Los chicos perdidos. Raquel Mocholi Roca
Esto no está ocupado, ¿verdad? —Lo estuviera o no, yo ya me había sentado y empezaba a pinchar macarrones.
—No-no... —Stefano me miró de reojo. Parecía que se había olvidado de que tenía un yogur a medias.
—Genial. Ah, grazie por lo de antes, por cierto. Te debo una —afirmé.
Stefano se mantuvo en silencio y colocó la vista sobre su yogur. Empezó a mover la cuchara de nuevo y a llevárselo a la boca. Me imaginé que el pobre chaval se pensaría que había ido a pegarle una paliza o algo por el estilo. No os creáis lo que dicen de que en los orfanatos todos los chicos son como una gran familia. La mayoría pueden ser unos auténticos cabrones.
—No hay de qué. Sor Francesca puede ser muy severa en ocasiones. —Stefano alzó la vista alrededor del comedor para asegurarse de que la mujer no estaba cerca.
—Y que lo digas. —Me llené toda la boca de macarrones y seguí hablando. Stefano hizo una mueca—. Es una pesada. Tiene una fijación conmigo, estoy seguro. ¡Y nunca se le escapa una!
—Es como un águila.
—¡Sobre todo por esa nariz! —contesté a carcajadas, y me di cuenta de que Stefano también dejó salir una risa por lo bajo. Me apunté un tanto después de evitar atragantarme.
—No sé cómo no se ha dado cuenta de que te he ayudado. Pero... no puedo volver a hacerlo. Si has venido para eso, lo siento.
Stefano parecía que esperaba que las collejas le cayeran del cielo directamente al cuello, porque volvió a ponerse tenso.
—¡La suerte de los D’Amico! —exclamé—. No te preocupes, tampoco quiero que te castiguen a ti. No aguantarías más de dos reglazos seguidos. —Si yo era delgaducho por esa época, imaginaos a Stefano. Un día de ventisca podría salir volando y nadie volvería a saber de él—. Déjame preguntarte una cosa, Stefano... ¿Por qué me has ayudado?
Stefano dejó el yogur y la cuchara sobre la bandeja. Le quedaban un par de cucharadas, pero me parece que se había quedado sin hambre de repente.
—No lo sé —contestó con la cabeza un poco agachada.
Ni él ni yo lo sabíamos aquel día, pero Stefano quería un amigo. Y daba la casualidad de que yo también. Coloqué mi mano sobre su espalda dándole una palmadita de colegas, cosa que le hizo toser y empezar a sudar otra vez.
—¡Epa! ¡Quita esa cara tan larga! ¿Dónde está tu habitación?
***
Resultó que éramos dos polos opuestos.
Stefano era callado y tímido, yo gritaba mucho y quería estar en medio de todo. Le gustaba estudiar, leer y en general aprender, yo prefería hacer el zángano y escaparme al pueblo por la ventana del baño de vez en cuando. No era demasiado creyente pero sí respetuoso, yo detestaba la religión. En general, Stefano encarnaba todo lo que se espera de un niño bueno a esa edad, y yo era lo contrario. Parecíamos algo así como las vivas imágenes de un angelito bueno y un demonio cabroncete.
Ese día yo había robado unos bollos en mi fugaz visita al pueblo y los llevaba escondidos debajo de la camiseta. Ya era primavera y muchos chicos se preocupaban por los exámenes de final de curso. Yo, como era de esperar, pasaba completamente. Stefano y su compañero de habitación estaban estudiando, cada uno sobre su cama. Entré sin llamar y les destrocé la sesión de estudio.
—Largo —le dije al otro chaval, que en seguida recogió sus libros y se marchó por la puerta. Entonces me quedé con su cama.
—Enzo, deberías estar estudiando... Dentro de poco son los exámenes finales y no voy a poder dejar que te copies nada. Habrá muchas profesoras.
—¡Tampoco es tanto! Lo leeré un par de veces y ya está.
—Con un par de veces no basta, tienes que memorizarlo o no te acordarás.
Hice una pedorreta con la boca y saqué los bollos. Le lancé el suyo, el cual cogió al vuelo.
—¡Enzo! ¡Esto está prohibido! —Stefano abrió mucho los ojos, muy sorprendido.
—Mejor, más divertido. —Le di un bocado generoso al mío. Sabía a gloria.
—¡No es divertido...! Vamos a tener que confesarnos este domingo.
—¿Qué más da? Tenías que confesar que me has vuelto a dejar copiar de todas formas. Calla y dale un bocado.
Stefano bajó la vista al bollo y poco tardó en hincarle el diente. No hizo falta preguntarle nada porque su rostro ya lo decía todo. La comida del orfanato no es que fuera una maravilla, al fin y al cabo.
—Grazie, Enzo.
—Non c’è di che.
***
Y entonces acabó pasando.
Ocurrió durante los últimos días de exámenes. Ya sabía que iba a tener que hacer recuperaciones porque, como bien había predicho Stefano, con dos leídas no había tenido suficiente. Me había pasado lo de siempre, aunque normalmente no me importaba. Sin embargo, ese año me interesaba aprobar porque así podría seguir yendo a la misma clase que Stefano. Supe que algo se me ocurriría para pasar de curso, entregué el examen con las dos frases que había escrito y salí de clase.
Todos estaban todavía en las aulas, por lo que me dediqué a vagabundear de un lado a otro del orfanato. No estaba de humor para escaparme al pueblo, así que no lo hice. De una forma u otra acabé en el pasillo de las profesoras y me llamó la atención que una de las puertas estaba entreabierta. Me acerqué de puntillas, sigiloso como un ratón deseoso de meter las narices donde no le llaman.
Dentro de la habitación se encontraban varias monjas. Sor Francesca estaba encargándose de que nadie copiara de forma envidiable, así que allí no estaba. Pude ver a... ¿cómo se llamaba? ¿Annetta? Llamémosla Annetta, sí. Esta se encontraba echada en la cama. Recuerdo que ya llevaba un par de semanas muy enferma. Estaba muy pálida, tanto que las paredes tendrían más color que ella. Un par de monjas lloraban pegadas a su cama y hacían mucho ruido cuando se sonaban la nariz.
Me imaginé lo que habría pasado. Iba a marcharme, pero entonces la vi.
Sor Annetta estaba allí.
No me refiero a la que estaba paliducha y huesuda sobre la cama, claro, sino a la que se hallaba en el rincón de la habitación, observando todo el panorama de allí dentro como si la cosa no fuera con ella. Me dije: «Enzo, ¿eres idiota? Mira bien». Y miré, miré muy bien. Y ella me miró a mí. Cazzo, la mujer giró el cuello en mi dirección de forma lenta y siniestra.
¿Que si me acojoné? Diavolo, eché a correr como si mi vida fuera en ello. Me tropecé y caí rodando los últimos escalones que llevaban al corredor de los alumnos. No me partí una pierna de milagro.
No le conté nada a nadie porque, siendo sinceros, ¿quién me iba a creer? Ni siquiera yo mismo me veía capaz de asumir lo que había visto. No era posible.
Pensé que me había vuelto loco.
***
Como era de esperar, mis notas fueron para echarse a llorar. A mí no me veríais derramar una sola lágrima, desde luego, pero a cualquier chico de mi edad le habrían asustado tantos ceros juntos.
El caso es que, si quería pasar de curso, me lo iba a tener que currar. Y eso hice. No había estudiado tanto en mi vida. Hasta Stefano me ayudó a memorizar. Pero no tengo un supercerebro y necesitaba aprobar al menos una asignatura más para pasar de curso. Esto me llevó a tener que hablar con el cabecilla del orfanato y hacerle todas las alabanzas necesarias hasta que me permitiera pasar de curso.
Nunca veréis a un tío más desagradable que el señor Demetrio. En serio, en toda mi vida no he visto a alguien tan detestable como él y pronto comprenderéis por qué. Pero antes que nada os contaré cómo era para poneros en situación.