Los chicos perdidos. Raquel Mocholi Roca
pueblucho para siempre, pero yo también tenía mis propias aspiraciones. Quería conocer mundo. Quería saber por qué mi vida era así y por qué podía ver lo que veía. Sin amigos y sin nadie que pudiera detenerme, me marché.
***
Cambiar de aires me sentó bien, aunque solo fuera al principio.
Volví a mi tierra natal, Venecia.
Por si no lo sabéis, esta es un pedazo de tierra medio inundado donde no hay ni coches, ni trenes, ni bicicletas. Si quieres ir a algún lugar, lo haces en vaporetto o a pie. Está lleno de turistas, sobre todo en vacaciones, pero eso no le quita encanto. También está poblada por monstruos de cuentos de terror que fingen ser personas normales y corrientes, lo que me hizo darme cuenta de que seguro que todo el maldito mundo lo estuviera.
Mi casa estaba cerca del puerto. Cuando regresé a mis dieciocho años, se notaba que le hacía falta una capa de pintura y todos los geranios que antes habían rebosado de vida estaban secos y habían estirado la pata. Nadie había ocupado esa casa desde que me marché. Los rumores locales decían que los espíritus de una joven pareja la habían encantado y que por las noches se les oía susurrar el nombre de su hijo huérfano. Desde luego que aquello no me espantó en absoluto; si había una posibilidad de que fuera cierto y pudiera ver a papá y a mamá otra vez, estaría encantado.
No ocurrió nada de eso, sin embargo. La casa seguía tal y como la recordaba, solo que mucho más oscura y llena de polvo. Decidí limpiarla para que fuera habitable. Quité toda la suciedad, arreglé un par de muebles rotos y volví a pintar la fachada de rojo. Eso sí, no toqué nada de nada. En especial el cuarto de mis padres: lo dejé tal y como lo encontré. Lo único de lo que sí tomé posesión fue del walkman de mi padre y de la vieja guitarra de mi madre. Tras quitarle las telarañas y el polvo, esta parecía recién salida de fábrica.
Empecé a trabajar de pescador en un barco bastante viejo. El capitán se acordaba de mí y de mi padre, así que no dudó ni dos minutos en ofrecerme el puesto. Salir a la mar me traía muchísimos recuerdos y por un tiempo fue un buen analgésico para olvidarme de mis amigos y mis padres.
Así fue también cómo conocí a Caterina. Era la hija de mi capitán, así que tarde o temprano tendríamos que acabar coincidiendo. Cada dos semanas pasaba un día en el barco junto a su padre. No pescaba, pero solía pasear por cubierta. Una vez me encontró sentado sobre la borda, con los pies colgando sobre el agua. Estaba en mi descanso y me calentaba al sol de primavera cuando escuché su voz a mi lado.
—¿Hay algo que pueda decirte para que no saltes? —preguntó con una sonrisa simpática.
Abrí mis ojos y parpadeé con confusión por el exceso de luz hasta dar con ella.
—Oh, no. La decisión está tomada... —dije yo con un tono lúgubre—. Voy a darme el chapuzón más refrescante que hayas visto jamás.
Conseguí hacerla reír de una forma que parecía incluso ronronear.
—Entonces no me interpondré en tu camino. —Apoyó un brazo sobre la borda, dejando que su largo pelo cayera de lado—. Tu nombre es Enzo, ¿verdad?
—Así es —contesté asintiendo con la cabeza—. Enzo D’Amico, a su servicio. —Muy teatrero, me quité la gorra y agaché la cabeza como si hiciera una reverencia ante ella, lo que la hizo reír—. Y un pajarito me ha dicho que tu nombre es Calvina...
—¡Caterina! —me corrigió ella dándome un toquecito en el brazo, volviendo a reír. Sé que suena a cliché, pero sus dientes eran blancos como las perlas.
—Ah, scusa. ¡Soy terrible con los nombres! —contesté tratando de resultarle simpático.
—Y también para pedir citas. ¿Cuándo pretendes hacerlo? —preguntó, dejándome atónito. Aquel era un buen momento para saltar dentro del mar y nadar hasta que dejara de ver tierra, pero no lo hice. Me quedé en silencio y pensé que, al fin y al cabo, si quería dejar de pensar y mantenerme ocupado, una cita no era tan mala idea.
¿Qué podía salir mal?
Carraspeé, buscando no haber perdido la voz.
—Ahora mismo, por ejemplo. ¿Esta noche?
—Esta noche —contestó ella. Iba a abrir la boca para decirle la hora, pero ella se me adelantó—. A las ocho. Pasaré a recogerte. —Se despidió con un saludo de mano y se marchó tal cual.
***
Resultó que era una chica estupenda y la noche no fue nada mal. Después de esa cita vinieron muchas más y con el tiempo terminamos emparejándonos. Ella se enamoró de mi tonto sentido del humor, mi espíritu aventurero y mi tristeza; yo, de su positividad, su bondad y su sonrisa. Caterina hizo que por un tiempo comenzara a sentirme mejor, pero, como en muchas otras relaciones adolescentes, la felicidad no podía durar demasiado.
Fue en esa época cuando, por fin, conocí a las dos presencias que me seguían a todas partes: un ángel y un demonio.
Me encontraba caminando por el mercado del pueblo y poniéndole muy buenos ojos a un cesto de manzanas cuando el primero apareció a mi derecha.
—Hola, Enzo —me saludó.
Salté del susto y le clavé mi mirada atemorizada. Llevaba un abrigo largo y su piel era del mismo color que su pelo: blanquecino hasta decir basta.
—¿Sorprendido? —preguntó con una sonrisa poco angelical.
Yo no sabía qué decir. Comencé a balbucear como un tonto y a mirar a mi alrededor, preguntándome con temor lo que pensarían las demás personas del mercado de ver a un tío con alas que acababa de aparecer en medio de la calle.
—Oh, no te preocupes por ellos —añadió la criatura—. Solo tú puedes verme y oírme.
—¿Entonces voy a parecer uno de esos locos que hablan solos? —bromeé yo, intentando quitarle hierro al asunto, aunque estaba tan asustado que por poco no me había orinado encima.
El ángel sonrió.
—Mi trabajo contigo —prosiguió— es decirte cuándo estás a punto de cometer una estupidez para convencerte de que te lo pienses dos veces. Así que aquí estoy.
En ese momento, además de asustado estaba ofendido.
—¡No voy a hacer ninguna estupidez! —exclamé—. No puedes saber lo que estoy pensando. —Hice un breve silencio—. ¿O sí?
—No, pero puedo hacer una estimación bastante exacta según tus anteriores patrones conductuales —contestó con suficiencia, y luego añadió en un tono parecido al que utilizaría para dirigirse a un niño—: Para que lo entiendas, te conozco lo suficiente como para saber lo que vas a hacer. Y déjame que te diga que no es buena idea.
—Hacer... ¡HACER! —Un grito gangoso llegó a mi oreja izquierda y me hizo dar otro salto. Al girarme pude ver al demonio de rostro cadavérico y alas de murciélago. Me sonreía con la mirada propia de un demente—. ¡HACER!
Estaba seguro de que ya me había meado en los pantalones.
—Pues a él sí que parece gustarle la idea —le comenté al ángel mientras señalaba al demonio.
—¿Y vas a robar porque él te aplauda? —El ángel soltó un suave resoplido y pasó a contestarse a sí mismo—. Pues claro. Eres así de inconsciente. Siempre eligiendo el camino difícil. ¿Qué te cuesta simplemente marcharte y dejarlo estar?
Acto seguido llegó Caterina cargando con bolsas de la compra.
—¿Qué haces hablando solo, tontito? —me preguntó sonriente y me besó en los labios.
Pero ninguno de sus besos volvió a saber igual desde entonces.
Cuando me di la vuelta, ya no estaban ni el ángel ni el demonio.
Recuerdo que durante los días siguientes no me atreví a salir de casa. Miraba constantemente