Condenado a muerte. J. R. Johansson
para volver loco a cualquiera, si ya no lo estabas antes de entrar. Pasar solo tanto tiempo no es bueno para el bienestar de nadie. Ha perdido mucho peso a lo largo de los años, está más delgado y firme. A veces le veo magulladuras que se niega a explicarme. Pero tengo bastante experiencia como para sospechar que se deben a un altercado casual con otro preso cuando lo están trasladando por la prisión... o a los mismos funcionarios. Cuando le quitan las esposas, me abraza muy fuerte, y yo le devuelvo el abrazo como hago siempre en cada visita. Supongo que cuando solo estás autorizada a darle dos abrazos por semana a tu padre nunca sientes que eres demasiado mayor para hacerlo.
El agente carraspea y mi padre se aparta de mí. Caminamos unos pasos para sentarnos a la mesa. Una vez que estamos sentados, el agente cierra la puerta y se queda fuera haciendo guardia. Esto es todo lo que se nos permite. Esto es lo que define nuestra relación en las visitas: un abrazo al principio y otro al final. Cuando me vaya, el agente me dará las cartas que mi padre me ha escrito durante la semana para que me las lleve a casa. Mientras estamos en la sala, debemos mantenernos sentados uno frente al otro. Podemos cogernos de las manos, pero ya casi no lo hacemos. No desde que era niña. Cuando mi madre venía más seguido, mi padre y ella a veces se cogían de las manos. Para mí, ese es el símbolo de su matrimonio, de su amor. No podría quitárselo.
En el último año, mi madre se ha perdido demasiadas visitas y audiencias seguidas, y sé que se echan de menos, pero su trabajo nuevo la absorbe. Desde el verano pasado, es la ayudante ejecutiva del vicepresidente de una empresa financiera. Le pagan bien y tiene el trabajo asegurado, pero siempre y cuando esté a su completa disposición. Desde que la despidieron argumentando que «su presencia provocaba un entorno laboral incómodo» o por «no haber facilitado la información pertinente sobre su situación», a mi madre le importa muchísimo tener el trabajo garantizado.
—¿Cómo está mamá? —pregunta mi padre primero.
Yo sonrío. Polunsky lo ha envejecido, pero no le ha quitado el brillo de los ojos cuando me ve.
—Bien. Me ha pedido que te diga que tiene muchas ganas de verte el jueves.
—¿Vendréis las dos a la audiencia? —Su sonrisa flaquea.
—Sí —respondo, y me preparo para la discusión que sé que se avecina.
—Preferiría que no vinieras, ya lo sabes.
Mi padre se reclina en la silla y se pasa una mano por el pelo, grueso y entrecano.
—Ben puede contarte después lo que pase... —añade.
—Queremos estar allí. Es importante que la familia te apoye durante las apelaciones, para ti y para el juez. Nos los dijo el señor Masters.
Benjamin Masters es el abogado de mi padre, y un viejo amigo de la familia. De pequeña, pensaba que era mi tío. No entendí que no estábamos emparentados hasta que cumplí diez años. Eran socios en el bufete de abogados antes de que mi padre terminara encerrado aquí.
—Es la lógica de los abogados. Lo sé yo y tú también. —Frunce tanto el ceño que parece que le asoman arrugas nuevas a la cara—. Pero yo no estoy pensando como abogado en este momento. Sino como padre, y trato de proteger a mi familia. Odio ver a la prensa rodeándoos a ti y a tu madre como una manada de coyotes que han olido carne fresca. No habéis hecho nada para merecer esto.
—Tú tampoco, papá.
Me estiro y le doy un apretón firme.
—Estamos metidas en esto contigo porque lo hemos elegido —prosigo—. Además, odiaría no estar allí para escuchar las buenas noticias.
Me devuelve una versión desdibujada de mi sonrisa y decido cambiar de tema. Abro la bolsa de plástico y le tiendo la carta de mi madre antes de extraer el juego de ajedrez de papel y colocar las piezas.
—Bueno, pasemos a lo que de verdad importa —digo—. Esta semana he aprendido en YouTube una jugada con la que vas a alucinar.
Mi padre se ríe entre dientes, hace crujir los nudillos y se inclina hacia delante esbozando una sonrisa de oreja a oreja.
—Eso ocurre con todo lo que me dices que encuentras en internet.
2
ES MARTES Y YA HE LIMPIADO mi habitación cinco veces mientras intento no pensar en la próxima audiencia de mi padre. Que yo recuerde, es la primera vez que casi quiero que haya clases en verano para tener algo con qué distraerme. Pero sé que es un deseo momentáneo y pasajero, ya que la mayor parte del tiempo daría el riñón izquierdo con tal de no tener que volver a ese lugar infernal donde todos —estudiantes y docentes por igual— me miran como si en cualquier instante fuera a transformarme en una asesina.
Sin embargo, cuando digo que necesito una distracción urgente me quedo corta.
Me hundo en el sofá para leer por millonésima vez mi maltratado ejemplar de El conde de Montecristo. La casa está a oscuras, y me gustaría que mi madre estuviera aquí. Me froto los párpados con las puntas de los dedos, y dejo que la tensión de la semana baje por las piernas y se filtre por los pies.
Abro el libro, pero lo abandono tras leer unas pocas páginas. Me encanta la historia, ese no es el problema. Es que la casa está demasiado tranquila. Me resulta apacible, pero a veces siento que se encuentra envuelta en una manta de aprensión. Que está a la espera, como yo. Del próximo día de visita, la próxima fecha de juicio, para leer la próxima carta o, como ahora, la próxima audiencia de apelación, para la que faltan dos días.
Es todo lo que hacemos en mi familia. Esperar.
Y en el silencio, los nervios me ganan la partida. Es como si un enjambre de hormigas rojas se introdujese en tropel bajo la piel. Como si sintiera las patitas arrastrándose, pero no pudiera detenerlas. Me estremezco porque sé que no puedo hacer nada para evitar que me piquen en cualquier momento.
Me froto los brazos para intentar alejar los pensamientos, la sensación. Quisiera tener algo para hacer, cualquier cosa. Dejo de frotarme y me dirijo hacia la escalera.
Se me ocurre una cosa para la que no necesito esperar.
En cuanto llego a mi habitación, saco las tres cartas que me quedan sin leer en la montaña de la semana, cojo la fechada el 31 de mayo y me dejo caer en la cama al tiempo que levanto la solapa del sobre. Mi padre nunca se preocupa por sellar las cartas. Aprendimos hace mucho tiempo que los funcionarios de la prisión abren y leen todas las cartas que él nos da para que nos llevemos a casa, así que no trata de impedirlo. Cojo el papel y lo sujeto con cuidado mientras leo.
Riley:
¡Feliz martes, cariño! Espero que tengas un buen día. Es increíble lo rápido que pasa el tiempo últimamente. Siempre es bueno verte. No puedo creer que pronto vayas a cumplir dieciocho años. Me parece mal que mi hija crezca tanto sin mí. Cada vez que te veo me parece que eres mayor. No crezcas tan rápido, Ri. Todavía tengo esperanzas de encontrar alguna manera de volver a casa contigo antes de que te independices y empieces a vivir tu vida.
Con todo mi amor,
Papá
La leo de nuevo, sonriendo mientras recuerdo la última visita. La partida de ajedrez estuvo reñida. Casi gano, algo que no he logrado desde que cumplí nueve años y me di cuenta de que me estaba dejando ganar. Le exigí que empezara a jugar en serio y, desde entonces, no me da tregua.
Pero estoy aprendiendo. Mejoro con cada partida, y él lo sabe.
Me dirijo al armario. La parte de abajo está llena de cajas de zapatos apiladas en orden. Cada tanto, empaqueto las cartas viejas y las llevo al desván para hacer sitio a las nuevas. Nunca he intentado llevar la cuenta de cuántas cajas he apilado a lo largo de los años, pero en este momento en el armario tengo veintidós. La caja de más arriba es la única que no está cerrada con una goma elástica grande. Guardo la última carta, y acaricio algunos sobres antes de poner la tapa y devolver la caja a su lugar. Mi madre me ayudó a crear este sistema cuando el juicio de mi padre aún no había terminado. Había