Los chicos perdidos. Raquel Mocholi Roca

Los chicos perdidos - Raquel Mocholi Roca


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habría menos posibilidades de que algún pobre crío inocente fuera a hablar con el abad. Mientras trazaba mi plan paseaba bastante de continuo por el corredor de este, controlando que ningún chaval se acercara. Era cuestión de principios, cazzo.

      Pero no tardó demasiado en presentárseme la solución al problema: ¿qué haces para derrotar a un titán?

      Buscar otro titán.

      Ya no había clases y todavía no teníamos que recoger nada del huerto, así que nos dedicábamos a otras actividades como tallar figuritas de madera, coser (sí, éramos así de modernos y la cosa es que nadie nos arreglaba los uniformes, así que todos prestábamos atención), o nos obligaban a rezar. La sala de castigos seguía abierta de par en par, por lo que en cuanto vi la ocasión oportuna expresé mis deseos más escatológicos hacia el Sumo Creador del Mundo y me enviaron derechito allí.

      Sor Francesca se encargaba de estar vigilando a los que se portaban mal casi todo el verano, así que no me sorprendí al encontrármela. Ni ella lo hizo de verme a mí, todo sea dicho. Ese día no estaba muy animada, por lo que solo me hizo copiar unas frases de la pizarra. Cuando ya no pude aguantarme más, dejé el lápiz y la miré.

      —Sor Francesca, ¿puedo hablar con usted?

      —Escribe tus frases, Enzo —contestó ella sin apartar la mirada de su viejo libro.

      —Es importante... —insistí. Al final logré que alzara la vista y me mirara por encima de las gafas como si dijera: «Ya puede ser importante si me estás haciendo perder tiempo de lectura»—. Es sobre el señor Demetrio.

      Sor Francesca se colocó recta en la silla y apartó la mirada del libro. Esta decía claramente un «continúa».

      —Hablé con él sobre si podía ayudarme a aprobar mis asignaturas pendientes, pero creo que no lo hará... —Escuché un pequeño gruñido proveniente de su garganta y vi cómo devolvía las manos al libro, así que me apresuré a continuar—, porque no le dejé que me tocara.

      Ya estaba hecho. Sor Francesca irguió el cuello como un águila que acaba de ver un conejo.

      —¿Dónde te quería tocar? —preguntó casi con un hilo de voz.

      —¿Hace falta que le haga un esquema? —Abrí mis ojos y sor Francesca abrió los suyos. Le brillaban como dos malditos soles. Esa mujer daba miedo estando seria y cabreada, ¿pero cuando tenía algo en mente? Cazzo, daba pavor.

      Se puso de pie y caminó hacia mí.

      —¿Estás seguro de esto, Enzo?

      —Segurísimo. He hablado con otros chicos y me han dicho que les han pasado cosas peores. —Exageré un poco la situación, pero sor Francesca no pareció notarlo. Incluso alegraba verla así de llena de energía.

      —Bien, muy bien... —Sor Francesca dio un par de vueltas de un lado a otro, muy pensativa. Al final se volvió hacia mí—. ¿Serías capaz de repetir esto delante de más gente, Enzo? ¿Unas tres personas?

      —Y delante de cincuenta, si quiere. No me importa —aseguré de inmediato con un aspaviento—. Estoy enfadado, así que puedo incluso inventarme un par de cosas más si es que va a venirle bien a la historia.

      Sor Francesca, que había vuelto a moverse, se detuvo frente a la pizarra. Una mentira era una mentira, al fin y al cabo, y aunque fuera a venirnos bien a ambos estaba mal visto a ojos de Dios y todo ese rollo.

      —Pero estarías mintiendo, Enzo.

      —¡No...! Bueno, sí... Pero puede tomarlo como que estaría representando al resto de chicos afectados, que ya le digo que no son pocos. Y a esos no conseguirá hacerlos hablar porque están muy asustados. Si no, ya habrían acudido a usted. ¿A Dios no le vale eso como una buena obra?

      Sor Francesca lo meditó un segundo y elevó la mano para tapar por encima el crucifijo que adornaba la pared. Era bastante alta y le quedaba más o menos a la altura de la cabeza, así que lo alcanzó sin problemas.

      —Si te confiesas después, sí que sería una buena obra... —afirmó en susurros. Me pareció hasta gracioso que le preocupase que el crucifijo se enterase de todo lo que estábamos tramando, pero mantuve la seriedad.

      —Entonces ya está decidido, soy su testigo. Pero quiero algo a cambio. —Yo, poco ávido y menos aún pillo, no iba a dejar escapar la situación.

      —¿Qué quieres? —preguntó apartando la mano del crucifijo y acercándoseme.

      —Si testifico contra el señor Demetrio, quiero que todas mis asignaturas queden aprobadas.

      II

      Cosas de niños

      Una semana después vinieron dos hombres y una mujer al orfanato.

      Llevaban hábitos. Sor Francesca no me dio muchos detalles, pero supuse que serían un Consejo de Distinguidos Clérigos que venía a evaluar el caso de nuestro querido abad. Fuera como fuese, yo ya había preparado mi papel y me encontraba ansioso por empezar a cantar.

      Sor Francesca me obligó a peinarme hacia un lado. Iba a quejarme porque no quería parecer un niño repipi, pero al ver en el espejo la cara de chico bueno que me hacía no rechisté. También me puse mi muda del uniforme limpia y procuré atarme bien los cordones de los zapatos.

      Estuve esperando un rato fuera de la improvisada pequeña sala de reuniones. Cuando me llamaron para que pasara entré con calma. Vi una silla frente a la enorme mesa donde estaban los clérigos que iban a juzgar la veracidad del caso y en ella me senté. Sor Francesca, que estaba de pie junto a ellos, fue quien rompió el silencio.

      —Este es Enzo D’Amico, señorías. Este joven de solo trece años ha sido víctima, como ya les he mencionado, de los abusos del ilustre Demetrio. Él mismo puede contarles la historia.

      Los señorías me echaron una mirada de arriba abajo, más serios que un sepulturero en un funeral. Por sus miradas no parecía que se hubieran tragado mucho hasta ahora y me pregunté qué es lo que les habría contado sor Francesca. Yo suspiré lentamente y, cuando estuve listo, empecé a hablar.

      —Así es. Fui a preguntarle si podría pasar de curso a pesar de mis malas notas y me hizo entrar a sus aposentos. Cerró la puerta con llave. Al principio fue amable conmigo, pero luego... —Hice que comenzaran a temblarme las manos—. Luego empezó a... propasarse. Me decía que, si tenía calor, podía quitarme algo de ropa, o que, si me encontraba tenso, él podía... —Hice una de mis pausas dramáticas—. Cuando me di cuenta... estaba tocándome...

      —Esto es una ridiculez —bramó de pronto el señoría de la derecha. Era pequeño y rollizo, y tenía las mejillas rosadas del calor que hacía allí dentro—. El ilustrísimo Demetrio no sería capaz de tal fechoría. Este muchacho solo es un mocoso cualquiera. Un picaruelo elegido por sor Francesca para dar la cara por ella. —Miró a la monja—. ¿Qué le has prometido si cuenta mentiras por ti?

      Sor Francesca giró el cuerpo hacia él como una víbora que amenaza con atacar en cualquier momento. Directamente al cuello.

      —¿Cómo osa acusarme de...?

      —No nos precipitemos —intervino el otro hombre, que estaba sentado en el lado izquierdo. Los huesos de la cara se le marcaban como a un cadáver—. Ni siquiera hemos oído los detalles todavía.

      —Yo estoy con Affonso; no me parece más que una pérdida de tiempo —dijo la tercera señoría, una mujer que presidía la mesa y que miraba de forma desafiante a todos los presentes—. Esto no es más que una táctica de sor Francesca para convertirse en abadesa. Todos sabemos lo mucho que ambiciona el puesto desde siempre...

      —¡Esto es un insulto hacia mi persona y hacia esta institución! —exclamó la aludida.

      Y antes de que me diera cuenta estaban alzándose la voz unos a otros.

      Me quedé pasmado. Es decir...


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