Los chicos perdidos. Raquel Mocholi Roca
y clavó la mirada en el exterior. Elena se llevó las manos al rostro, ocultándolo. Quizá sollozara, no lo sé. Me imaginé que estaba acostumbrada a llorar en silencio.
Nosotros hicimos una larga pausa. Empecé a sentirme culpable por haber sacado el tema, pero en cierto modo estaba aliviado de que mi amigo pudiera compartir algo de lo que le dolía.
Para mi sorpresa, Stefano fue quien continuó. Nunca le había preguntado sobre sus padres y él no me había contado nada por voluntad propia, por lo que su historia me impresionó tanto como a los demás por la cantidad de aspectos de su vida que explicaba.
—Mi padre era alcohólico. No sé cuándo empezó a beber porque en todos los recuerdos que tengo de él siempre tiene una botella en la mano, pero imagino que empeoró cuando a mi madre le diagnosticaron cáncer. —Hizo una leve pausa, acompañada de un suspiro—. Ella murió poco después de mi séptimo cumpleaños. Pensé que mi padre cuidaría de mí, pero no. Se limitó a llamarme mocoso inútil durante años. Dijo que nunca iba a llegar a nada en la vida y que el cáncer que se había llevado a mi madre era culpa mía. Sé que no es así y que solo eran las palabras de un viejo borracho, pero cuesta olvidarlas. —Se encogió de hombros—. Una noche, bebió tanto que volviendo a casa no miró al cruzar un paso de cebra con poca visibilidad. Le atropelló un camión. No me considero una mala persona, pero creo... creo que sentí alivio. —Alzó la mirada para pasarla sobre los dos mestizos—. Entiendo cómo os sentís.
Un nuevo silencio inundó el garaje, hasta que la propia Alessa tomó la palabra.
—No, sin duda no lo tengo tan crudo como vosotros —empezó—. Pero mi familia tampoco es perfecta. Soy hija única. Y adoptada. Mis padres tienen todas sus expectativas puestas en mí. Quieren que tenga un éxito enorme, así que me empujan siempre a conseguir lo mejor. Siempre tengo que sacar dieces, que ser la más educada, la más correcta y la más simpática. Siempre tengo que ser la mejor en todo. Y cuando no lo soy, discuten echándose las culpas. Y cuando discuten, hablan de divorcio. Y para que eso se les olvide, tengo que volver a ser la niña perfecta de siempre.
Kat fue la siguiente. Suspiró largo y tendido antes de comenzar.
—Mi madre murió cuando me trajo al mundo, así que no la conocí. Pero la situación en mi pueblo no era la mejor. Siempre ocurren cosas en Rusia. Mi padre y yo nos marchamos cuando una bomba cayó en nuestro barrio. Mató a amigos míos. Mi abuela no quiso venir. No quería dejar su casa —explicó despacio, procurando no cometer fallos con el idioma. Pero de haberlos cometido, estoy seguro de que Stefano no se los habría corregido—. No sabemos nada de ella desde hace meses.
Hans ya no estaba tan tenso y Elena había apartado las manos de su rostro. Meditábamos sobre nuestras historias. Éramos niños maltratados, niños forzados a vivir las expectativas de nuestros padres, niños abandonados y niños empujados a la inseguridad a base de insultos. Pero nadie parecía haberse parado a pensar que, ante todo, solo éramos niños.
—Menuda mierda —soltó Elena, cortando de nuevo el silencio.
Todos asentimos a nuestra manera. El ambiente se había tornado demasiado lúgubre, cosa que me negué a permitir. Sonreí, palmeándole la espalda a Kat, sentada a mi derecha y a Stefano, a mi izquierda.
—Dai, vamos. ¡Quitad esas caras tan largas! Ninguno tiene la familia que querría, pero ¿qué importa? ¡Nos tenemos los unos a los otros! ¡Y nadie va a quitarnos eso! ¡Ni el jodido Coronel, ni la distancia, ni el alcohol, ni nuestro futuro! ¿Quién está conmigo?
Conseguí que sonrieran, aunque fuera solo por mi estupidez. Si haciendo tonterías podía hacer felices a mis amigos, yo era aún más feliz.
Lo que todavía no sabía era lo equivocado que estaba.
VI
¿Qué fue de los chicos perdidos?
Era la primavera de mi dieciocho cumpleaños cuando comenzó el principio de nuestro fin.
La gente crece. O eso dicen. Las obligaciones aparecen. Y con el paso de los años hay que decir adiós a ciertas cosas y personas que pasan a convertirse en recuerdos.
Sor Francesca había sido como una segunda madre para todos nosotros. Todos lo sabíamos, era una de esas verdades no habladas que compartíamos. Se ocupó de nuestra educación y de que creciéramos como tocaba. A los que no vivían en el orfanato los dejaba venir a visitarnos, y con la mayoría de edad los huérfanos teníamos permitido salir bastante a menudo.
Cuesta creer que una mujer tan dura terminase siendo un pedazo de pan, ¿eh? Los años le habían ablandado el carácter, desde luego, pero la principal razón de su cambio fueron los niños de los que se ocupaba. Solía ser seria y estricta y daba la sensación de ser dura como una roca, pero la realidad era distinta y la pudimos ver conforme pasaba el tiempo.
Solía llamar «sus niños» a todos los críos del orfanato. En cierto modo, para ella éramos como los hijos que nunca tuvo. Con la marcha de don Demetrio, comenzó a dejar de fruncir tanto el ceño. Hizo buen uso de los recursos del orfanato y tuvimos buena comida, muchos libros y suficiente ropa de abrigo. Era una directora, pero también buena consejera y profesora. Seguía siendo estricta, por supuesto, pero no era como lo había sido antes.
Por ello fue motivo de duelo general el día de su muerte.
Ocurrió esa misma primavera. La edad pasa factura a todos y sor Francesca había desmejorado mucho en pocos años. El día que ya no pudo levantarse de la cama se formó una cola de huérfanos y gente del pueblo que quería despedirla.
Nuestros amigos vinieron. Cuando pudimos entrar en la habitación notamos cómo nuestras respiraciones se detenían. Aquella mujer, que había dado guerra durante incontables años, estaba tumbada en la cama con los ojos ya cerrados. Le costaba respirar y el médico que había venido del pueblo nos pidió que no levantáramos la voz demasiado para no molestarla.
—¿Quiénes sois? —preguntó con una voz débil por el cansancio y las medicinas.
Nos quedamos petrificados, como si hubiéramos perdido la capacidad de habla.
—No voy a daros ningún reglazo por hablar... decidme —pidió de nuevo, comenzando a abrir los ojos para vernos ella misma.
—Ciao, sor Francesca... —pude decir yo—. Están aquí Elena, Hans y Alessa, chicos del pueblo que han venido de visita varias veces. También están Kat y Stefano, alumnos suyos, y yo soy...
—¡Ya sé quién eres, Enzo D’Amico! —me cortó ella, riendo como sus viejos pulmones le permitieron—. No me digas que te has vuelto un bonachón con los años, picaruelo. ¿O es que ya no te gusta sacarme de quicio?
Sentí un fuerte nudo en la garganta. Observé a mis amigos y vi que todos tenían los ojos llorosos.
—Acercaos, muchachos, no muerdo. Dejadme que os vea —pidió alzando levemente una mano—. Tengo unos ojos muy ancianos y ya no veo tres en un burro.
Nos arrancó una sonrisa y consiguió que nos moviéramos, colocándonos lo más cerca posible.
—Ah, esto ya es otra cosa. —Sor Francesca nos observó uno a uno, recuperando durante unos instantes la viveza en los ojos que siempre la había caracterizado—. Señor, cuánto habéis crecido en tan poco tiempo. Sois ya unos adultos.
Llegados a este punto, Stefano y Elena estaban soltando algunas lágrimas. El resto creo que no podíamos creernos que aquello fuera una despedida para siempre.
—Me duele no poder veros seguir creciendo, hijos míos —prosiguió, y notamos que ella también tenía un nudo en su garganta—. Siempre habéis sido unos chicos perdidos, pero estoy segura de que con el tiempo encontraréis vuestro lugar en el mundo.
—Vamos a echarla mucho de menos —dijo Kat. Todos asentimos con nuestras cabezas.
—Oh, no lo hagáis —contestó sor Francesca con jovialidad en su voz—.