Los chicos perdidos. Raquel Mocholi Roca
que ha hecho por todos nosotros no tiene precio. Las veces en las que ha cuidado de nosotros y nos ha dejado quedarnos aquí cuando nuestro padre...
—Tonterías, chico. No tenéis nada que agradecerme. En todo caso, yo debería agradeceros a vosotros por haber soportado mis azotes.
Todos reímos.
—No la olvidaremos, sor Francesca —prometió Alessa con un gran pesar en su voz.
—Ni yo a vosotros. Ahora marchaos, pero no se os ocurra iros sin darle un fuerte abrazo a esta vieja pasa arrugada.
Obedecimos y todos nos apretamos contra ella.
Nos fuimos retirando uno a uno. Cuando solo quedábamos Hans y yo, él salió por la puerta secándose los ojos con la manga. Iba a marcharme también y a dejar descansar a sor Francesca cuando ella me agarró de la muñeca.
—Enzo —susurró sin casi mover los labios—. Cuida de los demás, ¿vale?
—Por supuesto, sor Francesca —respondí.
Ella negó con la cabeza.
—No lo entiendes, Enzo. Siempre ha habido algo de ti que me ha parecido extraño y ahora ya sé lo que es. —Me miró seriamente—. Cuando llegue el momento, tendrás que protegerles. Mantenlos siempre cerca, Enzo. No importa que no crean en ti. Solo tú podrás hacerlo. —Me agarró aún más fuerte, y supe a la primera que ya no hablaba de mis amigos—. No les tengas miedo, Enzo. Ellos deberían tenértelo a ti.
Me soltó la muñeca, cerró los ojos y no volvió a hablar más.
Sentí que me costaba respirar y corrí hacia la puerta.
Una vez abandoné la habitación, mis amigos me esperaban fuera. Nadie dijo nada. Debieron suponer que estaba alterado por ver a sor Francesca de esa manera, y yo dejé que siguieran pensándolo.
Nos sentamos en el patio de piedra y observamos la fila de visitantes desde lejos. Mis amigos lloraban, pero yo solo podía pensar en el buen humor que había tenido sor Francesca durante nuestra visita. Y en aquellas extrañas palabras.
No sé por dónde entró, pero noté la presencia de un ser cerca de nosotros. Al girarme, vi cómo avanzaba por el patio. Era del tamaño de un humano corriente, pero caminaba con los pies descalzos y dejaba una estela de frío por donde pasaba. Tenía unas enormes alas negras que arrastraba por el suelo, el cabello oscuro recogido, la piel ceñida a los huesos y pálida como el hielo, y un vestido negro azabache que le tapaba hasta los tobillos.
No tuve que preguntarme nada. Supe que era la Muerte.
Se detuvo cuando notó mi mirada y clavó unos ojos que parecían pozos sin fondo en mí. Despacio y con una dulzura tranquilizadora dibujó una sonrisa en su rostro. Creo que aquella fue una de las pocas veces en las que no me asusté al ver un ente no humano. No fue miedo lo que sentí, sino... ¿cómo podría describirlo?
Paz, tal vez.
Lentamente, la Muerte colocó su mirada de nuevo al frente y siguió avanzando. Sus pasos no hacían ruido. Caminó junto a la fila de personas que esperaban dar un último adiós a sor Francesca, subió las escaleras y desapareció de mi vista. Tenía un beso que entregar.
Me abracé a Hans y rompí a llorar sin consuelo.
***
Como ya he dicho, la gente crece. Y nosotros ya teníamos una edad lo suficientemente adulta como para que las cosas cambiaran.
Todo ocurrió ese mismo verano. Mis amigos, a diferencia de mí, tenían aspiraciones realistas. En Italia no se accede a la universidad hasta los diecinueve, pero Alessa había conseguido que sus notas fueran tan excepcionales como para que la avanzaran un curso. Stefano, al tener la mayoría de edad, había heredado una pequeña finca de un tío lejano suyo, que se la había legado al morir con la expresa condición de que se hiciera cargo de ella y no la vendiera a nadie. Kat había tomado la decisión inamovible de volver a Rusia para reencontrarse con sus raíces y, a ser posible, con su abuela. El Coronel y su mujer debían mudarse a Alemania por trabajo y con ellos iban a ir sus hijos, aunque fuera a regañadientes.
En definitiva, nadie iba a quedarse ni siquiera un año más.
Las despedidas fueron jodidas. Mis amigos fueron abandonando el pueblo uno a uno. El adiós de Stefano fue después de su cumpleaños y hubo muchos mocos y lágrimas por parte de los dos. Me hizo prometerle que iría a verle en cuanto pudiera y que le escribiría todos los días. Kat nos dejó una carta que nos dio su padre, donde se excusaba de no haberse despedido en persona alegando que tenía muchos preparativos y que así sería menos doloroso. Alessa nos regaló bufandas y gorros de lana a todos, y envió por correo los que le pertenecían a los que ya se habían marchado. Elena no supo qué decirme, pero era evidente que se sentía culpable por no poder quedarse conmigo. Al fin y al cabo, era el único que iba a permanecer en el pueblo.
Hans tuvo un detalle distinto.
Antes de partir, izó la bandera blanca y nos encontramos en el exterior del garaje del padre de Kat. Guardamos silencio, ya que ninguno sabía lo que decir, hasta que se quitó la gorra que le había regalado por su diecisiete cumpleaños y me la tendió con la mano.
—Quédatela.
Pestañeé atónito, observándola, y elevé mi mirada confusa hasta la de Hans.
—Es un regalo. Tienes que quedártela tú.
Hans negó con la cabeza.
—No puedo. El Coronel me va a obligar a trabajar con él, así que no voy a poder llevarla. Prefiero que te la quedes tú. Sé que le darás un mejor uso. Y podrás tener un recuerdo mío...
No sabía qué decir. Tenía una terrible sensación de vacío en el estómago y solo quería pedirle que se quedara. Que Elena también lo hiciera. Y que el resto volvieran. Pero Hans era demasiado cabezota como para aceptar un no por respuesta, así que simplemente la cogí. No me la coloqué, sino que la sostuve en mis manos. Pensé también que sería justo que yo le diera algo a cambio, algo con lo que pudiera recordarme. No tenía collares ni pulseras, ni nada de valor especial. Solo mi guitarra, pero eso no podía dárselo. Pensé en la posibilidad de cortarme un mechón de pelo, pero tampoco quería pecar de teatrero.
—No tengo nada de valor que pueda darte —susurré con los labios temblando—. ¿Vas a recordarme igualmente?
—Desde luego —respondió él, sonriendo de forma forzada—. A ti y a todos.
—Hazme un favor, Hans —le pedí—. No dejes que tu padre te convierta en alguien como él.
—¡Ni de coña! —exclamó—. Y hazme tú a mí un favor y no te metas en demasiados problemas, ¿quieres?
—Lo intentaré.
Ambos sonreímos, provocando un silencio que ninguno quería romper porque significaba tener que decir ya adiós.
Hans terminó haciéndolo.
—Te has equivocado, por cierto.
—¿En qué? —pregunté frunciendo el ceño.
—Sí que hay algo de valor que puedes darme —añadió, y colocó sus manos a ambos lados de mi rostro.
Acercándose a mí, cerró los ojos y me besó en los labios.
Yo no hice nada. No supe qué hacer. Así que mantuve mis ojos abiertos como platos y esperé a que se retirara. A pesar de la sorpresa, esa vez no había sido como cuando me besó aquella chica del pueblo. Esa vez fue distinta de algún modo.
Esa vez fue de verdad.
—Arrivederci, Enzo —se despidió, dándose la vuelta sin esperar ninguna palabra o reacción más.
—Bis bald, Hans... —contesté, quedándome después en completo silencio y viéndole alejarse poco a poco.
¿Cómo