Los chicos perdidos. Raquel Mocholi Roca

Los chicos perdidos - Raquel Mocholi Roca


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de que no estaban allí? Quién sabe, a lo mejor querían gastarte una broma y se han escondido en alguna parte.

      —¿Ellos dos? Nah... Stefano se sentiría demasiado culpable como para hacer una broma así, y Hans tiene mal gusto, pero... esto es demasiado, Elena. No jugarían a esconderse y hacernos creer que están muertos o algo peor.

      —¿Muertos o algo peor? ¿Quién ha dicho nada de muertos, Enzo? —preguntó alumbrándome a la cara con la linterna. La sola idea no le había gustado nada—. No lo están. Si estuvieran muertos, lo sentiríamos. Son cosas que pasan. Lo decía mi abuela.

      Alcé mi mano y entrecerré los ojos para que no me escocieran por la luz hasta que apartó la linterna de mí.

      —Lo siento, pero es que no puedo pensar otra cosa. Ojalá los encontremos pronto y...

      —¿Qué es eso? —me cortó, deteniendo también sus pasos. Busqué con la mirada a qué se refería y solo me hizo falta seguir el haz de luz.

      A Elena le había llamado la atención una tercera serie de pisadas. No eran unas cualesquiera, desde luego. Estas, a diferencia de los inocentes pies de nuestros amigos, tenían una forma extraña. Animal.

      —Pues... parecen unas pisadas —comenté con gran elocuencia. Me había dejado estupefacto encontrarme aquello, ya que en todo momento había dado por hecho que el causante del alboroto sería el supuesto fantasma. Si es que de verdad existía.

      —Pero fíjate. Tienen forma de... lobo. O de coyote. —Elena se agachó para ver con mejor claridad las marcas.

      —¿Pero hay lobos o coyotes por aquí? Es decir... lo sabríamos, ¿no? Ya los habríamos visto antes.

      —A lo mejor se ha perdido y ha acabado aquí. —Elena se puso de pie y comenzó a andar sin levantar la vista o la linterna del suelo.

      —Mientras no se los haya comido... —añadí, pensando en mis amigos.

      —Mira esto. —Ella señaló esa vez una zona en la que las pisadas parecían unirse y superponerse unas a otras. Era tal y como si hubiera ocurrido ahí mismo un terrible forcejeo. Yo había pasado por ahí hacía minutos, pero cuando lo hice estaba todo tan oscuro que no había visto nada. Y desde luego, no había visto la mancha rojiza que había junto a toda esa batalla de pisadas.

      Ambos nos llevamos la mano a la boca.

      —Están muertísimos —me corregí en un arrebato claramente optimista.

      ***

      ¿Sabéis eso que les ocurre a las madres cuando sienten que sus hijos están en peligro y arriesgan sus vidas por las de ellos? Pues creo que eso nos ocurrió a Elena y a mí, porque de otra forma no me explico cómo tuvimos el valor de seguir aquellas pisadas de animal.

      Solo podíamos ver las huellas de aquel ser. Pudimos imaginar fácilmente que llevaría los cuerpos (o cadáveres) de nuestros amigos en brazos, aunque ninguno de los dos lo dijera en voz alta.

      El rastro nos llevó muy lejos del pueblo. Recuerdo que caminamos una barbaridad y que el terreno cada vez se hizo más costoso y empinado. Al final, pudimos ver una zona un tanto más despoblada de árboles en la que encontramos un gran agujero en la roca, tan oscuro como si se tratase de la entrada al mismísimo Infierno.

      —Una cueva. —Noté que la voz de Elena temblaba.

      —¿Vamos a entrar ahí sin más? —pregunté yo, tirando de ella hacia un par de arbustos que podían ocultarnos lo suficientemente bien. Elena apagó su linterna para que nadie pudiera ver nuestro haz de luz.

      —Creo que lo mejor será esperar.

      —¡¿Esperar?! ¡¿Y si está haciéndoles... qué se yo?! ¡¿Y si les está arrancando la piel a tiras como si fuera beicon?! ¡¿Y si...?!

      —¡Shhh! —chistó Elena tapándome la boca.

      De la entrada de la cueva salió un sonido penetrante, similar al de una respiración gutural. Unos enormes ojos rojizos que parecían flotar sobre la penumbra de la cueva pudieron verse con el reflejo de la luna. Poco después, un negruzco cuerpo lleno de pelo fue saliendo de la oscuridad, caminando a cuatro patas. Olisqueó a su alrededor, zarandeó la cola y terminó alzando el cuello para aullar desgarradoramente a la luna.

      Reaccioné elevando mi mano y tapándole la boca a Elena.

      La enorme bestia no se fijó en nosotros. Para nuestra suerte, se dirigió hacia nuestra izquierda, alejándose tanto de nosotros como del pueblo tan rápido como una bala.

      Tardamos un par de minutos en comenzar a pestañear.

      —Bene. Pues no era un coyote —dije yo, rompiendo el silencio.

      No estaba tan impresionado como Elena, quien parecía tener hasta problemas para respirar. Seguro que contaba con la ventaja de haber visto ya por aquel entonces un par de fantasmas. Aquel terrible suceso solo tenía una parte buena: al final resultaba que no estaba loco.

      —Dio... Ti-tienes razón, deben de estar muertos. —Se llevó la mano derecha al rostro con angustia.

      —Es... posible. Pero no podemos dejarles ahí —afirmé.

      Creo que, en cierto modo, poder ver a ese ser me había dado algo de seguridad. Sabía cómo era y que se había marchado, y aunque me daba miedo quería entrar en esa cueva. Además, el juego había cambiado. Ya no era un asunto de fantasmas vengativos, sino de lobos enormes con mala leche.

      Me puse de pie y cogí la linterna de Elena.

      —¡¿Qué haces?! ¡No vas a entrar ahí! —susurró fuerte ella, agarrándome del brazo.

      —Solamente será echar una mirada y volveré en seguida. Va bene?

      —¡No, Enzo! ¡No lo hagas!

      —¡Será un segundo! ¡Miraré si están ahí dentro y vuelvo!

      Elena suspiró y me soltó.

      —No sé si eres muy valiente o muy estúpido.

      Sonreí.

      —Puede que ambas; soy un D’Amico.

      Elena resopló.

      —Llévate esto. —Rápidamente sacó de su mochila una pequeña navaja y me la tendió. Yo la cogí, sujetándola con mi mano izquierda, la más hábil. La linterna estaría bien en la derecha.

      —Grazie.

      Me giré rápido por si volvía a intentar detenerme y caminé con decisión hacia el interior de la cueva.

      Si antes os he dicho que hacía frío, allí dentro la cosa estaba mucho peor. Caían pequeñas gotas del techo tan frías como unos pies sin calcetines en invierno. Lo sé porque varias de ellas me cayeron en la cabeza.

      Esquivé varias rocas y pisé algunas cosas que hicieron un ruido seco horrible, similar al de una cáscara de huevo rompiéndose. No llevé la luz de la linterna hacia el suelo por temor a lo que pudiera encontrarme y me limité a seguir adelante, procurando no tropezarme demasiado.

      —Menuda peste... —susurré con asco, esperando que ese olor no viniera de alguno de mis amigos.

      Mis plegarias tuvieron respuesta poco después, cuando vi a Stefano tendido en el suelo a pocos metros de mí, a quien pude reconocer por el uniforme del orfanato. A su lado se encontraba Hans, de espaldas. Me acerqué a ambos y me arrodillé junto a ellos.

      —¡Stefano! ¡Hans! —susurré fuerte zarandeándoles. Ambos fueron abriendo los ojos poco a poco y bastante atontados.

      —¿Qué...? —preguntó Stefano, buscándome aturdido mientras se colocaba bien las gafas. Pude ver que de su sien salía un pequeño chorro de sangre—. ¿Enzo?

      —Wo bin ich...? —escuché a Hans despertar en su idioma paterno, preguntándose dónde estaba.

      —Chicos,


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