Los chicos perdidos. Raquel Mocholi Roca

Los chicos perdidos - Raquel Mocholi Roca


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      Paolo nos había empujado en el último segundo y nos había salvado la vida.

      Recuerdo que el fantasma me miró a los ojos. Yo asentí con agradecimiento y este desapareció sin más. Recuerdo también asomarme al precipicio y alumbrar el cuerpo de nuestra agresora con la potente luz de la linterna. Recuerdo que su cuerpo ya había retrocedido hasta convertirse en el de una mujer de cabello moreno y largo hasta la cintura, que seguro que no tendría más de treinta años. Recuerdo ver a mis amigos asomarse y observar lo mismo que yo, taparse sus bocas con espanto y apartar la mirada. Recuerdo que todos pudimos ver a una mujer, pero yo vi algo más, algo que estaba seguro de que mis amigos no verían, como tampoco habían visto a Paolo. Recuerdo poder ver, casi tan palpable como si estuviera allí mismo, la figura de la loba.

      ¿Habéis visto uno de esos juegos infantiles donde recortas un círculo de papel con un pájaro a un lado y una jaula al otro? Seguro que sí. Es tan sencillo como hacer girar los dibujos ayudándote de un cordel para crear la sensación de que el pájaro está dentro de la jaula. Os suena, ¿verdad? En este caso, mis amigos habían visto por un lado la jaula, y ahora podían ver al pájaro. Yo, sin embargo, podía ver los dos al mismo tiempo. La mujer y el lobo. El lobo y la mujer. Como si estuviera haciendo girar el cordel sin parar.

      Estuvimos un tiempo en el suelo sin decirnos nada hasta que de pronto arrancamos a reír. Había sido una auténtica locura, estábamos exhaustos y por poco habíamos sido el aperitivo de un ser de otro mundo.

      Pero estábamos vivos.

      Nos marchamos de allí, bostezando y con ganas de meternos en nuestras camas.

      Stefano y yo volvimos al orfanato tras despedirnos de nuestros amigos en el camino del pueblo. Conversábamos alegremente sobre aquella locura de noche. Stefano me contó cómo él y Hans se habían puesto en camino a nuestro pintoresco hogar y de pronto la loba apareció de la nada, sujetándoles y llevándoselos a rastras. El golpe de la sien se lo había hecho en aquel forcejeo, al caer al suelo intentando huir. Yo le hablé de mi enorme preocupación y mi valiente interpretación frente a sor Antonietta.

      —¡Maldita sea, Enzo! —exclamó Stefano al enterarse de esa parte—. ¡Ahora tendré que fingir que estoy enfermo varios días!

      Stefano hizo algo que el resto de chicos no habían hecho: pedirme explicaciones sobre la loba. Debía de haber visto alguna mirada delatora por mi parte, pero podía oler que había algo más que no contaba. Negué que supiera nada más, pensando que, si la triste historia de cómo llegué a pensar que me estaba volviendo majareta merecía ver la luz, se la contaría otro día. Todavía era pronto para hablarle de fantasmas, pero llegaría el momento en el que lo haría.

      Sin embargo, algo importante saqué en claro de aquella noche: no estaba loco. Mis amigos habían visto a la licántropa. Incluso negándose a hablar de ello, eran tan conscientes como yo de su existencia. Y aunque a ellos fuera a provocarles pesadillas, a mí me reconfortaba.

      A la mañana siguiente, recuerdo que escuchamos a varias monjas conversar sobre que se había encontrado el cadáver de una mujer en el bosque. Por lo visto, la explicación que dieron las autoridades fue que aquella chica estaba demasiado afectada por la reciente muerte de su hijo de apenas un par de años como para lanzarse por el precipicio. Lo que no se explicaban, por supuesto, era qué es lo que aquella mujer hacía desnuda.

      Por mi parte, he de decir que el conejo no me sentó demasiado bien. Estuve con problemas de estómago durante varios días y llegué a preocupar a Stefano, pero conseguí evitar que las sores se dieran cuenta. Tenía otra cosa de la que preocuparme antes que de la enorme diarrea que me acompañó esos días: necesitaba entender qué me había ocurrido en aquel bosque. Necesitaba saber por qué podía ver cosas que otros no veían. No me interesaba el cómo ni el para qué. Solo el por qué.

      ***

      No tardé en comprobar que cuanto más indagas, más acabas encontrando. Como si el hecho de querer averiguar más cosas sobre mi extraña habilidad fuera una droga para lo que se escondía en la oscuridad.

      Decidí que era un buen momento para visitar la biblioteca.

      Sí, lo sé. La biblioteca. No me pega nada, ¿verdad?

      Pensé que el mejor lugar para comenzar a investigar sobre qué estaba pasándome era un lugar donde se creyese en las fuerzas del bien y del mal. Los libros del orfanato, aunque viejos y polvorientos, estaban colmados de historias sobre ángeles, demonios, fantasmas y bestias de tres cabezas que hacían a los pecadores temblar hasta los huesos.

      Stefano, Kat y yo revisábamos los libros uno a uno. Stefano se había tomado la tarea muy a pecho y nos leía en voz alta fragmentos que encontraba interesantes. Kat y yo, mientras tanto, veíamos más entretenido jugar a contar pelusas.

      —¡Escuchad, chicos! —exclamó Stefano, recolocándose las gafas—. «Según expone la Biblia en sus verídicos argumentos, existen seres espirituales que han llegado a nuestro plano físico. Se trata de presencias materiales que se hallan entre nosotros, escondidos» —leyó. La voz le temblaba—. «La Biblia identifica a estos seres como ángeles, demonios y apariciones fantasmales. Sin embargo, el término más adecuado para referirnos a ellos sería el de “criaturas”, pues sus diferencias a nivel biológico podrían dividirlas, en la práctica, en miles de subgrupos genéticamente dispares que...». ¡Oh! —Stefano acarició la página con aflicción—. Alguien ha tachado cómo continua.

      —¿Alguien que se durmió leyéndolo? —bromeó Kat.

      Ella y yo reímos como hienas. Stefano, por el contrario, nos observaba con una ceja levantada.

      —Chicos, por favor. Tomáoslo en serio. Estamos en mitad de una investigación.

      —Nos lo tomamos muy en serio —respondí yo, sosteniendo el lápiz con mi labio superior mientras ponía boca de pato.

      Kat se partió de risa.

      Stefano suspiró.

      —Enzo, tú más que nadie deberías estar devorando estos libros. Hay información muy interesante. Para empezar, acaba de decirnos que hay más seres además de los hombres lobo.

      —Eso ya lo suponíamos todos —repliqué.

      —Pero no es lo mismo suponerlo que saberlo. ¿Eres consciente, además, de que podría haber hasta mil criaturas distintas?

      Aquello me incomodó. Dejé el lápiz sobre la mesa. Intenté pensar en mil tipos distintos de monstruos, y la imaginación no me dio para tanto.

      —Son muchos...

      —Tiene que haber más información sobre ellos —intervino Kat. De pronto, parecía tomarse en serio el asunto y comenzó a hojear los libros—. Tenemos que saber cómo defendernos de ellos.

      El sonido de mi lápiz cayendo al suelo nos hizo dar un salto a los tres.

      —¡Enzo! Sé más cuidadoso... —exclamó Stefano. Kat directamente me arreó un librazo en el hombro.

      —¡Ay! Perdón, dedos de mantequilla...

      Me levanté del asiento y busqué a tientas debajo de la mesa.

      Por mucho que arrastraba los dedos, no lograba dar con el maldito lapicero. Aquel lugar estaba muy oscuro y no había manera de ver dónde se había metido.

      Una mano huesuda apareció entre las sombras, con el lápiz entre sus dedos.

      Parpadeé. ¿De dónde salía ese brazo?

      De pronto, mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y pude ver un rostro cadavérico que me observaba con unas cuencas sin ojos.

      Sonrió y de sus dientes mellados brotaron gusanos.

      —¡AAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHH!

      Me golpeé la cabeza con la mesa, pero logré escapar de ahí abajo arrastrándome por el suelo con la mirada ida y sudando del miedo.

      Stefano y Kat saltaron de sus asientos.


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