Condenado a muerte. J. R. Johansson
solo por el hecho de pedírmelo.
Finalmente, logro arrancar mi mano de la suya y me incorporo. Mis oídos vuelven a funcionar, pero lo único que escucho es mi propia voz gritando «¡no!» una y otra vez: no a quedarme más tiempo aquí, no a lo que me está diciendo. Y no a todo lo que él está intentando convertir en una mentira.
El agente abre la puerta, pero se detiene, sorprendido, cuando ve que soy yo, y no mi padre, la que está causando alboroto.
—¿Riley? —pregunta mi padre, incorporándose también y observándome con cautela como si yo fuera un animal enjaulado, como si fuera un monstruo.
Como el monstruo que él acaba de intentar decirme que es... La ironía me hace sentir náuseas. Doy otro paso atrás. El agente mira a mi padre y luego a mí, y me ofrece la montaña de cartas que mi padre me ha escrito para la semana.
Le vuelvo la espalda sin decir una palabra, paso junto al agente y no toco las cartas. No sé qué pensar ni qué sentir. Solo sé que en este momento no puedo seguir escuchándolo. Cruzo las puertas y me dirijo al patio. Los pies me conducen hasta el coche en un estado de aturdimiento, y me quedó allí de pie. Miro fijamente la puerta mientras en mi mente da vueltas todo lo que mi padre me ha dicho, y trato con desesperación de encontrar algo real, algo verdadero, a lo que aferrarme.
«No soy un asesino, Riley.» ¿Cómo puedo estar segura?
«Soy culpable, y seré castigado por lo que he hecho.» Tampoco sé cómo creerme eso.
Cada intento que hago para entender lo que acaba de pasar me llena de más dudas. Pensaba que era incapaz de mentirme, y ahora sé con certeza que lo ha hecho al menos una vez. ¿Cómo podré distinguir la verdad de la mentira? Ha sido mi persona favorita desde siempre. ¿En quién se ha convertido?
«Nunca haría nada que pudiera heriros a ti o a mamá.» No lo sé.
«Confía en mí.» No lo sé.
«Te quiero, Riley...»
Pateo uno de los neumáticos y siento un dolor agudo en el pie, pero estoy hecha tal desastre que no me importa. Las lágrimas me caen a borbotones mientras el sol de Texas desciende a plomo sobre mi espalda, pero siento tanto frío en mi interior que no sé si alguna vez dejaré de temblar.
8
EL COLUMPIO EN EL QUE ESTOY SENTADA se mantiene perfectamente quieto, pero de todos modos siento que la arena bajo mis pies se está moviendo. Decido que no me importa y doy otro trago al ron antes de forcejear con el tapón de la botella y dejar que casi se me caiga a la arena. Entonces, con alguna que otra dificultad, me las arreglo para cerrar la botella y devolverla a la seguridad de mi chaqueta. No porque crea que vaya a pasar alguien por este parque la medianoche de un viernes, sino porque es la primera vez que pruebo el alcohol y la situación en sí hace que me sienta rebelde.
Durante la hora que he tardado en llegar a casa conduciendo desde Polunsky me he sentido un completo desastre. He tenido que detenerme tres veces de lo mal que me sentía por la conversación que he tenido con mi padre. Cuando he regresado a la ciudad, tenía claras dos cosas. Primero, que necesito tiempo para intentar entender en qué estaba pensando para confesarse conmigo antes que con mi madre. Aunque eso no va a ser un problema, porque para variar hoy trabaja hasta tarde. Segundo, que estoy muy pero que muy segura de que no quiero pensar más.
En una de las clases de educación sanitaria de la escuela aprendí que el alcohol ralentiza la función cerebral. Eso es lo que estoy tratando de conseguir. He aparcado delante de casa, comprobado que mi madre no estuviera, robado la primera botella que he encontrado en el mueble bar, y me he venido directa al parque.
Resulta que lo que nos dijeron en clase es cierto.
La cabeza me cuelga a un lado contra la cadena del columpio y la siento más pesada de lo habitual. Por alguna razón tengo el teléfono en la falda, y se desliza y cae en la arena a mi lado. Pienso en recogerlo, pero eso supondría demasiado esfuerzo ahora mismo, así que no lo hago.
Observo las luces de los coches que pasan por la calle más cercana. Está como a sesenta metros, en el lado más alejado del parque. El tránsito emite un zumbido que solo es interrumpido por el bocinazo ocasional de algún vehículo. A mi alrededor, todo parece tan borroso que me da risa. Canturreo bajito, en la oscuridad, una canción de heavy metal que va muy bien con mi lóbrego estado de ánimo. No suena tan dura y llena de ira sin el martilleo de la batería y las voces quejumbrosas... pero tampoco está mal.
Dejando de lado los días de visita, mañana será el primero que no abriré una carta de mi padre por primera vez desde que tengo uso de razón. Me siento vacía, sola, y me duele el alma. Solo han pasado unas horas, pero ya me arrepiento del modo en que me he ido de Polunsky. Mi padre insistía en que siguiéramos hablando. Quizá podría haberle rogado que me lo explicara todo. Quizá podría haber logrado descifrar si me ha contado una verdad espantosa... o la peor de las mentiras, una diseñada para alejar a su familia.
Y ahora es demasiado tarde para conseguir respuestas. Ahora no puedo abrir ninguna de sus cartas o hablar con él hasta la semana que viene, y no sé cómo voy a poder soportarlo.
Llevo sola gran parte de mi vida, pero nunca me había sentido así de abandonada.
Ojalá tuviera a alguien a quien llamar, que viniera aquí conmigo, a este parque de noche, y me hablara. Los amigos están para eso, pero yo no tengo ese tipo de amigos, ya no. Solo puedo tenerlos si les miento, y sé por experiencia que la verdad siempre termina saliendo a la luz. La gente pone distancia cuando cree que la idea de matar corre por tus venas.
Y si me creo lo que mi padre me ha confesado, puede que tengan razón... al pensar que todo este tiempo he estado equivocada respecto a él.
Saco la botella y doy otro sorbo. Hace rato que ya no siento la quemazón que me produjeron los primeros tragos. Esta ha sido reemplazada por una tibieza que por ahora me hace sentir menos sola.
Sin embargo, esa tibieza también empieza a irse, me congelo de nuevo... y me quedo más sola que nunca.
Balanceo la botella frente a mis ojos. La sostengo en alto y miro a través de la luz de la luna cómo el líquido ámbar se mueve de un extremo al otro. Tengo los dedos entumecidos, pierdo agarre y la botella se cae a la arena.
—Mierda.
De un salto me bajo del columpio y busco la botella, aunque ya está casi vacía. Cuando la levanto para verla a la luz de la luna, el líquido está más arenoso que antes.
—Maldita sea.
Me desplomo y sin querer se me cae el teléfono cuando me estiro para coger el ron. El móvil se voltea y cae en la arena con un golpecito sordo. La pantalla se enciende y veo que tengo algunas llamadas perdidas de un número que no reconozco. Probablemente se hayan equivocado.
Me giro boca arriba y miro fijamente el cielo estrellado. Cada una de las estrellas parece estar titilando y centelleando para mí. Siento que ya no hay nada permanente en mi vida, que no queda nada constante o seguro.
¿Cuántas veces ha declarado mi padre su inocencia a lo largo de los años? ¿Mil? ¿Mentía entonces? ¿O miente ahora? ¿Cuántas veces tienes que mentir a alguien que amas para que todo lo que compartes con ese alguien se convierta en mentira?
Cojo la botella, me siento y la tiro lo más fuerte posible. Escucho un estruendo de cristales rotos contra las piedras del estanque. Mi ira desaparece tan rápido como ha llegado. Siento la mano tan vacía como yo. ¿Y si mi padre no hablaba en serio? ¿Y si alguien lo ha obligado a mentir? ¿Y si...?
Un silbido suave sale de las sombras detrás de mí, y me vuelvo para enfrentarme a la oscuridad. Mis movimientos son demasiado rápidos para mi estado actual, y me caigo a un lado. La cabeza me da vueltas.
—¿Quién... quién hay ahí? ¿Quién eres? —pregunto cuando encuentro las palabras que quiero decir.
—Tranquila, Riley.
Una figura alta y sin duda masculina entra