Condenado a muerte. J. R. Johansson
presenta para jugar a su juego y adivinar la respuesta a sus preguntas. Todo con la vana esperanza de que la respuesta correcta los convenza de la inocencia que lleva defendiendo los últimos doce años. De que algún día podrá volver a ser libre.
Empiezo a pensar que esa libertad no existe, por lo menos no para nosotros. Tal vez vivamos siempre en este compás de espera.
El señor Masters y Stacia se detienen junto a nosotras de camino al frente de la sala. Stacia era la asistente legal de mi padre. Lo más probable es que no necesite la misma ayuda legal que los demás presos de Polunsky porque él ya es un abogado excelente. Pero Masters y Stacia son los únicos, aparte de nosotras, que creen en su inocencia, y necesitamos toda la ayuda y la positividad que podamos conseguir.
Mi padre dice que, todos estos años, el señor Masters nos ha cuidado cuando él no ha podido. Lo principal para mí es saber que puedo confiar en él, porque yo solo confío en mis padres. Él es la excepción, la única persona con la que puedo contar en cualquier momento, en cualquier lugar y en cualquier cuestión, sabiendo que no me juzgará ni dudará jamás de mí. Por eso, para mí, es como de la familia, y sabe Dios que no tengo demasiada.
—¿Cómo estáis?
El señor Masters se pone en cuclillas en el pasillo, al final del banco, y nos observa con preocupación. Stacia permanece de pie junto a él, mientras, con las manos nerviosas, alisa el borde del montón de papeles que sostiene.
Mi madre asiente con una expresión de seguridad que no deja lugar a dudas.
—Estamos bien. Gracias, Ben —responde.
Masters me examina y parece que intenta comprobar cuánta verdad hay en lo que ha dicho mi madre. Me encojo ligeramente de hombros porque, en realidad, no tengo ni idea de cómo estamos. Quizá nos lo debería preguntar de nuevo en cuanto termine la audiencia de apelación.
—¿Qué posibilidades tenemos? —le pregunto en voz baja.
Pone la misma expresión de seguridad que mi madre y asiente.
—Creo que tenemos una, que es lo que más importa en este momento.
Stacia extiende una mano y me da un apretón en el hombro.
—Estamos luchando con todas nuestras fuerzas por él. No nos daremos por vencidos —dice.
—Os estamos muy agradecidas por eso —dice mi madre tragando con dificultad.
En ese momento, todos miramos al frente, se ha abierto la puerta por la que traerán a mi padre.
El señor Masters se inclina y le da una palmadita a mi madre, y luego me guiña un ojo. Stacia me ofrece una media sonrisa nerviosa. Ambos se dirigen a la parte delantera de la sala. Sé que están aquí para apoyarnos a mi madre y a mí tanto como a mi padre, y les estoy agradecida. Son las únicas caras amables que nuestra familia ha visto en los tribunales.
Mi padre entra escoltado y se une a su equipo de abogados. Estamos a menos de tres metros, pero no puedo llegar a él, no puedo tocarlo. Suelto la mano de mi madre y, con fuerza, cierro en un puño las mías sobre la falda. No sé por qué me sigue afectando tanto verlo en una sala de audiencias. Debería estar acostumbrada. Es un ejemplo perfecto de cómo hemos vivido durante casi toda mi vida. Mi padre está aquí, frente a mí, pero completamente fuera de mi alcance.
Me ha dicho mil veces que estaría con nosotras si pudiera. Pero su deseo no puede hacer desaparecer el acero y los barrotes que un sistema corrompido ha puesto entre nosotros. Mi esperanza no es capaz de borrar las palabras que pronunció el juez Reamers en otra sala de audiencias cuando yo tenía apenas seis años.
Esas palabras destruyeron mi mundo. Me persiguen en sueños por la noche. Incluso he buscado la grabación en internet para comprobar que no lo recuerdo mal. He visto el momento más de una vez. Y pese a que han pasado muchos años, siempre que me siento en una sala de audiencias esas palabras irrumpen en mi mente sin yo quererlo.
«El jurado declara al acusado, David Andrew Beckett, culpable de tres cargos de homicidio punible con la pena de muerte. De acuerdo con las leyes del estado de Texas, este tribunal establece su castigo: la muerte. Por ello ordena que el sheriff del condado de Harris, Texas, lo remita al director de la Unidad Penitenciaria Polunsky, donde deberá permanecer detenido hasta que se cumpla la sentencia.»
—¿Riley?
Mi madre me aprieta una mano, y yo me vuelvo inmediatamente hacia ella.
—¿Sí?
Observo su cara mientras me pregunto si siente lo mismo que yo cuando estoy en esta sala. Mi madre es muy difícil de leer.
Me dedica una sonrisa dubitativa.
—Si crees que no vas a poder aguantar, papá entenderá que...
—No —respondo en voz más alta de lo que pretendía, y me muerdo la lengua tan fuerte que me sale sangre, pero me obligo a no hacer ninguna mueca de dolor.
La espalda de mi madre se pone rígida, pero no puedo ceder, no en esto. Durante el juicio de mi padre me sacó de la sala de audiencias cada vez que el señor Masters creía que mi presencia no iba a ayudarlo. Desde entonces, me he perdido varias apelaciones cuando no he podido convencer a mi madre de que mi padre me hubiera querido allí. Solo cuando me saqué el carnet de conducir comenzó a ceder y a dejarme decidir si quería venir a las audiencias o no. A pesar de eso, incluso ahora, todavía intenta protegerme para que me entere de la menor cantidad posible de detalles sobre el juicio. Se niega a entender que ya no tengo seis años y que no necesita protegerme, y yo no voy a dejar que me despache en la audiencia de apelación final. Hoy me quedo.
—Por favor, necesito estar aquí —digo.
Se relaja, respira hondo, y luego asiente y me da una palmadita en la rodilla.
Sé que mi madre está preocupada por cómo manejaré la situación si esta apelación no sale bien. Mi padre siempre dice que las cosas buenas llevan tiempo. Al menos en esta audiencia no me siento una completa ignorante. Esta vez, mi padre me ha contado que a una integrante del jurado la convenció un familiar para que votara culpable. Es la pista más prometedora que hemos tenido en mucho tiempo, pero no puedo evitar pensar también que es posible que me hayan engañado.
Mi madre se sienta muy recta, con la barbilla alta. Me gustaría saber qué está pensando. Su última visita a Polunsky fue hace más de tres meses, y me pregunto si tras todo este tiempo habrá perdido la esperanza. Quizá solo trata de hacer que le resulte menos doloroso si las cosas hoy no salen como esperamos. Quizá eso sea lo más inteligente, lo más seguro.
El alguacil nos ordena que nos pongamos en pie cuando entra la jueza Howard. Me quito las gafas de sol y las guardo en el bolso. Quiero ver todo lo que pasa con claridad. La túnica negra de la jueza flota a su alrededor y hace que parezca un presagio de la muerte y no el símbolo de justicia que debería representar. Cuando tomamos asiento, se la ve casi aburrida mientras revuelve el montón de papeles que tiene delante. Sé que no debería enfurecerme tanto, pero es que ella tiene tanto poder y yo tan poco... La odio por eso.
Al fin se fija en mi padre.
—Señor Beckett, he analizado las pruebas que ha presentado ante este tribunal. Y, aunque coincido en que los familiares no deberían aconsejar a los miembros de un jurado sobre qué votar, no creo que en este caso el consejo haya influenciado en la decisión del jurado. Eso significa que las pruebas presentadas son insuficientes para concederle el juicio nuevo que ha solicitado, o cualquier otra suspensión de la sentencia.
La respiración se me corta como si un peso enorme hubiera aterrizado sobre mi pecho. La sala se llena de los murmullos y los movimientos de la multitud que ha venido a ver el espectáculo. Del otro lado del pasillo, la gente celebra la decisión. Sonríen y se abrazan ante la idea de la muerte de mi padre. La ironía me resulta enloquecedora y desgarradora a la vez. Ser acusado de matar a alguien es lo que hizo que terminara aquí en primer lugar. ¿Qué clase de sistema es este? ¿Qué clase de justicia hace pagar el asesinato de mujeres inocentes con el asesinato de un hombre inocente?