Condenado a muerte. J. R. Johansson

Condenado a muerte - J. R. Johansson


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el suelo.

      Matthew se baja del asiento y viene hacia mí.

      —No me has dicho tu nombre —me reclama.

      Tal vez todos mis amigos deberían tener seis años. Las preguntas de los niños siempre son más sencillas de responder que las de los adultos. Algo en mí me pide que no le mienta.

      —Me llamo Riley.

      Su hermano levanta la cabeza y parece avergonzado.

      —Matthew, no tiene que decirte cómo se llama si no quiere.

      —Pero... si ya me lo ha dicho.

      Matthew mira a su hermano mayor como si acabara de decir la cosa más tonta que ha escuchado en su vida. Alarga su pequeña mano para estrechar la mía.

      —Encantado de conocerte —afirma con sinceridad.

      El gesto me derrite, y acepto el saludo. Toda la preocupación que siento por la audiencia de mi padre se diluye cuando me coge la mano con firmeza y me la estrecha como si estuviéramos en la reunión más importante de nuestras vidas.

      —Ahora, dime cuál es tu color favorito —añade.

      Después de guardar los coches en un contenedor de plástico verde, el hermano de Matthew se levanta y coloca las manos sobre los hombros del pequeño.

      —Perdona —dice—. No tiene filtro con los desconocidos.

      —No hay problema. Me gusta que me digan que soy guay —contesto encogiéndome de hombros mientras bajo la vista para mirar a Matthew—. Mi color favorito es el violeta.

      Matthew se abalanza sobre el contenedor verde y se pone a rebuscar en él sin decir una palabra.

      —Creo que acabas de aceptar oficialmente su invitación a jugar... por si no te has dado cuenta.

      El chico sexy se pasa una mano por la nuca. Se sonroja y me sonríe.

      —Por cierto, me llamo Jordan.

      —Tu hermano es muy mono —bajo la voz para que Matthew no nos oiga.

      —Sí, las chicas suelen decir eso —comenta negando con la cabeza.

      —Ah, ya veo.

      Levanto una ceja mientras pienso que estos dos pueden ser la pareja perfecta para entretenerme hoy.

      —¿Es parte de tu jugada? —añado—. Traer a tu adorable hermano al centro comercial. Lanzar cochecitos a las chicas. Conseguir que le digan su nombre... Muy buena táctica. ¿También me pedirá el número de teléfono?

      Por un momento, Jordan parece horrorizado, pero de pronto se da cuenta de que estoy bromeando y sonríe sin pudor.

      —O tal vez formamos parte de un proyecto de investigación, y él es un científico muy pequeño —dice.

      El camarero me trae el batido y yo le introduzco la cuchara.

      —¿Qué está investigando? —pregunto.

      —Los efectos de los cochecitos en completos desconocidos.

      Jordan se mete las manos en los bolsillos de los vaqueros con una expresión divertida que pretende ser seria.

      —Fascinante.

      Matthew deja caer un descapotable violeta brillante en mi mesa. Lo cojo y, antes de que pueda decir nada, se instala con el contenedor verde en el asiento al otro lado de mi reservado.

      Jordan mira a Matthew y luego a mí, y niega con la cabeza.

      —Amiguito, nos tenemos que quedar en nuestro sitio. Me parece que ya hemos molestado a Riley lo suficiente.

      Matthew se detiene en seco, deja de organizar los coches en mi mesa y me mira sorprendido.

      —¿Te estoy molestando? —pregunta.

      —Para nada. —Niego con la cabeza rápido y con firmeza—. No hay problema.

      Levanto la mirada hacia Jordan y le señalo el hueco junto a Matthew.

      —Parece que soy oficialmente parte del experimento, o del equipo de boxes, según adónde nos lleve la tarde. ¿Te sientas?

      Jordan acepta, coge un coche de carreras amarillo y se lo pasa por el dorso de la mano a Matthew. Luego me mira y frunce el ceño, como si le preocupara algo.

      —Me suenas, Riley. ¿Vas al instituto por aquí cerca?

      4

      TRAGO Y ME ACERCO EL COCHE a los ojos, y finjo que estoy muy concentrada en sus ruedas delanteras, mientras mi mente trabaja a mil revoluciones por minuto. No me gusta la idea de no decirle la verdad a Matthew, porque, por alguna razón, mentirle a un niño, con lo transparentes que son, me hace sentir mal, pero no quiero contarle a Jordan nada más de lo necesario. Es obvio que solo existe una solución: decirle la verdad a Matthew y mentirle a Jordan descaradamente.

      —No. De hecho, estudio en casa.

      Hago girar las ruedas una vez más antes de dejar el coche en la mesa.

      —Tal vez tenga una de esas caras tan comunes —concluyo.

      Jordan asiente con la cabeza.

      —Tal vez —dice.

      —¿Haces deporte? —Matthew interviene antes de que Jordan pueda añadir nada más.

      —La verdad es que no.

      —Jordan juega... —Matthew mira a Jordan frunciendo el ceño—. ¿Todavía juegas o ya no?

      Ahora es Jordan quien se siente incómodo.

      —Quizá vuelva a jugar, pero por ahora no.

      Matthew asiente con un gesto cómplice.

      —Jugaba.

      Miro a ambos hermanos, esperando a que alguien complete la información que falta.

      —Fútbol americano —dice Jordan, con una expresión bastante reservada.

      Me pregunto por un momento si él también me percibe así.

      —¿Dejaste de jugar al fútbol? ¿A propósito? —finjo estar espantada—. Pensé que eso jamás pasaba en Texas.

      La expresión de Jordan se suaviza.

      —Lo sé. Deberías tenerlo en cuenta. Soy una rareza.

      —Al final te rendirás y volverás. Todos lo hacen —digo.

      Luego hago chocar un cochecito contra Matthew y le da un ataque de risa.

      —¿Eres experta en fútbol texano?

      Jordan me observa y parece haberse olvidado por completo del coche que tiene en la mano. Yo lo miro de reojo y adopto una táctica evasiva.

      —Mmm... ¿Acaso no es obligatorio si vives aquí? Creía que te quitaban el carnet si no lo eras.

      —¿El carnet de texano oficial? —pregunta mientras construye una rampa para Matthew con el menú y el servilletero.

      —Sí.

      Así está mejor. Charla superficial y amistosa. Nada de preguntas inquisitivas, y todos estaremos la mar de bien.

      —Pues creo que voy a devolver el mío.

      Jordan se concentra en perfeccionar la estabilidad de la rampa y añade unos saleros y pimenteros en uno de los extremos.

      Lo que dice me sorprende y dejo el cochecito. De pronto siento tanta curiosidad por el chico que está sentado frente a mí que me olvido de que debo guardar mis secretos.

      —¿Sí? ¿Por qué?

      Nota que mi tono de voz es diferente y me mira unos segundos.

      —No lo sé. Razones —dice.

      Parpadeo. Y creía que


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