Los chicos perdidos. Raquel Mocholi Roca
—Tengo un plan.
Alessa se llevó la mano a la cabeza.
—Oh Dio...
***
—¡Limonada! ¡Limonada para el estudiante de hoy y para el soldado de mañana! —gritaba a viva voz.
A muchos chiquillos de nuestra edad les daba por exprimir limones e ir de puerta en puerta para vender su zumo a precios exagerados con tal de que les saliera rentable. Mi plan había consistido precisamente en eso. Había conseguido que Alessa me dejara una jarra de cristal para transportar el líquido y ella cargaba con una hucha de metal que hacía sonar de vez en cuando. No aprobaba lo que iba a hacer, pero había venido conmigo para asegurarse de que no hacía una estupidez demasiado grande. Alessa solía tener siempre un instinto maternal con todos nosotros, en especial cuando se trataba de hacer alguna locura.
Y en cuanto a los ingredientes para la limonada...
Bueno, digamos que me dejé llevar por mi creatividad.
—¡Limonada fresca y recién exprimida!
Hicimos de pregoneros hasta llegar a la casa donde vivían nuestros amigos. Su barrio no estaba demasiado poblado, por lo que íbamos a poder ejecutar el plan sin mirones de más.
El Coronel se encontraba sentado leyendo el periódico sobre una silla de jardín. A su lado, su mujer bebía una taza de té con mirada ausente mientras se acariciaba el reciente moretón del brazo, seguramente pensando en qué explicación iba a darle a las cotillas del pueblo cuando se cruzase con ellas en el mercado. Detrás de ellos, Hans y Elena se encontraban pintando la fachada de un suave tono salmón, casi crema. Estaban bastante manchados, serios y, desde luego, aburridos.
Ni se imaginaban que cierto D’Amico estaba a punto de alegrarles la tarde.
Al escuchar mi voz giraron sus cabezas en nuestra dirección. Ambos dejaron de pintar y sostuvieron sus rodillos mirándonos con curiosidad. El Coronel no alzó la mirada hasta que nos tuvo delante y la devolvió a su periódico sin ningún interés en nosotros.
—¡Señor, pruebe! ¡No saboreará mejor limonada en...!
—No, gracias —dijo el Coronel, tratando de cortarme.
—¡... toda su vida! ¡Y por el módico precio de un euro y medio! ¡Los otros chicos la venden a dos!
—He dicho que no, niño. Sigue caminando.
—Son limones de calidad, ¡importados desde España! ¡Es toda una ganga!
Alessa agitó el bote de monedas, que hizo un fuerte ruido metálico.
—No seas mentiroso, crío. Largaos de una vez. —El hombre pasó una página de su periódico.
—A lo mejor deberíamos irnos... —empezó Alessa, susurrando cerca de mi oído.
Por el rabillo del ojo vi a los dos hermanos, que todavía nos observaban expectantes.
—De eso nada. —Me aclaré la garganta y continué—: ¡El veinticinco por ciento de nuestras ganancias va destinado a una asociación a favor de la raza aria de su elección, señor! ¡Usted ya me entiende!
Elena se llevó la mano a la boca. Hans sonrió.
El Coronel alzó la mirada hacia nosotros, bastante molesto. No era ya por las tonterías que le estaba soltando, sino por el simple hecho de haberle hecho apartar la vista de su periódico.
—Si te compro una limonada, ¿vas a dejarme en paz?
Sonreí.
—A lo mejor.
El Coronel resopló.
—Felisa. Dale a este mocoso lo que pide y que se largue.
Su esposa se levantó al instante y entró a la casa para ir a por el dinero. Mientras, yo le serví un vaso bien cargadito de mi limonada a aquel idiota.
Se lo tendí. El Coronel lo puso sobre la mesa sin ningún tipo de cuidado y alzó el periódico, extendiéndolo para ocultarse de nosotros.
La gracia estaba en que bebiera, así que carraspeé. Una, dos, hasta tres veces. El Coronel bajó el periódico y me miró con un asco propio de sor Francesca. Felisa regresó con el dinero en la mano y se acercó a Alessa para introducirlo en la hucha. Pero mi amiga, anticipándose a mí, la apartó de la trayectoria de su mano.
—No si el señor no se toma la limonada —dijo con una sonrisa sumamente inocente, respaldándome por completo. La observé impresionado. No esperaba que fuera a implicarse de forma activa—. Normas de la casa.
El Coronel dobló con meticulosidad el periódico y lo colocó sobre sus rodillas. Después, cogió el vaso, se lo acercó a la nariz y lo olió. No se fiaba. Y hacía bien, pero eso no nos convenía.
—Huele raro.
—¡Por supuesto, señor! Como ya le he dicho, está hecha con limones importados. No esperaría que le diéramos la basura que venden en el mercado, ¿verdad?
El Coronel me miró con ojos opacos. Solo quería que me largara, así que se llevó el vaso a los labios y dio un trago. Inmediatamente comenzó a toser, limpiándose la lengua con la manga y arrugando la cara con desagrado.
—¡¿Pero qué merda es esto?! —exclamó. Sus hijos se tapaban las bocas, procurando no hacer ruido—. ¡Felisa, tráeme agua!
—Verá, señor, la verdad es que somos niños pobres y no tenemos dinero para limones... —dije aproximándome a él—. ¡Pero tenía la vejiga llena y una jarra cerca! ¡No se corte, pruebe más!
Y levanté la jarra echándole todo mi meado encima.
El Coronel, su ropa y su periódico se calaron de orines de Enzo D’Amico.
Alessa y Felisa se llevaron una mano a la boca. Hans y Elena no podían parar de reír. Yo me fijé más en su padre. Levantándose de golpe, estiró sus manos hacia mí como si quisiera rodearme el cuello para estrangularme.
—FIGLIO DI PUTANNA! ¡YO TE MATO! ¡TE MATO!
Me aparté de él a tiempo, cogí a Alessa del brazo y eché a correr como alma que lleva el diablo. El Coronel nos persiguió calle abajo hasta que llegó a un cruce y se detuvo para coger aire. Al no habernos podido alcanzar, pagó su cólera con una papelera.
—¡Espero que no la tome con ellos! —exclamó Alessa con la respiración entrecortada mientras huíamos.
Yo también lo esperaba.
Al final de la calle aún se oían las risas de nuestros amigos.
Un par de días después, la bandera blanca se izó y ellos mismos contaron a los demás con pelos y señales qué habíamos hecho, cómo su padre se había encerrado en el cuarto de baño durante horas y que al salir había hecho la maleta y, sin mediar palabra con nadie, se había ido de casa.
***
Entre risas y carreras por ver quién era el más rápido de todos llevé a mis amigos hasta la iglesia del pueblo. Todo eran bromas al respecto porque, francamente, a ninguno nos interesaba nada que tuviera que ver con religión. Éramos demasiado pequeños como para creer en fuerzas del bien y del mal, y parecían historias para antes de acostarnos.
Qué equivocados estábamos.
La entrada al campanario estaba reservada para el cura y las monjas de turno, o quizá para algún monaguillo. Pero nosotros teníamos nuestros métodos para llegar a los sitios de entrada prohibida, que consistían sobre todo en trepar y saltar. Mis amigos me preguntaron varias veces por qué había invitado a nuestra base secreta a un chico que ninguno conocía, y yo solo me excusaba respondiendo que lo sabrían en cuanto le vieran.
Arriba, sentado junto a la enorme campana, encontré a Paolo. Curiosamente, tenía el mismo aspecto enfermizo que cuando lo vi un par de días antes. Eso ya