Los chicos perdidos. Raquel Mocholi Roca

Los chicos perdidos - Raquel Mocholi Roca


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era cuestión de tiempo hasta que cayera.

      ***

      Tardó una semana. Nos encontrábamos en matemáticas y yo me estaba echando una de mis siestecitas cuando sentí un lápiz clavándose en mis costillas. Pegué un salto y me agarré al pupitre. Inmediatamente escuche la voz de Stefano hablándome en susurros desde atrás.

      —¡Vale, me apunto! ¡Pero si nos castigan, pienso vengarme como sea!

      Sonreí y llevé una mano a mi nuca como si fuera a peinarme el pelo. En lugar de eso alcé el dedo pulgar.

      Ya le había hablado a Hans un poco de Stefano y él lo había hecho de otra gente del pueblo. Resultó que Hans estaba más espabilado de lo que parecía y había hecho amistades en el colegio público.

      Quedamos en vernos al día siguiente y Hans trajo a algunos de sus nuevos amigos. Los niños eran bastante idiotas y no tardaron en marcharse una vez que ya habían conocido a los huérfanos.

      Para que fuera aclimatándose, le conté a Stefano que nos íbamos a encontrar con chicos de nuestra edad. Aun así, eso no pudo ahorrarle el susto de conocer a Hans. Este, en cuanto vio al tembloroso Stefano, tan delgado y tan nervioso, se lanzó en su dirección y le agarró por el cuello, el muy imbécil. Con el puño empezó a frotarle fuerte el pelo generando una llovizna de caspa para hacernos reír a los demás.

      —¡Stefano, Stefano! ¡Stefano, Cara-de-ano!

      Este escapó de sus brazos y le observó totalmente acobardado. Hans le dio un puñetazo amistoso en el hombro.

      —¡Pero hombre, que estamos de broma! ¡No pongas esa cara de mustio!

      Entre risas me acerqué para meterme entre los dos.

      —Venga, Hans, ya vale. Estás asustando al pobre. Métete la cabeza en el culo y respira hondo, cretino.

      Stefano se frotaba el hombro con una mano y con la otra se ajustaba las gafas. Aunque todo eran risas, sabía que Stefano lo estaba pasando mal porque no solía relacionarse demasiado con la gente. Así que cogí a Hans por el cuello antes de que pudiera contestar y le arreé de su propia medicina.

      —¡Ha llegado la Navidad! —me mofé.

      Stefano fue ahora quien rio.

      Como ya he dicho, en cuanto supieron quiénes éramos, la novedad se hizo aburrida y nos quedamos unos pocos. Solo estábamos Hans, Stefano, yo... y dos chicas.

      Nunca antes había visto a la hermana de Hans, pero la reconocí en cuanto la vi. Tenía los mismos ojos que su hermano, aunque si acaso era todavía más rubia. Era como una de esas niñas pequeñas que parecen no haber roto un plato en su vida y que podrían dedicarse a hacer anuncios de papel higiénico junto a un par de cachorros, aunque en realidad tenía cierto carácter. Hans nos la presentó como Elena, su hermana menor por un par de años nada más, aunque esos dos años se notaban bastante en la diferencia de altura.

      La otra chica se llamaba Alessa. Morena, de sangre gitana, alta y delgada como un palillo, aunque más tarde tendría algo de curvas. Recuerdo que parecía casi tan nerviosa como el propio Stefano y que se clavaba las uñas en las palmas de las manos mientras esperaba su turno para que la presentaran. Por lo visto, las dos chicas se habían conocido en el colegio y se habían hecho lo suficientemente amigas como para quedar alguna tarde para salir a pasear.

      Todavía no lo sabíamos, pero estábamos empezando a formar un grupo de amigos y corredores de aventuras que se completaría apenas unas semanas después.

      No os lo he dicho todavía, pero ese curso fue muy distinto a los anteriores. A sor Francesca, como abadesa y Señora Todopoderosa del orfanato, se le ocurrió la feliz idea de abrir las clases a todos. Ya no éramos solo chicos. Sí, me habéis entendido: ese año llegaron las primeras chicas.

      Fueron muy pocas, por supuesto. Tampoco tenían tantos pupitres libres y la transición debía hacerse lo más lenta posible para evitar que los huérfanos se traumatizaran. Esa era la teoría, pero estaba claro que lo que no querían era que las jóvenes hormonas adolescentes despertaran demasiado pronto. Por esa razón hasta varios años después no empezaron a acoger chicas; solo podían asistir a las clases y participar en las actividades extraescolares.

      Recuerdo que en nuestra clase entraron tres. Dos a principio de curso, aunque no recuerdo cómo se llamaban. Pero podemos llamarlas Castaña y Risitas, si queréis. Bene, Castaña y Risitas entraron a nuestra clase desde el primer día. Aparte de hablar entre ellas y cuchichear por lo bajo cuando alguno de los chicos intentaba sacarles conversación, fracasaba y se iba temblando hasta su mesa, no es que hicieran mucho más. Sacaban notas decentes y cuando acababa el día se iban a sus casas.

      La tercera chica en llegar fue Katinka, aunque la llamábamos Kat. Apareció poco después de que conociéramos a Alessa y Elena, y llamó la atención de todos desde el primer momento. Su cuerpo era robusto y tenía manos fuertes, su pelo estaba cortado a trasquilones (más tarde nos contó que se lo cortaba ella misma), era un año mayor que nosotros y solía comunicarse a trompicones. Era de algún pueblo ruso perdido de la mano de Dios, pero llevaba varios años en Italia. Más o menos se manejaba con el idioma y solía echarle un cable a su padre en su taller de reparación de vehículos.

      Os podéis imaginar. Tuvimos un flechazo al instante: ella era la rarita que parecía haber perdido varios tornillos de camino a clase, Stefano el despistado que vivía en su mundo de libros y literatura, y yo el idiota teatrero de turno. En apenas unos días, ya estábamos juntándonos para tomar el almuerzo.

      ***

      —¿Y cuándo vamos a volver a escaparnos? —preguntó Stefano por enésima vez.

      Desde que había probado el dulce sabor de la libertad parecía haberse obsesionado con el tema, aunque el chico tenía una doble moral. Daba la vara con salir, lo pasaba genial con nuestros nuevos amigos, se ponía nervioso a mitad de la escapada, me daba la tabarra con regresar al orfanato, se arrepentía durante varios días de haberse saltado las normas y vuelta a empezar. Siempre el mismo proceso.

      —¿Volveremos a ir al bosque esta vez?

      —¡Ah, per Dio! ¡No seas pesado, Stefano! No lo sé, todavía no han cambiado la bandera.

      Nos habíamos inventado un sistema para saber cuándo era el mejor momento para escaparnos. Consistía en que Hans y Elena colgaban trapos de distintos colores en los árboles más cercanos al orfanato. El blanco significaba que había vía libre. El rojo podía significar dos cosas: que el padre de ambos estaba en casa o que por cualquier razón no era seguro para unos huérfanos ir pululando por el pueblo. Desde hacía casi una semana y media la bandera había estado roja, y Stefano parecía empezar a subirse por las paredes.

      —¿Pero lo has comprobado? —preguntó, dándole vueltas a la sopa con la cuchara.

      —Sí, como ayer y como el resto de días. Lo compruebo todas las mañanas nada más levantarme y lo sabes. Estás ahí para verlo.

      Era tan fácil como asomarse a la ventana y ver qué color me encontraba. Una tarea muy sencilla, pero que para Stefano resultaba imposible. Sus gafas no habían sido graduadas desde hacía bastante tiempo y pedirle que mirase a la lejanía era como pedírselo a un topo. Esto solo contribuía a que Stefano estuviera todavía más nervioso.

      —¿Pero estás seguro de que era roja? —preguntó de nuevo con los ojos clavados en mí. Yo hice una pedorreta y me llevé la mano a la mejilla.

      —Cazzo, Stefano. ¿Cómo tengo que decírtelo? Era roja como un tomate.

      Kat, que llevaba un buen rato observándonos como quien mira un partido de tenis, rio de forma ronca.

      —¿Siempre tan pesado? —me preguntó.

      —Oh, ¡no tienes ni idea! —respondí abriendo los ojos como platos. Stefano podía llegar a ser muy intenso si se obsesionaba con algún tema.

      —No paciencia —dijo Kat volviendo a reír antes


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