Condenado a muerte. J. R. Johansson
que estamos en el mismo bando. A mí tampoco me ha cogido el teléfono cuando la he llamado antes —murmuro—. Nos ha dicho que está bajo mucho estrés y le ha dado medicación para que le baje la tensión.
Al otro lado de la línea responden con un gruñido de afirmación.
—Bueno, mantenme informado, señorita Riley —añade al fin el señor Masters—. Llámame si se te ocurre algo en lo que os pueda ayudar a cualquiera de las dos. Últimamente, tú eres la única responsable de la familia.
Me río, sorprendida. El señor Masters me habla sin tapujos. Siempre lo ha hecho. A diferencia de mis padres, no me trata como a una niña.
—Estaría bien que le dijera eso a mis padres algún día.
—Tal vez —se ríe—. Buenas tardes, señorita Riley.
—Buenas tardes, señor Masters.
Cuando cuelgo, suspiro y me froto las ojeras frente al espejo del baño. Entre lo aturdida que me dejó la audiencia y las pesadillas, apenas he pegado ojo.
Dedico un buen rato a estirar el cuello y los hombros, pero decido que mi aspecto no mejorará. Me planteo ponerme un poco de polvos para tapar los signos de agotamiento, pero soy minimalista con respecto al maquillaje. Además, necesitaría un milagro para disimular los efectos de las últimas veinticuatro horas. En lugar de eso, cojo una Coca-Cola de la nevera y las llaves que están en encimera de la cocina, y me dirijo a la puerta.
7
EL EDIFICIO DE ADMISIONES DE POLUNSKY es bajo y gris. Parece un bloque de niebla muy concentrada, y lo encuentro adecuado porque mi mente tampoco puede deshacerse de la neblina.
Ayer me pasé la noche buscando los medicamentos de mi madre y después me quedé despierta hasta tarde para conseguir que me prometiera que se los iba a tomar. Me preguntó una y otra vez si aún tenía pensado venir a ver a mi padre y si estaba segura de que no quería esperar hasta que encontráramos un momento en que ella pudiera acompañarme. Me sorprendió que me lo preguntara porque ambas sabemos que eso nunca sucederá. Cuando le aseguré por quinta vez que estaría bien viniendo sola, me pareció que se quedaba convencida. Tuve que contenerme con todas mis fuerzas para no cerrar de un portazo cuando me pidió que le dijera a mi padre que se encuentra bien.
No creo que esta vez esa parte de conversación nos lleve mucho tiempo, porque no voy a mentirle.
«No estamos muy bien, papá. No estamos muy bien.»
Cuando saludo a Nancy y paso por el control de seguridad, se me hace evidente que tanto ella como los demás funcionarios del despacho de admisiones saben lo que pasó en la apelación. Me lanzan miradas consoladoras y nadie intenta hacerme reír ni bromea conmigo como suelen hacer.
Cojo mis cosas en cuanto Nancy termina de cachearme, quiero salir de este despacho que, de pronto, parece el escenario de un funeral.
—Nos vemos la semana que viene, Riley —se despide.
Cuando me vuelvo para dirigirme hacia la recepción a retirar la placa de visitante, escucho que añade un lo siento.
Le hago un gesto de agradecimiento. Mi mente viene y va entre el pánico y una resignación paralizante, como me ocurre desde la audiencia de apelación de ayer. Mi cuerpo sigue funcionando y continúa con la rutina habitual mientras yo trato desesperadamente de fingir que nada ha cambiado.
En la pequeña sala de visitas está todo en calma, como siempre, lo único que no quiero hoy es quedarme sola con mis pensamientos. El reloj de pared marca los segundos y trato de no escucharlo. No dejo de pensar en el número de horas que hay en cuatro semanas, en veintiocho días... Veintisiete hoy.
Cuando mi mente me da la respuesta correcta al problema matemático, se me cae el alma a los pies. Veintisiete días son seiscientas cuarenta y ocho horas.
Niego con la cabeza. No, son menos que eso, en realidad. Ya no son veintisiete días completos. Hay que descontar cada hora que pasa. Dos horas por visita, y me quedan cuatro visitas incluyendo esta. Si son dos por visita... ¿Me quedan ocho horas en total?
Me quedan ocho horas con mi padre antes de que el estado de Texas lo ejecute por unos crímenes que no cometió. Ocho horas antes de que me lo quiten como me lo quitaron cuando yo tenía seis años... Excepto porque esta vez lo perderé para siempre.
Que le den a Texas. Odio Texas.
Así que me niego a volver a pensar en el tiempo que me queda. No sirve para nada. Pensaré en las únicas opciones que tenemos: el recurso de avocación y la solicitud de clemencia. No importa lo que haya dicho la jueza, todavía existe la posibilidad de que la Corte Suprema decida suspender la ejecución y revisar el caso. Y si la Corte Suprema se niega, entonces nuestra única esperanza será pedir clemencia al gobernador. Y que un gobernador otorgue una suspensión de ejecución es algo casi sin precedentes en Texas. Necesitamos un plan ya... y uno bueno.
Estoy de pie en la sala y me muevo de un lado a otro junto a la mesa. Cuando llega mi padre, me estoy mordiendo las uñas como si no tuviera nada más para comer, a pesar de que estoy caminando junto a unas máquinas expendedoras bien abastecidas.
—Hola, Ri —me saluda cuando el oficial lo trae.
Lo abrazo muy fuerte, y en cuanto nos sentamos lo miro con atención, sin saber por dónde empezar.
—¿Cómo está mamá?
La visita empieza como siempre, pero siento que estoy hablando con el fantasma de mi padre en lugar de con el real. El brillo de su mirada ha desaparecido y lo veo completamente exhausto. Incluso parece que ha perdido peso desde ayer.
—Bien. Me ha pedido que te dijera que no te preocupes por ella —esbozo la sonrisa valiente que tengo esculpida permanentemente en la cara cada vez que vengo a verlo.
—Sin mentiras, Riley, ¿recuerdas?
Mi padre se acerca y me aparta con cuidado uno de los mechones que se me ha escapado de la coleta.
—No ahora. No a mí —añade.
Cojo el mechón rebelde y lo coloco en su lugar.
—Hablemos de cuál es el plan, entonces —digo cambiando de tema.
Mi padre suspira tan hondo que parece que el suspiro parta de sus pies. Abre la boca para decir algo, pero de repente escuchamos un golpecito y la puerta se abre enseguida. En el corredor de la muerte no existe la intimidad.
Un agente mayor al que no conozco se aleja de la puerta para dejar pasar a Stacia. La exayudante de mi padre viene al menos una vez por semana en representación del resto del equipo para discutir sobre las apelaciones y las opciones. Suele venir a principios, por eso hace tiempo que no coincido aquí con ella.
Su cara, que es muy pálida, contrasta con su pelo, rubio oscuro, que hoy luce más encrespado de lo normal. Durante el último año, sus mejillas se han hundido un poco. Parece que luchar por alguien detenido en Polunsky deja marca.
Titubea cuando me ve, pero la vacilación dura solo un instante.
—Lo siento, David, he olvidado que hoy es el día que Riley viene a verte.
Stacia es extremadamente tímida y un poco retraída, pero muy leal, que es lo único que importa. Pasa el peso de un pie al otro y mantiene los ojos clavados en el suelo. Se la ve aún más incómoda de lo normal, que es decir mucho en su caso.
—No te preocupes. Tampoco me queda mucho tiempo para organizarme mejor con las visitas.
Mi padre le sonríe, pero la tristeza y el miedo que esconde esa sonrisa me cortan la respiración. Nunca lo había oído hablar así. Siempre está lleno de esperanza. Nunca menciona el final o el tiempo que le queda. Verlo de esa manera me asusta muchísimo más que todo lo que dijo ayer la jueza en la sala de audiencias.
Siento un sudor frío en la espalda, y mi ritmo cardíaco se acelera.
—Te pido disculpas