Los chicos perdidos. Raquel Mocholi Roca

Los chicos perdidos - Raquel Mocholi Roca


Скачать книгу

      —Si haces eso, no llegarás a los cuarenta... ¡Antes te morirás de hambre! —rio Alessa.

      —¡Ni de broma! Me las apañaré, tengo el ingenio a mi favor. Y cuando sea viejo, me compraré un bote y me dedicaré a pescar. Me alimentaré del mar y veré puestas de sol hasta el fin de mis días.

      —Sueñas despierto, Enzo —comentó Kat negando con la cabeza.

      —Sí, colega. Hasta mi idea de ser millonario tiene más sentido que tu método de vida... —añadió Hans.

      —Bueno, si lo examinas de cerca, es evidente que las probabilidades... —empezó Stefano, pero no pudo continuar debido a que Hans le cortó a mitad de la frase.

      —¡Era una forma de hablar! ¡¿Y tú quieres ser filólogo?!

      Todos reímos, hasta el propio Stefano. Daba la sensación de que soñábamos como críos, con cosas imposibles que al final no se cumplirían, o por lo menos no como esperábamos.

      Pero eso no iba a ocurrirme a mí.

      ***

      Durante aquella época fue cuando aprendí a conducir.

      No es que fuera exactamente legal ya que aún no había llegado a la mayoría de edad, pero tampoco suponía un problema. No me entusiasmaba demasiado dada la forma en la que había perdido a mis padres, pero uno debe enfrentarse a sus miedos para superarlos. O al menos eso es lo que dicen.

      Mi profesora fue nada más y nada menos que Kat. Solía pillarle prestada la moto a su padre de vez en cuando y podría decirse que acabé aprendiéndome sus horarios. Una moto no era algo que fuera a llevarme hasta el fin del mundo y más allá, pero por lo menos supondría unas agradables y temerarias dosis de adrenalina que mi joven cuerpo apreciaría con mucha gratitud.

      Solía encontrarme a Kat cuando abandonaba el garaje montada sobre el vehículo, lo que la obligaba a frenar bruscamente para no chafarme los pies. Y ese era el momento en el que intercambiábamos miradas de una forma directa y silenciosa. Kat tenía una curiosa facilidad para entender a la gente y hacerse entender sin palabras de por medio. Solo teníamos que mirarnos a los ojos para que comenzara nuestra fría y extraña conversación.

      —¿Qué quieres? —preguntaba ella, alzando la barbilla sin mover más músculos de la cuenta.

      —Sabes lo que quiero —contestaba yo de la misma manera, cruzándome de brazos.

      —No puedes subir, Enzo. El otro día casi nos tiras al suelo moviéndote como una anguila y me hiciste llevarte por un sitio lleno de fango. Tuve que limpiar toda la jodida moto —respondía, endureciendo su mirada.

      —Pero esta vez me portaré bien, Kat. ¡Lo haré! —insistía dando un pequeño paso en su dirección y observándole con mirada de cachorro abandonado.

      —Eso es mentira. ¿Crees que no te conozco? —Entonces ella hacía girar el manillar de la moto para que el motor rugiera avisando de que apenas me quedaban unos segundos para convencerla antes de que se largara.

      —¡Vamos...! ¡Robaré varias de esas empanadas que tanto te gustan, todas para ti! —intentaba yo a la desesperada.

      Entonces se producía un turbio silencio dentro de aquella comunicación ya de por sí insonora, y acababa haciéndome un gesto con su cabeza que señalaba que me acercara.

      —Media hora. Y te largas por tu cuenta.

      Claro que eso solo fue así al principio. Kat era muy testaruda. Me costó mucho tiempo que no me dedicara esa mirada de odio cada vez que la abordaba en el garaje. Pero una vez que lo conseguí, me permitió permanecer durante más tiempo. Después, ella misma venía a buscarme y me esperaba junto al camino del orfanato. Con el tiempo me dejó llevarla a mí, aunque al mínimo error me castigaba sin tocar su moto durante varios días. Podría decirse que aprendí rápido y a la fuerza.

      Más tarde pude conducir también el coche del padre de Kat, aunque las restricciones eran incluso más fuertes. Solíamos dar un par de vueltas por carreteras cercanas al pueblo y, eso sí, siempre con mucha luz y durante horas en las que no hubiera otros vehículos circulando. Kat quería que las probabilidades de accidente se redujeran al mínimo y yo, por la cuenta que me traía, pretendía lo mismo.

      ***

      Os he hablado de mis padres, pero no sobre los del resto. La conversación surgió un verano mientras jugábamos a las cartas en el garaje de Kat.

      —¡Ah, venga ya! ¡Cómo es posible! —exclamé yo, harto de que Hans hubiera vuelto a vencerme.

      —La práctica hace al maestro, joven aprendiz —contestó él, volviendo a barajar.

      —Sí, claro. Tendrás todo el dominio que quieras en el póquer y el blackjack, pero nunca podrás superarme en el mentiroso —me defendí yo con orgullo.

      —Ahí no puede ganarte nadie, Enzo —intervino Kat—. Eres uno mentiroso profesional.

      —Un mentiroso profesional —la corrigió Stefano, ganándose una mirada de odio de la joven rusa.

      —¡Eh, tampoco digo tantas mentiras! Prácticamente todo lo que digo es cierto. —Me llevé la mano al pecho, fingiendo sentirme muy ofendido de que dudasen de mí.

      —Ya lo estás haciendo otra vez —saltó Elena, riendo y echando la cabeza hacia atrás.

      —Bueno, puede que mienta un poco. Lo admito. Pero no sería capaz de mentiros a vosotros, mis amigos —contesté poniendo morros.

      —Mentiroso o teatrero, lo mismo es —se unió Alessa a la conversación mientras Hans volvía a repartirnos las cartas—. Di una sola vez en la que nos hayas contado algo que sea verdad. No una verdad a medias, sino una verdad al cien por cien.

      Me cerró la boca.

      Era muy difícil recordar un momento en el que no hubiera dicho una mentira, por pequeña que fuera, o en el que hubiera contado toda la verdad. Sabían cómo era. Les había contado que podía ver seres, cosa que había provocado reacciones de todo tipo: ojos en blanco, muchas preguntas y pedorretas risueñas más concretamente. No había tenido más remedio ya que más de una vez me habían escuchado gritar horrorizado al habernos cruzado con una persona de apariencia normal, pero que a mis ojos era un ser de otro mundo. Vampiros, brujas, monstruosidades con escamas... ninguno se resistía a mi tercer ojo. Pero no les había contado todavía lo que pasó con Paolo. Tampoco muchas otras cosas al respecto, como las pesadillas que tenía con estos seres que veía o la continua sensación de inseguridad. Por no hablar de aquellas dos presencias que no dejaba de notar allá a donde iba. Cabría pensar que pudiendo ver cómo son las personas en realidad uno se sentiría más seguro, ¿verdad? En mi caso no fue así, aunque poco se le podía pedir a un chico de diecisiete años.

      —Lo que os dije sobre mis padres era cierto —añadí tras meditar durante un tiempo la cuestión, logrando borrar las sonrisas de las caras de mis amigos—. Ambos murieron en un accidente de tráfico cuando tenía doce años y no hay un solo día que no los eche de menos.

      Se hizo el silencio. Todos bajamos la mirada y a nadie se le ocurrió levantar sus cartas.

      —Te envidio —intervino Hans, rompiendo el silencio—. No por tu situación, sino porque ojalá nuestro padre desapareciera de nuestras vidas.

      Elena no dijo nada. Solo agachó la cabeza.

      —No puedes desear que tu padre desaparezca... —le replicó Alessa—. Eso es demasiado fuerte, Hans.

      —No, claro que no. No tienes ni idea. —El joven levantó la vista hacia la italiana, clavándole una mirada llena de furia—. Ese hombre es lo peor que ha existido jamás. La forma en la que nos trata no se la deseo a nadie. Pero, claro, tú, que tienes una vida perfecta, no puedes imaginarlo. ¡Tú no tienes que soportar ver cómo tu padre maltrata a tu madre! ¡A tu hermana! ¡Y cómo te zurra a ti! ¡Sin remordimientos, ni siquiera


Скачать книгу