Los chicos perdidos. Raquel Mocholi Roca

Los chicos perdidos - Raquel Mocholi Roca


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parecía tan ensimismado dándole vueltas a la sopa que no se dio ni cuenta. O quizá simplemente pasó. Yo los observé a ambos en silencio. Llevábamos mucho tiempo prometiéndole a Kat presentarle al resto de la panda, y Stefano parecía ya de lo más taciturno.

      Suspiré.

      —Ah, cazzo. Bene, lo has conseguido. Esta tarde me escabulliré y me acercaré al pueblo para averiguar qué es lo que pasa.

      De inmediato a Stefano se le iluminó la cara y su mirada recuperó viveza.

      —¿De verdad? ¡Oh, Enzo! Grazie mille!

      III

      Pequeños guerreros

      Fue en ese viaje al pueblo cuando conocí a Paolo.

      Lo encontré en el borde del camino que conectaba la población con el orfanato, jugando a dibujar sobre la arena con un palo. Conocía a bastantes chicos de la zona, pero era la primera vez que veía a ese. Era pequeño y pálido, y casi tan flaco que podían vérsele los huesos. Ignoró mis pasos cuando me acerqué a él.

      —Ciao. ¿Has visto por aquí a dos niños de mi edad? Una chica muy simpática y su hermano idiota. Los dos muy rubios.

      El chico negó con la cabeza sin apartar la mirada de su dibujo. Por supuesto, me molestó su falta de participación. Intenté, por lo menos, conseguir que me mirase.

      —¿Qué dibujas? —insistí, estirando el cuello para verlo. Eran cuerpos de personas hechos con círculos y palos.

      —A mi familia —contestó, y pasó a presentármelos—. Mi padre, mi madre, mi hermana y yo.

      —¿Dónde están? —pregunté, pero el chico solo se encogió de hombros. Resoplé, empezando a cansarme—. ¿Y qué haces aquí solo? ¿Es que te has aburrido del pueblo?

      Él negó con la cabeza.

      —Los otros chicos no quieren jugar conmigo.

      Aquello me pareció extraño, aunque normal teniendo en cuenta las circunstancias. El muchacho no era precisamente hablador.

      —¿Y por qué no?

      Se volvió a encoger de hombros.

      —Para ellos soy invisible.

      En aquel momento me pareció una forma poética de responderme que los demás pasaban de él, y a fin de cuentas sentí algo de lástima. Estar solo era una mierda, yo lo sabía de sobra. ¿Y por qué no? Vi algo en sus ojos que me hizo darme cuenta de que estaba tan perdido como yo. Y como mis amigos. ¿Qué podía salir mal?

      —Pues para mí no. Me llamo Enzo D’Amico, ¿y tú?

      —Paolo —respondió.

      —¿Ves esa bandera de allí, Paolo? ¿La roja? —le pregunté señalándola. Él elevó la vista y en cuanto vio el pañuelo asintió con la cabeza—. Pues cuando veas que sea blanca ve al pueblo y espérame en el campanario. Te presentaré a mis amigos. Estoy seguro de que para ellos tampoco vas a ser invisible.

      Paolo alzó el rostro y me miró a los ojos de una forma que me erizó hasta el último pelo de la nuca. Era un chico rarito, sin duda. Pero había conseguido que dejara de dibujar y me atendiese. Punto para el intrépido D’Amico.

      —¿De verdad? —preguntó con un hilo de voz, sin apenas poder creérselo.

      —De verdad —asentí sonriendo. Empecé a ponerme en marcha, reanudando mi camino hacia el pueblo. Levanté la voz para que me escuchara—. Ahora me tengo que ir, pero no te olvides, ¡bandera blanca!

      Me di la vuelta y eché a andar con rapidez.

      ***

      En el pueblo encontré a Alessa. Estaba comprando lana para sus bufandas de ganchillo en el mercado, así que la sorprendí dándole un susto por la espalda. Ella dio un salto, se giró y al verme me golpeó el hombro.

      —¡Enzo! —exclamó con su voz un pelín más aguda de lo normal—. ¡No hagas eso!

      Yo reí como el crío idiota que era.

      —Perdona, ¡es que me encanta cómo te danzan los rizos cuando te asustas! —respondí sonriente.

      —No tienes remedio... —dijo, extendiéndole el dinero de sus nuevos ovillos al tendero—. ¿Qué haces aquí?

      —He venido a ver qué se cocía. La bandera sigue siendo roja, ¿te has enterado de qué ha pasado?

      Alessa me cogió del brazo y me alejó de la gente. Me miró con seriedad, sosteniendo su cesta de mimbre cerca del pecho.

      —Es el Coronel —me explicó casi en susurros. El Coronel era el apodo que le habíamos puesto al padre de Elena y Hans—. Lleva varios días sin dejar que salgan de casa. Por lo que me ha contado Elena, tiraron por el suelo un cubo de pintura sin querer y ahora el Coronel les ha obligado a terminar de pintar la casa. Ellos dos solos, Enzo. No les quedará mucho para acabar, pero...

      —Odio a ese mamarracho —contesté cruzándome de brazos—. ¿Acaso no sabe que eso es explotación infantil? Seguro que mientras ellos pintan él está sentado en su sofá fumando sus puros y bebiendo su whisky.

      Mi amiga se encogió de hombros. Era lo más probable. El Coronel tenía fama de ser demasiado autoritario y la fea costumbre de pagarlo con sus hijos y con su esposa. Pasaba muchos días fuera de casa por trabajo. Ese tiempo de tregua se convertía en un descanso para nuestros amigos, pero cuando volvía lo hacía con la mentalidad de que era el rey de la casa. Y ojo al que le llevara la contraria.

      —Pues eso no va a quedar así. ¡Suerte que estamos nosotros! —exclamé, sujetando a Alessa del brazo y echando a caminar sin avisar.

      —¡Es-espera, Enzo! ¡¿Qué pretendes?!

      —Vamos a darle una lección a ese stronzo.

      —¡Pe-pero tengo que llevar la cesta o...!

      —Nadie trata así a mis amigos. ¡Ni siquiera sus padres!

      —¡¡Enzo!!

      Me detuve de golpe y me giré hacia ella.

      —¿Qué?

      —¡¿Es que nunca piensas antes de actuar?! ¡Hagas lo que hagas, el Coronel pensará que es una venganza de Elena y Hans por haberles castigado!

      Pestañeé un par de veces. Alessa tenía razón. Aunque sonaba genial hacerle una broma pesada a aquel tipo, no quería que mis amigos estuvieran castigados todavía más tiempo.

      —Pero... ¿y si le rompo la botella de whisky? ¿O le muerdo los puros para que parezca que tienen ratas? ¿O hago que le caiga un bote de pintura encima?

      Alessa negó con la cabeza de forma insistente. Sus rizos se movieron como si tuvieran vida propia.

      —Si rompes su botella de whisky, lo pagará con ellos. O puede que con su mujer, y ya sabes cómo es cuando se enfada. Si le haces creer que tienen ratas y sigue mosqueado con sus hijos, les mandará a ellos encontrarlas y se volverán locos buscando algo que no existe. Y un bote de pintura... ¿de verdad tengo que explicártelo, Enzo? Parecerá cosa de Hans y Elena.

      Me llevé la mano al mentón. En pocas palabras: no había forma de joder al cabrón.

      —Me niego a creer que esto es imposible. Tiene que haber una manera.

      Alessa suspiró suavemente por la nariz. Sabía que iba a ser improbable, por no decir imposible, que cambiara de opinión. Y puestos a hacer travesuras, debió preferir que, por lo menos, las hiciera bien.

      —No puedo creer que te esté ayudando con esto... Pero sí, hay una forma. La manera más inteligente es que tú te lleves el crédito de lo que hagas. Es decir, que le dejes saber que has sido tú para que no pueda pensar que la culpa


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