Los chicos perdidos. Raquel Mocholi Roca
en las circunstancias en las que había ocurrido el encuentro y se me ocurrió algo: debía volver al mercado.
Regresé a la mañana siguiente, paseé por las calles y me fijé en el puesto de pescado. Lo cierto era que me apetecían unas sardinas y había salido de casa sin dinero.
—¿Otra vez, Enzo? —preguntó el ángel de brazos cruzados cuando apareció junto a mí—. No sé si alguna vez lo has escuchado, pero robar está mal.
Poco después, le siguió el demonio.
Me di cuenta de que solo se mostraban ante mí cuando iba a hacer alguna de mis trastadas. Y que, además, siempre aparecían de la misma forma: primero el ángel, después el demonio. La vez en la que me armé de valor y le pregunté al ángel, que parecía razonar mejor, por qué eso era siempre así, se había reído con pocas ganas y había respondido: «Eso es porque mis alas vuelan más rápido». No supe discernir si se trataba de uno de sus sarcasmos o si era una realidad que las alas de plumas eran más rápidas que las de murciélago. Lo que había que reconocer, como mínimo, era que las del ser infernal estaban hechas un colador.
Me acostumbré a su presencia. Con el paso de los días, sus apariciones fueron más frecuentes y a mí dejaron de darme tantos problemas. Llegaron incluso a caerme bien, aunque abrieron una veta que comenzó a quitarme el sueño.
¿Por qué era yo el único que podía verlos?
Aunque por un tiempo estuve bien con mi nueva vida, poco a poco fui empeorando. Había intentado encajar como uno más sin éxito. No podía llevar una vida común encontrándome un engendro en cada esquina. No podía olvidar a mis padres ni a mis amigos y no podía evitar preguntarme a qué se refería sor Francesca con aquellas palabras que me dijo antes de morir y si tendrían algo que ver con mi demonio y mi ángel de la guarda.
Dejé de ser feliz. Cada vez me sentía más aprisionado y tenía más ganas de cambiar las cosas. Caterina lo notó, y eso poco a poco comenzó a deteriorar su propia felicidad. Yo cada vez estaba peor y la estaba arrastrando conmigo. Ella me quería demasiado como para dejarme ir, pero yo la quería lo suficiente como para saber que mi actitud la estaba destrozando. Así que después de varios meses de subidas y bajadas emocionales, fui yo quien puso fin a la relación.
Ella se resistió y lloró. Los dos lloramos. Pero por encima de todo estaba que los dos pudiéramos volver a ser felices.
Un par de semanas después, dejé mi casa, mi trabajo, mi infancia. Dejé Venecia.
Y lo hice sin mirar atrás.
***
Con una mochila, mi nueva guitarra, el walkman y todo el tiempo del mundo, me lancé a la aventura.
He de reconocer que fue muy emocionante. Todavía estaba jodido, pero sentía que respiraba aire renovado.
Aire puro.
Durante un año me dediqué a viajar por Italia, recorriendo toda clase de lugares, desde ciudades enormes hasta pueblos enanos. Mis energías se renovaron poco a poco y, a pesar de la soledad, nunca me sentí mal. Descubrir algo nuevo cada día me hacía seguir caminando.
Terminé aquel primer viaje dirigiéndome a la nueva casa de Stefano. Habíamos estado escribiéndonos hasta que me marché de Venecia, por lo que su cara de sorpresa al recibirme fue un poema.
—¡¡Enzo!! —exclamó con fuerza, echándose a mis brazos—. ¡Estás vivo! ¡Maldita sea, malnacido!
Reí.
—Se me olvidó decirte que iba a realizar un viaje algo largo, scusa —contesté estrujándole hasta que sus huesos crujieron.
—¡¿Es Enzo?! —Escuché una voz proveniente del interior de la finca, que reconocí al instante. Poco después, Alessa se asomó por la puerta con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Enzo! —exclamó ella también, lanzándose sobre mí.
—¡Alessa! ¿Qué haces aquí...? —pregunté extrañado, aunque la respuesta estaba más clara que el agua. Todos sabíamos que esos dos se hacían tilín desde el principio—. Cazzo, ¡vosotros dos juntos! ¡Quién iba a decirlo! ¡Me alegro tanto de veros!
Cogí a Alessa de un brazo y a Stefano del otro y los apreté contra mí como si quisiera ahogarlos.
—¡Pasa dentro de una vez! —exigió la chica, y los tres atravesamos la puerta.
Pretendía estar apenas un par de días, aunque terminé quedándome un par de semanas. No pude resistirlo. Verlos fue como un soplo de aire frío en una mañana calurosa, si me entendéis. Refrescante y tranquilizador a partes iguales.
Hablamos de todo. Ellos me contaron cómo habían acabado viviendo juntos y las noticias que tenían del resto de nuestros amigos. Stefano había terminado sus estudios y publicado varios libros que se vendían muy bien, y Alessa tenía su propio bufete de abogados y era propietaria de un pequeño negocio de complementos para vestir hechos a mano. Yo les hablé de Caterina y de mi corta y casi normal vida en Venecia antes de lanzarme a seguir la senda del trotamundos. Les prometí volver, por supuesto, pero llegado el momento me marché.
Aunque esa vez lo hice sonriendo.
***
Estoy seguro de que ni Elena ni Hans esperaban ver mi culo italiano en Alemania.
Stefano me dio la dirección donde los hermanos compartían piso en aquel momento. Se habían independizado juntos y habían podido poner mucha más distancia con el Coronel. Eso fue suficiente como para que me presentara en su piso sin previo aviso.
Fueron un par de meses memorables en muchos de los sentidos.
Elena había llenado el piso de cuadros. He de reconocer que muchos eran muy buenos. Pude ver con mis propios ojos varios de ellos colgados en alguna que otra galería del país. No eran sitios demasiado importantes, pero desde luego era un comienzo.
Hans se había dejado crecer el pelo hasta casi taparle las orejas y trabajaba en el banco. Nada que ver con el deprimente futuro que su padre había elegido para él en el ejército. Me saludó frotando su puño contra mi cabezota.
Me contaron que su madre había dejado al Coronel y que había regresado a Italia con su hermana. Su padre, por su parte, solía pasar mucho tiempo en bares y clubs nocturnos. Nada inesperado, si se me permite opinar.
Hicimos una escapada hasta Rusia, donde nos encontramos con Kat y su (todavía viva) abuela. No estuvimos más que unos días, ya que a ninguno nos gustaba el frío, pero nos alegró saber que a nuestra amiga le iba bien con su nuevo taller de reparación de coches. Igualita a su padre.
Descubrí una parte de Hans durante mi periodo en Alemania que me cautivó. El chico engreído y ligón que yo recordaba se había convertido en un muchacho bastante respetable y respetuoso. Y por encima de todo, se había aceptado a sí mismo. Hablamos del beso, cosa que trajo muchos más después. Hablamos de nosotros, cosa que nos llevó a hablar de nuestro futuro. Un futuro que me asustaba y que me emocionaba a partes iguales.
La felicidad duró poco, sin embargo. No porque quisiera marcharme, sino porque así es como funcionan las cosas. Supongo que mi maldición no consiste en poder ver cada maldito monstruo que camina sobre la faz de la tierra, sino en perder a gente en la carretera.
Era julio. Hans conducía y yo ocupaba el asiento del copiloto. Estábamos discutiendo sobre tonterías y nos distrajimos. Ninguno de los dos vio el camión que venía en nuestra dirección hasta tenerlo ya encima.
Cuando desperté cubierto de sangre y de cristales rotos moví a Hans intentando que me mirase una vez más, que me recordara lo idiota que era o solo que respirara. Pero nada de eso ocurrió. Fue como mover un maniquí sin vida.
Hans había muerto.
***
El funeral fue sencillo. Acudieron Elena, la madre de los hermanos y todos nuestros amigos. El Coronel no quiso venir. Cuando Elena le telefoneó para decirle lo que había pasado él contestó, textualmente,