Los chicos perdidos. Raquel Mocholi Roca
a ambos.
—Lo sé. Cazzo, es enorme. Más nos vale salir de aquí antes de que...
—¡No, colega! ¡No has entendido! —interrumpió Hans, con los ojos tan abiertos como los de Stefano. Alzó la mano, señalando detrás de mí—. ¡Hay un JODIDO lobo!
Al darme la vuelta pude ver aquella bestia a un par de metros de mí. La luz de la linterna hacía que brillaran sus ojos y destellaran sus dientes. Se desplazó hacia nosotros, dejando caer un animal muerto a mitad de camino. Los tres nos fuimos alejando de él, tropezando entre nosotros, pero sin atrevernos a darle la espalda. Al final, chocamos contra la pared de la cueva y fue imposible seguir retrocediendo.
Ni siquiera voy a preguntaros si creéis que me acojoné porque creo que queda bastante claro que, si no manché los pantalones, fue puro milagro. De hecho, los tres estábamos tan asustados que nos apretujamos entre nosotros y apartamos la mirada del lobo. Íbamos a morir y todos lo teníamos claro.
Noté el aliento del animal sobre mi pelo, rostro y cuello. Sentí cómo me olfateaba. Apreté los ojos, esperando un mordisco que no llegó. En lugar de aquello, el lobo me pasó su enorme lengua por la cara.
—¡Agh! —Me llevé las manos a la zona más afectada por las babas de lobo y me la limpié como pude. Los otros chicos abrieron los ojos y miraron preguntándose qué estaba pasando y por qué tardábamos tanto en morir.
La bestia se dio la vuelta, cogió con los dientes el animal que había dejado caer cuando nos había visto y se acercó a nosotros. Dejó la presa que acababa de cazar a nuestros pies. Lo alumbré con la linterna y los tres pudimos ver que se trataba de un pobre conejito que ya no volvería a dar saltos por el campo. Después, elevé despacio el haz de luz hacia el animal. Primero pasó por sus zarpas, después sus patas y acabé deteniendo el movimiento cuando alumbré algo. O más bien la ausencia de algo.
Me había equivocado. No se trataba de un lobo, sino de una loba.
IV
¿Quién teme al lobo feroz?
—Creo que ya lo entiendo —dijo Stefano al cabo de un tiempo en silencio—. Somos sus cachorros.
La enorme loba agachó el hocico y empujó el conejo muerto en nuestra dirección.
—¿Esto va en serio? —preguntó Hans estupefacto. Le estaba costando aceptar que los tres siguiéramos con vida—. Cuando dije que me encantaría tener un lobo me refería a como mascota, no como madre adoptiva.
—Agradece que es tu madre y no tu verdugo... —comentó Stefano—. ¿Qué vamos a hacer?
La loba seguía esperando y daba la sensación de que se iba a quedar en esa posición hasta que aceptáramos su presente. No había otra opción, así que me agaché para recoger el cadáver. Estaba tieso y frío, pero por suerte no me manché las manos de sangre o aquello habría sido mucho más desagradable.
—¡¿Qué haces, tío?! —susurró fuerte Hans, escandalizado de que me hubiera atrevido a tocar aquella cosa.
—Más nos vale no ofenderla, ¿no? —Examiné el conejo sujetándolo con la mano izquierda y alumbrándolo con la derecha. Su boca estaba abierta de par en par y parecía que los ojos se le iban a salir de las cuencas en cualquier momento. El estómago me dio un vuelco—. Después de todo no puede estar peor que la sopa del domingo.
—Enzo, ¡no seas tonto! ¡Si te comes eso, seguro que contraes alguna enfermedad! —intentó pararme Stefano esa vez.
Pero la decisión ya estaba tomada.
—Sin dolor no hay gloria —pronuncié como frase para la memoria antes de lanzarme al vacío y le hinqué el diente en el lomo al pobre animal.
—¡Uuuuuuahhh...! —escuché exclamar a mis amigos con asco.
Estiré hasta arrancar algo de carne del bicho, que no me supo a nada. Solo me centré en masticar lo suficiente como para contentar a nuestra nueva captora, y sobre todo en no vomitar cuando aquella cosa pasara por mi garganta. Tras un par de arcadas, tragué como pude y para dentro.
La loba pareció satisfecha con que sus nuevas crías hubieran comenzado a alimentarse, por lo que se apartó de nosotros y nos dio la espalda. No quise iluminar en su dirección, pero tuve bastante claro que estaría lamiendo alguno de sus viejos huesos como cena. Al menos había tenido la decencia de dejarnos la presa fresca a nosotros.
—Agh... Ahora vosotros —les ordené, estirando el conejo en dirección de Hans.
—¡Ni lo sueñes! ¡Aparta esa cosa de mí! —Lo rechazó dándome un manotazo—. Dáselo a Stefano, seguro que le encanta.
—Te-tengo un estómago demasiado sensible como para forzarlo a digerir eso... —pidió él, alejando su cuerpo de mí—. Enzo, tú lo sabes.
—Genial, chicos. Grazie mille por el inmenso apoyo —contesté yo algo molesto. Pero teníamos cosas más importantes de las que preocuparnos—. ¿Cómo se supone que vamos a salir ahora?
—Podríamos esperar a que se durmiera —sugirió el nervioso moreno.
—Pues yo digo que corramos directamente hacia la salida. Está distraída, es nuestro momento —le contradijo el osado alemán.
—Eso es una locura. —Stefano negó con la cabeza—. Podría ofenderse y venir tras nosotros. ¿Has visto sus patas? Seguro que corre muy rápido.
—¿Y tú has visto sus dientes? —Hans señaló a la loba con un énfasis que hizo que sus cabellos rubios bailaran de un lado a otro—. ¿Qué pasará cuando se canse de jugar a papás y a mamás y decida que quiere una segunda cena?
—Calmaos, cazzo —interrumpí su discusión tratando de poner algo de orden—. De nada sirve que os pongáis a pelear. Estoy seguro de que tarde o temprano se presentará la oportunidad adecuada. A lo mejor decide que quiere volver a cazar, o dar un paseo, o...
Pero mi reflexión se vio interrumpida por un distante aullido que atravesó la cueva.
Todos nos quedamos en silencio. La loba alzó el cuello y las orejas con atención. Sus ojos se clavaron en la salida del escondrijo.
—¿Hay más lobos por aquí? —preguntó Stefano.
—¡Shhh! —exigió Hans, colocándose un dedo sobre los labios y guiando la otra mano en dirección a Stefano para pedirle que callara. Un segundo aullido se escuchó, y esta vez los tres pudimos distinguir claro como el agua el timbre infantil que arrastraba—. ¡Es Elena! —Hans guardó unos segundos de rigor antes de comprender que su hermanita pequeña estaba fingiendo ser un lobo para conseguirles algo de tiempo—. ¿Has traído aquí a mi hermana? Figlio di putanna! ¡YO TE MATO! —exclamó agarrándome del uniforme.
—¡Ha querido venir ella solita, lo juro por Santa Teresa! —me excusé rápido alzando mis manos en señal de rendición. Lo cierto era que a veces Hans tenía unos arrebatos y unas expresiones que recordaban bastante a los del Coronel. Y acojonaba.
—¡Mirad! —Stefano llamó nuestra atención e hizo que dejáramos la discusión para más tarde. Los tres pudimos ver que la loba se había puesto de nuevo a cuatro patas.
Cuando llegó el tercer aullido, nuestra captora corrió al exterior de la cueva. Una vez fuera, aulló con todas sus fuerzas y pudimos escuchar sus fuertes pisadas alejarse.
—Parece que este va a ser el momento del que hablabas —comentó Stefano.
Y lo era.
Hans me soltó y automáticamente echó a correr fuera de la cueva gritando el nombre de su hermana. No es que fuera una gran idea que se pusiera a berrear por ahí, pero he de confesar que en ese momento yo también me asusté. Imaginaos a una niña de apenas doce años, sola en el bosque, sin nada que le alumbre y con una bestia el triple de grande que ella corriendo a toda