Condenado a muerte. J. R. Johansson
podría ser mucho peor. Necesita, como mínimo, tomarse la medicación para que no le vuelva a ocurrir.
Mi madre se sonroja. Por cómo reacciona parece que el doctor le haya dicho que es débil y completamente inútil. Abre la boca para responderle, pero me estiro y sujeto por el codo al doctor antes de que ella pueda decir nada.
—Yo me llevo la receta y me encargo de comprar la medicación —digo con suavidad mientras lo acompaño hacia la puerta—. Gracias.
El doctor camina más deprisa que yo y me queda claro que no solo se siente aliviado porque lo haya salvado del apuro, sino que está feliz de poder salir de nuestra habitación lo más rápido que le permitan las piernas. Cierro la puerta y me apoyo en ella.
Cuando levanto la vista hacia mi madre, trato de imitar la mirada acusatoria que ella me ha lanzado mil veces.
—Si quieres que me tome la medicación la próxima vez que me lo ordene un médico, ahora tienes que hacer lo mismo por mí —le advierto.
Por un instante, tengo la sensación de que se está preparando para discutir, pero entonces se rinde y descansa la espalda sobre la almohada. Palidece, y de pronto la veo extremadamente frágil y pequeña.
Acerco una silla a la cama.
—Tengo que volver al trabajo, de verdad —afirma con voz queda.
—Lo sé, mamá.
Me estiro y le cojo una mano. Todo lo que ha pasado en la sala de audiencias parece posarse a nuestro alrededor como unos escombros invisibles.
—Pero ¿qué diferencia hay entre volver ahora o dentro de veinte minutos?
Me mira a los ojos, y la total desesperanza que percibo en su mirada me oprime la garganta.
—¿Qué vamos a hacer?
Las dos sabemos a qué me refiero. Me aprieta la mano.
—Haremos lo que siempre hacemos —responde.
—¿Esperar? —Suspiro, y apoyo la cabeza en la cama.
—No, cariño. —Mi madre me suelta la mano y pasa sus dedos por mi pelo oscuro—. Sobrevivir.
Se aparta. Levanto la cabeza y la veo ponerse por debajo de la bata del hospital los pantalones que usa para trabajar. Que se levante y se prepare para ir a trabajar justo cuando el doctor le acaba de decir que no debería hacerlo no está nada bien. Pero está aún peor porque mi padre acaba de perder la apelación. Y porque yo la necesito con desesperación, y me está dejando como siempre lo hace, totalmente sola.
Todo esto hace que se me encienda en la boca del estómago una ira de combustión lenta.
—¿Y papá?
La observo quedarse inmóvil y luego levantar la mirada hacia mí mientras termino de hablar.
—¿Y si esto acaba con él?
Su expresión refleja estupor y angustia antes de que su habitual máscara de firmeza vuelva a aparecer.
—Bueno, Riley, supongo que tú y yo sobreviviremos a eso también.
Se me cae el alma a los pies ante la absoluta falta de esperanza que transmiten sus palabras. Entonces se pone los tacones, coge el bolso y me abraza fuerte antes de salir.
—Hoy llegaré tarde.
La puerta se cierra a su paso con la misma finalidad resonante que el martillo de la jueza.
Gracias a que la jueza Howard ha mencionado en la audiencia la naturaleza horripilante de los asesinatos, esta noche mis sueños se ven invadidos con las pocas imágenes y detalles que todavía recuerdo del primer juicio de mi padre.
Estoy de pie delante de casa y cuando me doy la vuelta veo el cuerpo de mi madre tirado en el jardín delantero. Exactamente como una de las chicas de las fotos. Primero parece que está durmiendo. La falda, larga y de color oscuro, le llega hasta los pies, y lleva unas medias negras. La blusa, abotonada hasta arriba, y los brazos, cruzados sobre el estómago. Todo se ve normal, salvo por la magulladura púrpura e inflamada que tiene en el cuello y los ojos abiertos, que, ya vacíos, me miran fijamente. Sollozando, le busco histérica el pulso, pero no tiene.
De pronto, estamos en una morgue plateada con una lámpara de techo que oscila sobre la única mesa que no está a la sombra. Mi madre descansa sobre la mesa frente a mí, en ropa interior. Puedo ver todos los moratones, las quemaduras y los cortes que antes le ocultaba la ropa. A nuestro alrededor, las paredes se encienden de repente con radiografías y más radiografías, cada una muestra un hueso roto distinto. Hay muchas, y tengo la sensación de que nos han dejado encerradas. Me veo rodeada de muchas fracturas, de mucha violencia. Quien haya hecho esto la atacó salvajemente, la estranguló y luego la vistió para que pareciese tranquila tras colocarla con cuidado en nuestro jardín delantero.
Me encojo sobre mí misma. No puedo seguir viéndola así. Entonces me convierto en una pelota pequeña en medio de esta carnicería. Me refugio en una esquina, cierro los ojos, y espero, contra toda esperanza, que esto no sea real y que se acabe pronto. Cuando el sueño termina, me despierto empapada en un sudor frío.
Es viernes por la tarde y me estoy preparando para ir a Polunsky a ver a mi padre. Pero de pronto me llama el señor Masters. Sonrío cuando respondo la llamada.
—¿Sí?
—Señorita Riley.
El acento sureño del señor Masters es tan marcado que hace que el bourbon sepa a agua.
—Señor Masters —respondo despacio, burlándome de su acento.
Cuando mi padre nos presentó, mucho tiempo atrás, el señor Masters me pareció muy alto. Recuerdo que pensé que, con esos trajes elegantes y caros, debía de tratarse de alguien importante. Le pregunté a mi padre cómo debía dirigirme a él. El señor Masters se acuclilló frente a mí y me miró muy serio.
—¿Cómo quieres llamarme? —me preguntó.
Yo me escondí detrás del brazo de mi padre y no respondí. Pero el señor Masters me dijo que, como yo era una joven dama, tenía dos opciones.
—Puedes llamarme señor Benjamin o señor Masters.
Pensé al respecto un minuto, pero señor Benjamin no me pareció lo suficientemente elegante para él.
—Elijo señor Masters.
—Excelente—respondió mientras se incorporaba y me extendía una mano—. Yo te llamaré señorita Riley.
Cuando le estreché la mano, noté algo entre los dedos. Y al retirarla, me di cuenta de que me había deslizado un pequeño paquete de Skittles. Siempre han sido mis caramelos preferidos.
El señor Masters me guiñó un ojo.
—Me ha dicho un pajarito que te gustan.
Le sonreí feliz y recuerdo que pensé que era como el presidente, pero mágico.
Hasta el día de hoy, nunca me ha dado un motivo para que piense otra cosa de él.
—¿Cómo te encuentras esta tarde tan calurosa?
—Estoy disfrutando de los placeres del aire acondicionado mientras me preparo para ir a ver a papá. ¿Cómo están las cosas por ahí?
El buen humor desaparece en ambos lados de la línea telefónica en cuanto menciono a mi padre.
—Sigo trabajando. No me he dado por vencido. —Su tono de voz es suave—. ¿Cómo está tu madre? Me tiene preocupado.
—Trabajando, también —suelto una risa amarga—. ¿Qué otra cosa podría estar haciendo?