Condenado a muerte. J. R. Johansson

Condenado a muerte - J. R. Johansson


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observo alejarse en el coche mientras el mío se refresca un poco. Siempre ocurre lo mismo. Nos hemos mudado tres veces en Houston: vecindarios nuevos, escuelas nuevas, amigos nuevos. Y siempre ocurren las tres mismas cosas en la escuela. Primero, terminan enterándose de lo de mi padre, y ya solo eso aleja a la gran mayoría. Los pocos que no se espantan porque mi padre esté condenado se obsesionan de un modo extraño con el tema. Y solo quieren saber cómo es tener un padre en el corredor de la muerte. A mí se me hace raro, pero como mínimo me garantiza amigos con los que salir, por lo menos hasta que sus padres lo descubren y les prohíben quedar conmigo o venir a casa. Eso ya los descarta a casi todos.

      Solo dos se quedaron después de todo: Kali y Rebecca. A ellas parecía no importarles para nada lo de mi padre, sentía que eran mis amigas por mí. Por eso me resultó tan difícil mudarme al otro lado de la ciudad con mi madre en séptimo curso. Kali hizo amigos nuevos y perdimos el contacto. En cuanto a Rebecca, su padre estaba en el ejército, en la base conjunta de San Antonio, pero luego lo transfirieron a Dakota del Sur. Me manda cartas de vez en cuando.

      Por lo general, los vecinos, en cuanto descubren la situación, pasan directamente a querer que nos vayamos. No todos nos dejan notas desagradables, pero ninguno se muestra amable.

      Creo que con el tiempo me he cansado de ser rechazada y ahora soy yo la que rechaza a todo el mundo antes de que me marginen a mí. Mantener a la gente a cierta distancia hace que te sientas sola a veces, pero te ahorra mucho sufrimiento.

      Doy un puñetazo a los botones para que las ventanillas se bajen todas al mismo tiempo. Con un poquito más de fuerza de la habitual, lanzo hacia atrás la manta que llevo en el asiento. Y cuando me subo, suelto un gruñido y bajo la visera para evitar que el brillo que rebota en el capó del coche me deje ciega, pero por un momento me olvido de la foto vieja y deteriorada de mi padre que escondo allí. Formo una cuna con las manos para atraparla con delicadeza.

      En la imagen se le ve la cara muy suave, y a él muy joven. En su mirada reconozco un brillo de esa temeridad que siempre dice que saqué de él. Lo que ha pasado lo ha endurecido. Quiero a mi padre tal como es, pero no puedo evitar desear haberlo conocido cuando se veía así. No debería haber sacado esa foto de casa. Mi madre asegura que es más probable que la gente lo reconozca de joven. Pero no soporto la idea de no tener la foto cerca. La beso antes de deslizarla detrás de la visera y poner el coche en marcha.

      La próxima apelación de mi padre es lo que hace que esté tan ansiosa y preocupada últimamente. Y también es la razón de que no pueda pasar en casa ni un minuto más. Desde que me saqué el carnet, me gusta fingir con regularidad que soy otra persona. Este es el tipo de distracción que necesito para mantenerme ocupada lo que queda de día... y creo que sé dónde encontrar un escenario para ponerla en práctica.

      Conduzco en dirección al centro comercial First Liberty. Pasan quince minutos hasta que vale la pena encender el aire acondicionado. Eso me deja por lo menos otros cuarenta y cinco para disfrutar en el interior agradable y fresco del coche antes de llegar.

      Hay centros comerciales mucho más cerca a los que podría ir para despejarme. Después de todo, vivo en el noreste de Houston. Casi cualquier centro comercial de la ciudad queda más cerca de casa que ese. Pero prefiero conducir más rato a cambio del beneficio incalculable que brinda el anonimato. En First Liberty no voy a coincidir con gente que me conozca. No tengo por qué ser la Riley del instituto, la Riley de los tribunales o la Riley de la Unidad Penitenciaria Polunsky.

      Mientras estoy allí, puedo pretender ser cualquier persona. Y no la chica cuyo padre espera en el corredor de la muerte. Ni siquiera tengo que decirle a nadie mi nombre verdadero si no quiero. Conducir una hora de ida y otra de vuelta vale completamente la pena si puedo ser cualquier otra persona en un día como hoy.

      Cuando detengo el coche en el aparcamiento del centro comercial, no puedo evitar sonreír. Aquí no hay nadie del instituto ni nadie que pueda reconocerme. El restaurante que está enfrente de las salas de cine es un buen lugar, así que me dirijo allí. Me gusta mirar a la gente que pasa. A veces me reto a interactuar con extraños. Imagino quién podría haber sido si el sistema judicial de Texas no lo hubiera decidido por mí.

      Hablar con la gente conlleva riesgos mayores, claro. Me ven de cerca, y podría ser que alguien me reconociera de algún artículo sobre los juicios y las audiencias de mi padre, pero ese es un riesgo que corro en cualquier parte de Texas. En general, me limito a interactuar con gente de mi edad, y ese sector dedica el mismo tiempo a leer periódicos que a hacer mantequilla. Con tres institutos de secundaria a muy poca distancia, el centro comercial está siempre repleto de adolescentes.

      Así que, al menos hoy, puedo empezar de cero. Y es exactamente lo que necesito antes de que el día de mañana, jueves, tenga la oportunidad de aplastar el futuro de mi familia.

      En cuanto entro en el centro comercial, siento la brisa fría y enseguida me relajo. Por millonésima vez, agradezco mentalmente a los dioses el aire acondicionado.

      Voy directa al Galaxy Café, y la camarera que me recibe me guía hasta un reservado cerca de la ventana desde donde puedo mirar a la gente que pasa. La atmósfera es fantástica. Me encantaría este lugar aunque no me brindase la libertad que me da. Es un restaurante calcado a los de los años sesenta. Ponen música antigua, como los Beatles y Elvis, y siempre me recuerda a la música que mi padre ponía en casa y a la risa de mi madre. Pero eso fue mucho antes de que nos separaran los barrotes de una celda. Los asientos del café están cubiertos de vinilo rojo brillante, las paredes decoradas con discos y el techo pintado de azul oscuro con unos pequeñísimos puntos blancos de luz que forman constelaciones e imitan el cielo nocturno.

      El Galaxy es viejo y nuevo a la vez. Es kitsch y tiene rollo, y de él me encanta hasta el último detalle.

      Como es miércoles por la tarde, el centro comercial no está muy lleno, pero hay unas diez mesas ocupadas con clientes que toman un almuerzo tardío. Pido un batido cargado de Oreos y comienzo a estudiar a las personas que tengo alrededor. En una mesa cercana hay un montón de adolescentes. Me deslizo hasta el borde del asiento y finjo que miro el teléfono para escuchar a escondidas su conversación. Sin embargo, antes de poder oír algo noto un golpe en la sandalia derecha.

      Cuando me inclino, lo primero que veo es un cochecito de juguete. Lo cojo y lo examino de cerca.

      —Perdona. No hay duda de que debemos mejorar nuestras habilidades de conducción.

      Una voz grave me llega desde el reservado de atrás y me doy la vuelta para ver quién es. Lo primero que me viene a la cabeza es bastante básico: «Guau, qué sexy». Sus ojos son cálidos y marrones, un poco más claros que su piel oliva oscuro.

      El chico sexy me tiende una mano. Yo me quedo de piedra, no sé si estrechársela o devolverle el coche. Como si me leyera la mente, deja caer la mano en el regazo y me brinda otra opción.

      —¿No estarás interesada en unirte a nuestra competición? ¿Tienes experiencia en boxes?

      El brillo travieso que le ilumina la mirada me atrae.

      —¿Boxes? —repito.

      —A las chicas no les gustan los coches —dice una vocecita al otro lado del reservado.

      Me inclino un poco para ver de dónde viene. Un niño muy adorable levanta los ojos para mirarme. Debe de ser el hermano menor del chico sexy. La camiseta de Angry Birds le queda un poco grande. Tienen la misma piel, el mismo pelo oscuro y ondulado, la misma constitución atlética, la misma mandíbula cuadrada y la misma nariz romana: es su hermano en miniatura. Cuando me sonríe de oreja a oreja, me doy cuenta de que le falta uno de los dientes delanteros.

      —¡Hola! —dice.

      —Hola...

      No puedo evitar sonreírle.

      —¿Cómo te llamas? No te gustan los coches, ¿verdad?

      Sigue sonriéndome mientras pienso una respuesta. No debe de tener más de seis años.

      —Me llamo Matthew.

      —En realidad, sí que me gustan los coches.


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