Condenado a muerte. J. R. Johansson
mi madre como yo esperábamos que, en algún momento, dejara de escribir o escribiera menos, pero ese momento nunca llegó. Las pilas de cajas de zapatos son tan altas que otra vez están a punto de interferir con la ropa que tengo colgada. Saber que pronto tendré que subir algunas al desván hace que se me forme un nudo de tristeza en lo más profundo del estómago.
Me aterroriza hacerlo. Las cajas contienen fragmentos de mi padre, y Polunsky ya se ha llevado demasiado de él. Me gusta tener las cartas cerca. Quisiera llenar la habitación entera con ellas, pero mi madre no me deja.
Solía pensar que quizá mi madre estaba celosa porque a ella no le escribía una carta para cada día de la semana, pero no me decido a preguntárselo por si le duele hablar del tema. Sé que lo echa tanto de menos como yo, y que los tres hemos sufrido mucho.
Un ruido dispersa mis pensamientos cuando escucho que la puerta se cierra en el piso de abajo.
—Riley, ¿estás en casa? —Es mi madre.
—Sí —respondo mientras cierro el armario.
—¿Puedes venir a ayudarme con la compra, por favor?
—Sí, señora —murmuro.
Y me dirijo a las escaleras. Dejo los pensamientos donde me gustaría poder quedarme yo, encerrados en el armario con las cartas de mi padre.
Mi madre me empuja las manos con un bol de espaguetis hasta que parpadeo y lo cojo. Cuando levanto la vista, resulta evidente que ha estado hablando y que no le he prestado atención.
—Perdona —digo mientras llevo el bol a la mesa y cojo los vasos para llenarlos de leche.
—Estás con la cabeza en las nubes. —Espera a que la mire a los ojos antes de continuar—. ¿Has tenido un buen día?
—Sí, ha estado bien.
—¿Te aburres? ¿Estás segura de que dejar el trabajo ha sido una buena idea? —Su tono de voz indica claramente que cree que debería haber aguantado, pero ya hemos hablado de ello.
La miro a los ojos.
—Trabajar en un lugar como ese no valía la pena.
Me observa. Me doy la vuelta y me sirvo un segundo vaso de leche antes de que siga hablando.
—Ya sé que fue difícil...
—No fue difícil, mamá.
Dejo con fuerza el vaso encima de la mesa, escucho el golpe sordo pero casi no me doy cuenta de que derramo un poco de leche.
—En cuanto se enteró de lo de papá, Carly se lo contó a todo el mundo. Comenzaron a evitarme, y después alguien me dejó esas amenazas en la taquilla y en el coche.
—No es la primera vez que nos pasa, Riley.
Mi madre limpia la leche con una servilleta mientras niega con la cabeza.
—Me dijeron que debía morir como las chicas del caso de papá. —Las palabras se derraman como la leche, sin que pueda detenerlas.
Mi madre me lanza una mirada penetrante y yo cierro la boca. Me quedo en silencio, pero estoy furiosa. Nuestra situación es difícil, sin embargo, la peor parte es cuando me habla como si yo no fuera lo bastante fuerte. Cuando insinúa que soy débil aunque me pase el día peleando para demostrarme a mí misma y al resto del mundo que sí soy fuerte como para lidiar con la situación, con la vida. Que sea ella quien duda de mí es más doloroso que si fuera cualquier otra persona.
—¿Has hecho algo divertido hoy?
Carraspea y levanta la barbilla mientras deja el bol en la mesa y se sienta. Puedo ver en su mirada que ha dado por zanjada la discusión.
—He leído un poco —respondo sabiendo que no estará contenta si se entera de que me he pasado el día sin hacer nada, satisfecha con mi estatus reciente de desempleada.
—¿Sí? ¿El qué? —Sonríe con gravedad, pero su voz suena cálida.
Nunca reconocerá que entiende por qué dejé el trabajo, pero lo entiende. Ahora ella tiene un puesto estable, pero no siempre ha sido así. Y, por lo que cuenta, sé que ha tenido que esforzarse el doble para que la gente valorara sus capacidades en lugar de a su marido.
Como ella siempre dice: «Si te vuelves imprescindible, la gente no podrá deshacerse de ti».
—El conde de Montecristo.
Enrollo unos cuantos espaguetis en el tenedor, pero no me los llevo a la boca.
Vuelve a fruncir el ceño.
—¿Otra vez? ¿Un libro sobre un hombre inocente que está en prisión, Riley? ¿No te parece que deberías intentar leer algo diferente?
—Me gusta. —Me encojo de hombros y decido que me toca a mí cambiar de tema—. ¿Vendrás conmigo a la audiencia de apelación del jueves?
Mi madre asiente mientras pincha espaguetis.
—Sí. Quedé con alguien para que me cubriera un par de horas. ¿Te paso a buscar de camino a los tribunales?
—Vale.
Me alivia saber que esta vez no estaré sola. Bajo la mirada y me doy cuenta de que llevo todo el rato dando vueltas a los espaguetis en el bol, pero que no he comido nada. Tengo el estómago hecho un nudo y no por nada relacionado con el hambre.
A lo mejor sacar el tema de la apelación a la hora de la cena no ha sido mi idea más brillante.
Mi madre posa una mano sobre mis dedos para que no me aferre al tenedor con tanta fuerza.
—Pase lo que pase en la audiencia, estaremos bien.
Levanta la cabeza bien alta. Desearía poder contagiarme un poco de su resiliencia a través de la mirada. Como no digo nada, me aprieta la mano.
—¿Me crees, Riley?
Asiento con la cabeza y trato de convencerme de que me lo creo.
—Sí, mamá.
3
EL MIéRCOLES POR LA TARDE, mi Volkswagen se cocina bajo el sol de Texas como si fuera uno de los bizcochos de nueces de mi madre. El calor emana de él en oleadas, pero sé perfectamente que no huele ni la mitad de bien. Me detengo en el porche delantero cuando veo un papel blanco debajo de una de las macetas. Nadie en el vecindario se ha mostrado amable con nosotras desde que descubrieron quién era mi padre, un mes después de que nos hubiéramos mudado. Desde entonces, cada tanto recibimos mensajes preciosos como este. Considero tirarlo a la basura sin leerlo, la experiencia me insinúa que no quiero saber lo que dice, pero la curiosidad me gana y lo abro con cuidado.
Es exactamente el tipo de mensaje que esperaba ver.
«La gente que apoya a asesinos no encaja aquí.
¡Marchaos de nuestro vecindario!»
Suspiro y me recoloco las gafas de sol bien arriba en la nariz. Tiro la nota a la basura y avanzo deprisa por el camino de entrada en dirección al coche mientras desbloqueo las puertas. Inspiro profundamente, abro y retrocedo un paso para que la ola de calor que se escapa del interior no me abofetee la cara.
Como para fastidiarme por el esfuerzo que acabo de hacer, se levanta un viento muy caliente que parece proceder del propio sol. ¡Dios!, incluso la brisa en Texas transporta un calor infernal. En lugar de refrescarme, la corriente provoca que unas gotas de sudor me rueden por la espalda.
Veo a mi vecina Mary saliendo de su casa, tres puertas más abajo, y la saludo con una mano. Ella levanta automáticamente una mano para devolverme el saludo, pero luego me reconoce y la deja caer con rapidez cuando se da cuenta de que su madre va detrás de ella. La señora Jones la acompaña hasta el coche, negando con la cabeza y sin parar de susurrar. Alcanzo a oír el cacareo