Los chicos perdidos. Raquel Mocholi Roca

Los chicos perdidos - Raquel Mocholi Roca


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idiota por llevarlo aún en la mano. Supongo que, con el susto, se me agarrotaron los dedos.

      El aire del mundo exterior nos sentó de maravilla, pero no tuvimos demasiado tiempo para pensar; Hans seguía corriendo. Y lo hacía en la dirección por la que se había marchado nuestra madre adoptiva.

      Seguirlo fue tan fácil como seguir los desgarrados gritos. Stefano y yo disponíamos de luz, pero ambos hermanos se iban guiando a ciegas por la oscuridad con aquella bestia suelta.

      —¡Hans! ¡Elena! —levanté la voz para dar antes con nuestros amigos.

      —¡No grites, Enzo! —me pidió Stefano con uno de sus susurros nerviosos.

      —Pero qué tontería. ¡Todos están gritando! —le contesté yo, esquivando a tiempo una rama que llevaba la trayectoria perfecta para impactar en mi cara.

      Stefano no parecía del todo convencido, pero me siguió sin dejar de temblar como un flan. A pesar de ello, llegué a escucharle gritar a él también un par de veces.

      Fue así, dando vueltas por el bosque como tontos, cuando dimos de bruces con Elena. Y cuando digo que dimos de bruces fue que chocamos y acabamos rodando por el suelo.

      Ella había traído compañía.

      —¡Enzo! ¡Stefano! —llegó a decir la niña cuando se recuperó del susto.

      —Han llegado los refuerzos —dijo Kat, añadiendo una sonrisa.

      —¿Estáis bien, chicos? —preguntó Alessa ayudándonos a levantarnos—. Oh Dio. ¿Estás bien, Stefano? —insistió, al ver que a este le sangraba la cabeza y no dejaba de temblar.

      —Sí, sí... —contestó él con voz débil.

      —¿Qué cazzo hacéis aquí? —pregunté yo—. Elena, ¡hay un maldito lobo suelto, por si no lo has visto!

      —¿Por qué te crees que he llamado al resto? —Se sacudió la ropa haciendo un mohín enfadado—. ¿Dónde está Hans?

      —Está... en alguna parte. ¡No lo sé! ¡Ha ido a buscarte cuando has empezado a aullar! —contesté haciendo un aspaviento de desesperación.

      —¡¿Qué?! ¡Tenías que haberle parado los pies! ¡Estaba todo bajo control!

      —¡¿Y cómo se supone que voy a saber yo eso?! ¡¿Acaso soy su niñera?!

      Kat alumbraba a Alessa mientras ella le examinaba la herida a Stefano, y a su vez él decía que no era nada grave. La rusa se encargaba de vigilar el perímetro mientras el resto estábamos ocupados discutiendo y lamiéndonos las heridas.

      —¡Ya basta! ¡Si no movemos el culo, nos exponemos a que el lobo vuelva! —acabé cortando el momento con ímpetu—. ¡Hay que encontrar a Hans y salir de aquí! ¡Me da igual en qué orden lo hagamos!

      —¿Dónde has dejado mi navaja? —preguntó Elena.

      Por supuesto, la navaja. Me la había guardado en algún bolsillo en cuanto vi a Hans y a Stefano tendidos en el suelo y no se me había ocurrido usarla ni siquiera para intentar intimidar a la loba. A lo mejor eso me habría servido para evitar comerme aquel conejo.

      Enzo stupido.

      Busqué en todos mis bolsillos hasta dar con la pequeña navaja en el de mi nalga izquierda.

      —Aquí está —dije entregándosela—. Pero de nada te va a servir. Ese bicho es mucho más grande visto de cerca.

      —Me da igual. Voy a arrancarle los ojos como le haya tocado un pelo a mi hermano —sentenció Elena con una seriedad que nos dejó tiesos a todos.

      Poco duró la tregua. Apenas unos instantes después escuchamos pasos entre la maleza. Todos nos preparamos para lo peor, pero lo que vimos aparecer no fue una masa de pelo con ojos rojizos, sino a un chico con las rodillas peladas y la respiración tan agitada que parecía estar ahogándose.

      —¡Hans! —exclamó Elena en cuanto le vio aparecer, echando a correr. El chico la esperó con los brazos abiertos y ambos se fundieron en un abrazo.

      Comenzaron a hablar entre ellos en alemán. Mi dominio de ese idioma por aquel entonces era bastante espeso, así que apenas capté algunas palabras sueltas. En definitiva, sonaba a que se alegraban de volver a verse.

      —Tenemos que irnos de aquí —comentó Hans cuando cambió su idioma de habla al italiano—. La he despistado por poco, pero nos encontrará si no nos movemos ya.

      Como si de una comedia mal escrita se tratara, justo cuando Hans terminó aquella frase escuchamos el gruñido gutural de un animal rabioso a nuestra derecha, seguido de un resoplido.

      Todos nos quedamos petrificados, de alguna manera deseando que no se hubiera dado cuenta de nuestra presencia. Pero era en vano, ya que el enorme monstruo se deslizó y apareció de entre los matojos. Ya no había ningún atisbo de intención maternal en ella, sino más bien una mirada fría y asesina.

      No hubo que pensar mucho más.

      —¡CORRED! —exclamé yo y agarré del brazo a dos de mis amigos sin fijarme en quiénes eran.

      Tiré de ellos hasta que la situación fue inviable, perdimos el compás y tuve que soltarlos. Sin embargo, ellos habían pensado igual que yo y habían tirado del resto, por lo que los seis nos pusimos en movimiento mientras la loba aullaba a la luna.

      Su cacería nocturna había comenzado y nosotros éramos sus presas.

      ***

      Hay muchas cosas que me asustan en esta vida. Las colmenas, los políticos conservadores o caerme dentro de un canal veneciano, por ejemplo. La cuestión es que ninguna de esas cosas podría llegar siquiera a compararse con la sensación de correr por tu vida mientras un hombre lobo (o mujer loba, en este caso) corre detrás de ti y tus amigos para mataros violenta y sanguinariamente. Pero, como ya parecía cosa de costumbre, la buena suerte nos esperaba a la vuelta de la esquina.

      Corríamos como trastornados. Yo capitaneaba la marcha. Detrás de mí, Stefano y Alessa lo daban todo por seguirme el ritmo. Kat, tras ellos, alumbraba el camino tanto para sí como para Hans y Elena. Ellos corrieron cogidos de la mano hasta que las cortas piernas de Elena resultaron un entorpecimiento para la marcha, así que Hans subió a su hermana pequeña a la espalda y corrió lo más rápido que pudo. La loba nos pisaba los talones, cosa que nos incentivaba a los seis a correr sin parar.

      No sé cuánto tiempo estuvimos moviéndonos ni qué distancia cubrimos, pero me pareció eterno. Tampoco sé a qué santo darle las gracias por el hecho de que Elena me hubiera prestado su linterna y todavía la llevara encima, ya que gracias a ella pude ver el enorme precipicio que teníamos delante.

      Frené a tiempo, pero detrás de mí se sucedieron varios empujones que me fueron acercando peligrosamente cada vez más al saliente. Primero Alessa y Stefano, después Kat, y al final Hans y Elena. No hubo tiempo para hacer preguntas, ya que en cuanto nos dimos la vuelta la loba frenó justo delante de nosotros.

      La situación estaba jodida. Muy jodida. En definitiva, se reducía a si preferíamos morir despeñándonos tras una larga caída o ser devorados hasta la muerte. Me maldije por haber dejado caer el conejo. Quizá en ese momento podría habernos sido de ayuda. Quizá también la navaja de Elena, pero todos estábamos demasiado asustados como para pensar ahora en eso. Incluida ella.

      La loba nos enseñó sus dientes y se preparó para arrancar a correr hacia nosotros. Era el momento de la despedida, solo que no iba a dar tiempo para decir adiós. Nos agazapamos y cerramos los ojos. La loba se lanzó sobre nosotros y...

      ... y sentí una mano que me empujaba hacia un lado. Con el peso de mi cuerpo derribé a Alessa y a Stefano, y al girarme vi que Kat, Hans y Elena habían caído en sentido contrario. A la loba no le había dado tiempo a cambiar su dirección, así que cayó al vacío.

      Esperamos en silencio. El aullido de miedo del animal se fundió con la noche y el sonido de su cráneo abriéndose


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