerviosismo en cada poro.

      —¡Ja, secreto! Y no te preocupes por eso. Soy puntual como un reloj suizo.

      —Un reloj averiado, dirás. Ayer llegaste a mitad de la cena y las profesoras empezaron a hacerme preguntas. ¡Y ya sabes cómo me pongo cuando tengo que mentir y fingir que no sé nada! —Todos lo sabíamos. Al pobre le salían unos ronchones rojísimos en el cuello y se ponía a sudar como un puerco.

      —¡Ya te he dicho que lo siento y que no volverá a pasar! Se me fue la hora una vez.

      —¿Y qué haces fuera? No puede ser tan divertido si estás tú solo.

      Guardé silencio. En realidad, tenía un nuevo amigo, y me sabía mal por Stefano porque no le había dicho nada. Ni siquiera le había ofrecido venir conmigo lo suficiente como para convencerle por insistencia.

      —¿Por qué no vienes conmigo mañana? Solo un rato. Te lo enseñaré todo.

      Stefano abrió mucho los ojos y alzó la voz.

      —¡¡NI HABLAR!! —Alguien chistó fuera de la habitación para pedir que nos callásemos, así que Stefano habló en murmullos al continuar—. Te he dicho mil veces que no.

      —Mil y una veces. Pero si quieres saber qué se cuece ahí fuera..., tendrás


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