Los chicos perdidos. Raquel Mocholi Roca

Los chicos perdidos - Raquel Mocholi Roca


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a correr hacia la puerta de la biblioteca.

      Kat y Stefano me siguieron, dejando los libros abandonados detrás. También gritaban.

      Antes de atravesar la puerta, me giré un momento a mirar la mesa en la que apenas hacía cinco segundos habíamos estado sentados. De entre sus patas asomaban unas enormes alas de murciélago que pertenecerían a aquella bestia sin ojos.

      Una vez llegamos a un lugar bien iluminado y seguro, decidí no contarles lo que acababa de ver.

      Ellos, por su parte, decidieron no preguntar.

      V

      Después de la tormenta siempre sale el sol

      Pasamos mucho tiempo sin volver a pisar la biblioteca.

      No sé cuántos días transcurrieron, pero cuando por fin nos decidimos a volver aquel ser ya se había marchado. Busqué por debajo de la mesa, entre las estanterías y detrás de los libros, pero no había ni rastro de la criatura de ojos vacíos y alas negras. También busqué el libro que nos había leído Stefano en voz alta; recordaba que se trataba de una especie de cuaderno de cuero, de aspecto muy antiguo y escrito a mano. Sin embargo, por mucho que me recorrí la biblioteca y pregunté por él a las sores, fue imposible encontrarlo.

      Nunca más volví a saber de él.

      A pesar de ello, hubo algo que había cambiado: empezaba a sentirme observado. No preguntéis cómo lo sabía, porque no sabría explicarlo. Lo único que puedo decir es que cada vez que alguno de esos seres andaba cerca de mí, yo me sentía capaz de notar su presencia. Como si se hubiera despertado dentro de mí un radar de monstruos del averno. Además, era una sensación bastante continuada. Como mínimo, me pasaba una vez por semana. Incluso tratándose de un pueblecito tan pequeño. De manera habitual me daba la sensación de que se trataba de fantasmas como Paolo, pero a veces el sentimiento era el propio de seres muy distintos a los que no sabía identificar. Ojalá pudiera deciros qué clase de bichos se escondían en las sombras, pero fueron lo suficientemente huidizos como para no llegar a cruzármelos nunca. Y yo, por supuesto, no me dediqué a buscarlos.

      Hasta que, un día, pude volver a verlos.

      Era de noche. Volvía del baño cuando, a mitad del pasillo, escuché unas voces. Me refugié detrás de una cortina pensando que se trataba de alguna sor que estaba de guardia. Escuché cómo se aproximaba el paso apresurado de dos personas, hasta que se detuvieron a unos tres metros de mi escondrijo.

      —¿Qué haces aquí? —susurró una.

      La otra rio con fuerza.

      —¡Niños! ¡NIÑOS!

      —¡Shhh! —ordenó la primera voz. Era un timbre dulce, al contrario de la voz rasposa del otro. Y no sonaba ni lo más mínimamente parecido a la voz de alguna de las sores. No hubiera podido decir solo de oído si era de hombre o de mujer—. Deja de armar escándalo, vas a despertar a alguien. Te tengo dicho que no vengas a tocar las narices. Todavía no es el momento.

      La voz rasposa emitió un sonido lastimero.

      —Ponte como quieras —le espetó la voz afable—. El chico aún es demasiado joven como para saber nada. Esperaremos unos años más. Andando.

      Y al mismo tiempo que comenzaron a moverse, decidí que tenía que husmear un poco.

      Me asomé por detrás de la cortina y vi cómo se alejaban dos criaturas. Una era el ser de ojos vacíos, que caminaba encorvado. La otra tenía el pelo blanco como la nieve y de su espalda brotaban unas hermosas alas de plumas blancas.

      No conté nada de lo que vi aquella noche porque, en parte, pensé que lo había soñado. Sin embargo, recuerdo que desde entonces pude notar cómo cada noche, durante ese momento en el que cierras los ojos y sabes que sigues despierto pero tu mente piensa que ya te has dormido, aquellos dos seres me rondaban sin que nadie más pudiera verlos.

      Velaban por mí hasta que caía rendido.

      ***

      Los siguientes días, semanas y meses están borrosos.

      Recuerdo que la sensación de tener a alguien detrás de mí constantemente se hizo más intensa. Me imaginé que se trataba sobre todo de aquellos dos seres, pero preferí ignorarlo por mi bienestar. Así que me limité a dejar que el tiempo pasara y a seguir con mis tareas de chico de orfanato. Al fin y al cabo, estas cosas no deberían pasarles a los niños, ¿no?

      Ni siquiera recuerdo qué es lo que ocurrió en mi catorceavo cumpleaños. Sé que continuamos haciendo travesuras de todo tipo, pero solo puedo hablaros de las que recuerdo con más viveza.

      Pedí al resto de la pandilla cambiar nuestro lugar de reunión. No me gustaba demasiado la idea de subir al campanario y encontrarnos allí a Paolo.

      El garaje de Kat se convirtió en nuestro nuevo cuartel general. Allí era donde su padre hacía reparaciones de trastos de todo tipo. Nos dejó quedarnos a condición de que no tocáramos nada. Alguna vez podíamos incluso encontrar a padre e hija compartiendo tareas de mecánica en ese mismo garaje y poníamos la oreja para intentar comprender algo de lo que decían. La media estaba en entender tres de cada siete palabras.

      Empecé a notar verdaderos progresos con la guitarra. Por mucho que pese a veces, las cosas no surgen de la noche a la mañana. Hace falta practicar, ¿verdad? Puse todo mi empeño en perfeccionar mi técnica. Quería llegar a ser tan bueno como lo había sido mi madre, aunque siempre supe que nunca le llegaría a la suela de los zapatos. Ella no tocaba las cuerdas; las hacía cantar. No escribía canciones; componía poesía para el oído.

      Aunque, claro, también le encontré un segundo uso: estudiar.

      Oh, sí, habéis entendido bien. Enzo D’Amico empezó a estudiar, aunque a su manera.

      La técnica consistía en componer canciones con el temario de los exámenes. Fácil y simple. Incluso divertido. Pero no lo era tanto cuando sor Francesca me pedía que les enseñara a mis compañeros las instructivas canciones que había estado escribiendo para estudiar y yo le contestaba que no podía ser porque contenían palabras que ofenderían a toda su colección de crucifijos. Cinco reglazos en el trasero y una semana de castigos.

      Como era de esperar entre chicos de nuestra edad, comenzaron a despertar las hormonas. Apenas con quince años fue cuando di mi primer beso, aunque he de decir que no me pareció nada del otro mundo. Incluso llegué a sentir cierta incomodidad.

      La situación era la siguiente: Hans había conseguido ligar con varias chicas de su edad. No sé exactamente la historia, ya que cada vez que la contaba había pasado de una forma distinta. Unas veces eran ellas quienes se acercaban a charlar con él, otras era su gran carisma lo que había llamado la atención de las féminas. La cuestión es que esas chicas, como eran tres, le pidieron que llevara un par de amigos.

      ¿Y a quiénes creéis que llamó?

      Stefano temblaba como un flan.

      —¿Chicas? ¿Pe-pero de qué vamos a hablar con ellas?

      —No tienes que hablar de nada en concreto, solo has de hacerte el interesante —dijo Hans, por lo visto ya convertido en truhan experto en estos temas—. Te acercas a la que más te guste y le dices: «Oye, muñeca, ¿te has caído del Cielo? Porque pareces un ángel». ¡Y ya la tienes en el bote!

      Hice una pedorreta.

      —No se te podría haber ocurrido nada peor...

      —Oh, perdone usted, Don Sabelotodo. ¿Qué aconsejas entonces? ¿Hablarle de hombres lobos mutantes y de fantasmas cabrones?

      —Pe-pensaba que a las chicas había que conquistarlas con el intelecto. Ya sabéis, conocimientos, ciencia, saberes... —confesó Stefano, cabizbajo—. No se me da bien ser atrevido. Eso es más cosa vuestra, chicos.

      —Vale, en primer lugar, era una mujer lobo corriente y moliente —interrumpí yo, un tanto molesto con las


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