Los chicos perdidos. Raquel Mocholi Roca

Los chicos perdidos - Raquel Mocholi Roca


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Chicos, este es Paolo. Paolo, estos son Elena, Alessa, Hans, Stefano y Kat. —Hice las presentaciones, echándole un brazo por los hombros como gesto amistoso.

      El nuevo chico era frío al tacto. Demasiado frío.

      Mis amigos se miraron desconcertados y, por un momento, hubo un gran silencio. Fue Kat quien lo rompió, haciéndose escuchar a su particular manera.

      —Yo entiendo. Por esto tú decir que amigo ser invisible.

      —Enzo, colega... —dijo Hans llevándose la mano a la frente, empezando a reír—. Eso ha sido una broma muy mala.

      —¿Todavía tienes amigos imaginarios? —preguntó Elena con su dulce y simpática voz—. Pensaba que ya eras un poco mayor para eso.

      —Lo que tiene es mucha imaginación, Elena —le respondió Alessa—. Siempre está inventándose cosas.

      —No entiendo por qué no podías hacer esta broma en otro lugar... No deberíamos estar aquí —comentó Stefano, haciendo su aportación personal.

      Entre la confusión y las risas, no pude hacer otra cosa que enmudecer. ¿Me estaban tomando el pelo? No eran tan malos como para fingir que no veían a un chico de nuestra edad, así que, ¿cómo era posible que no lo vieran?

      De pronto recordé a sor Annetta. Recordé la forma en la que se heló el aire cuando apareció y la sensación tan extraña que tuve. También lo pálida y delgada que estaba.

      Y el miedo que sentí al darme cuenta de lo que era.

      Solté el hombro de Paolo con brusquedad, haciendo que los demás rieran divertidos con el espectáculo de mímica que les estaba ofreciendo.

      —¿Qué pasa, Enzo? ¿Quiere que seas su novia? —preguntó Hans con actitud bufona.

      Paolo giró despacio el cuello hacia mí y abrió la boca con lentitud. Sus ojos estaban tan vacíos como siempre, solo que llenos de lágrimas.

      —Te dije que no iban a poder verme.

      Y simplemente desapareció. Ahí, delante de mí, mientras ambos nos mirábamos a los ojos.

      ¿Que si me acojoné? Cazzo, no tenéis ni idea. Uno piensa que los fantasmas no pueden ser reales hasta que se da de bruces con uno, pero aquello no tenía jodido sentido. Se supone que cuando aparecen todo el mundo puede verlos, ¿no? Y todos gritan y corren y huyen juntos. Mis amigos no habían visto nada. Fue en ese mismo momento cuando empecé en serio a preguntarme: ¿estaré loco? ¿Podré ver todo esto porque solo está pasando en mi cabeza?

      La campana comenzó a agitarse, ensordeciéndonos a todos y cortando toda risa infantil. Lo malo de aquel cuartel secreto era el ruido que había cada hora, lo que nos obligaba siempre a marcharnos cuando comenzaba la serenata. Nos tapamos las orejas y corrimos, buscando llegar cuanto antes hasta el suelo para alejarnos del alboroto.

      No me encontraba bien. Es decir, después de aquello, ¿quién se encontraría bien?

      Mentí a mis amigos y les dije que me dolía el estómago para marcharme. Aunque intentaron que me quedara más tiempo, debieron de ver que de verdad me sentía mal porque no insistieron demasiado. Pregunté a Stefano si sabría volver él solo y, aunque pareció dudarlo por un momento, me contestó que sí. Rápidamente, Hans dijo que él le acompañaría hasta el orfanato, así que ambos nos quedamos más tranquilos. Así pues, me despedí de todos y me marché.

      Estuve durmiendo el resto de la tarde. Me despertaron un par de golpes en la puerta que anunciaban la hora de la cena, así que luché contra las mantas y saqué la cabeza. Hacía frío y el cristal de la ventana estaba mojado, por lo que supuse que había llovido mientras dormía. No tenía hambre, pero pensé que comer algo me sentaría bien.

      —Marco —dije, esperando escuchar un «Polo» que no llegó de ninguna parte.

      Me extrañé al instante. ¿Dónde estaba Stefano si no era en esa misma habitación? No podía ser con Kat, porque a esas horas ella ya estaría cenando en su casa. Y Stefano no tenía amigos en el orfanato más allá de nosotros dos.

      Me incorporé en la cama y busqué el interruptor de la luz dando manotazos a la pared. Se iluminó la habitación y pude comprobar que estaba solo. Me puse de pie rápido, pensando que quizá Stefano había bajado antes al comedor. Sí, debía de ser eso. Habrían hecho muchas cosas aquella tarde y estaría hambriento. Me dije, cazzo Enzo, relájate, no puede haber pasado nada malo.

      Pero cuando bajé al comedor tampoco estaba allí. Ni en la cola, ni en nuestro rincón, ni en ninguna parte. ¿Qué diablos estaba pasando?

      Una sor se me acercó.

      —Enzo, ¿dónde está el joven Stefano?

      Casi me atraganté.

      —Se ha quedado en la habitación. Me parece que no le ha debido sentar bien algo. ¡El pobre tiene unos dolores...! —contesté con un tono lo más inocentón posible. Ella puso los brazos en jarras.

      —Las reglas son las reglas. Tiene que cenar sí o sí, Enzo.

      —¡Sí, lo sé! ¡Lo sabe él también! Pero de verdad, signorina... —La mujer era ya demasiado mayor como para ser una señorita, así que rectifiqué—... signora. Mañana no se perderá el desayuno, lo juro. Yo mismo lo arrastraré hasta aquí.

      —Más os vale —contestó ella con un tono resignado, con la vista ya puesta en otra mesa donde un par de chicos parecían estar discutiendo acerca de a quién pertenecía un muslito de pollo. Acto seguido, se marchó.

      Me llevé las manos a la cabeza, desordenando mi rubia melena.

      Estaba en un buen lío. Y Stefano en uno peor todavía. No había otra explicación para que hubiera desaparecido así, sin más.

      Y entonces pensé en Paolo. Recordé que todos mis amigos se habían reído pensando que aquello era una broma tonta y que Paolo había desaparecido. En su momento no parecía enfadado, más bien disgustado o triste. Pero la tristeza y el disgusto están a nada más que un paso de la rabia, ¿no?

      Atando cabos rápidamente me di cuenta de que lo más probable era que Paolo les hubiera hecho algo a mis amigos. Yo había hecho que el fantasma se creara ilusiones y ahora estaría enfadado, haciéndoles Dios sabe qué por mi culpa.

      Por supuesto, tenía que arreglarlo.

      ***

      Cuando regresé a la habitación me preparé para salir. Es decir, tampoco es que tuviera mucho que preparar instrumentalmente hablando, sino que fue más bien un ejercicio mental. No me preocupaba que alguna de las monjas viniera a nuestro cuarto y viera que estaba vacío. Me preocupaba no volver a ver a mis amigos.

      Hicieron la revisión de habitaciones; fingir que Stefano estaba en la habitación había sido tan fácil como abultar sus mantas y hacer ruidos de chico enfermo cuando la monja de turno pidió que contestáramos para hacer el conteo de todas las noches. Tras cinco minutos con la vista clavada en el techo, me levanté, me até bien los cordones de los zapatos y me acerqué a la ventana. Solía atascarse, pero con varios empujones la pude abrir sin mayor problema. Era mucho más fácil escaparse por la ventana del baño: la pared era más rugosa y había más puntos de apoyo. Sin embargo y a pesar del riesgo que suponía, de noche era mejor plan escapar por nuestra misma habitación. Fuera, en el pasillo, varias monjas hacían guardia para que a ninguno se nos ocurriera deambular por la abadía de noche.

      Tenía ya colocado un pie sobre el alféizar cuando escuché unos pasos que se aproximaban desde el otro lado de la puerta.

      ¿Cómo había sido tan idiota? Nadie en su sano juicio dejaría desatendido a un chico enfermo si ni siquiera había podido bajar a cenar. Actué rápido: cambié el bulto de cama, dejé mis zapatos junto a la mía y me metí bajo las mantas de la cama de Stefano. Me volví prácticamente un burrito humano, ocultando mi pelo con la almohada y dejando que solo se viera parte de mi cara.

      En apenas unos instantes


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