La Fantasma. Nuri Abramowicz

La Fantasma - Nuri Abramowicz


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y cocinar y posibles torneos de póker y Burako.

      —Después vemos todo esto, mamá, estamos agotados, arrancamos antes de que amaneciera.

      —¡Claro! Acomódense en la habitación amarilla.

      La habitación amarilla era la que usaban Ramiro y su hermana cuando eran chicos, antes de construir el altillo que tenía cama matrimonial, la que ahora ocupaban mi cuñada, su marido y la gordita. La habitación amarilla tenía una cama marinera y otra de una plaza.

      —Vení, ayudame a poner esta cama al lado de aquella así dormimos juntos.

      Ramiro arrastraba la cama de una plaza hacia la marinera mientras yo, petrificada, miraba el acolchado de florcitas naranjas y rosadas.

      —¡Dale, Mumi, no puedo solo!

      —Vámonos a un hotel, no voy a aguantar diez días acá.

      —¿Con qué plata?

      Ramiro me miraba como si estuviera delirando.

      —Con la que tenemos. Nos alcanza para la mitad del tiempo, pero vale la pena.

      —¿En qué hotel nos van a aceptar a la perra?

      Bishú estaba rasqueteando la puerta con las patas del lado de afuera para que la dejáramos entrar y yo hablaba en susurros enérgicos.

      —No sé, a lo mejor encontramos un apart.

      —¿Sabés cuánto cuesta un apart? Ya está, hicimos todo este viaje.

      —Justamente. Hicimos todo este viaje para tener unas vacaciones juntos, los tres. Si sabíamos que tu familia se instalaría…

      Me abrazó, más para ahogar mi protesta que para demostrarme su afecto.

      —Las cosas no salen siempre como las planeamos, pero lo importante es la onda que le pongamos, ¿o no?

      No estaba dispuesta a ceder tan fácilmente a todo lo que tenía planeado: unas vacaciones románticas antes de tener un hijo.

      —Ellos sabían que nosotros estaríamos acá, ¿no podían venir en otro momento?

      —Basta Amanda. —Finalmente le rompí las pelotas—. La casa es de ellos y tienen derecho a usarla cuándo y cómo quieran. Si querés volverte, te acompaño a la terminal. Si te quedás, poné buena onda y cambiá la cara.

      Me quedé. Fueron diez días de sol radiante, mate con facturas a la tarde, asados a la noche, películas con Ricardo Darín y Anthony Hopkins, conversaciones sobre fútbol y chismes. Caminé mucho con Bishú por la orilla del mar, no tuve la necesidad de ponerle el chaleco salvavidas porque no se animó a mojarse mucho más que las patas. Eso sí, lo de coger a la luz de las velas quedó pendiente.

      —Sí, me interesa el trabajo.

      Miré a Guido con total seguridad.

      —Perfecto. Armo una reunión con Miseria para el miércoles, ¿te parece?

      —¿Miseria?

      —El astrólogo. Se llama así.

      DOS

      Mediados de noviembre y la ciudad ya es un horno, no quiero ni pensar lo que va a ser enero en Buenos Aires. Me bajé del colectivo en Ángel Gallardo y caminé hasta el bar que está en diagonal al monumento al Cid Campeador. Hay pocas esculturas en la ciudad y de las que hay, la mitad, por lo menos, deben ser de tipos montados a caballo. Guido ya estaba sentado cuando llegué. Se puso contento de verme.

      —¿Qué tomás? ¿Café, gaseosa o qué?

      Ahora, cuando lo pienso, más que contento diría que Guido estaba aliviado de tenerme ahí.

      —Agua fría con limón. ¿No llegó el astrólogo?

      Guido le hizo una seña al mozo mientras me miraba y negaba con un gesto. Alrededor había solamente otras dos mesas ocupadas. En una, un señor tomaba un café con leche mientras leía el diario, y en la otra, dos jubilados jugaban concentrados al dominó. Guido me miró y tuve la certeza de que quería preguntarme algo que no tenía nada que ver con el trabajo.

      —¿Qué tal tu hijito?

      Hablé primero para no darle lugar a que me preguntase nada.

      —Bien, divino. Duerme, llora, le cambiamos los pañales… ¿qué otra cosa te puedo decir, no?

      En ese momento se abrió la puerta del bar y la versión argentina de Iggy Pop entró y miró para todos lados buscándonos. Flaco hasta lo humanamente posible y sin embargo fibroso, pómulos marcados, ojos azules, jeans y musculosa ajustada, una cadena corta con un candado en el cuello y zapatillas. Saludó al tipo de la barra y se acercó a nuestra mesa. Guido y yo nos paramos para saludarlo, pero él nos hizo un pedido, antes de realizar cualquier otro gesto.

      —¿Les jode si vamos arriba para que pueda fumarme un pucho?

      Miseria ya estaba caminando hacia las escaleras. No escuchó los por supuesto y claro y vamos que le respondimos.

      Puse un pie en la terraza y recibí una trompada de viento que hervía. No era un lugar que estuviera preparado para los clientes, pero se ve que a Miseria lo conocían. Había algunas sillas de plástico apiladas y una mesa de hierro despintada que decía Quilmes debajo de un techo de cañas. El astrólogo ya estaba sentado, fumando con las piernas cruzadas en dos vueltas. Estiró el paquete de cigarrillos, al cual le quedaban tres o cuatro, y nos ofreció.

      —Muchas gracias.

      Con semejante calor, Guido debe haber aceptado más por cordialidad que por ganas.

      —No fumo, gracias.

      Negué y sonreí cordial. Miseria dejó el paquete sobre la mesa. Guido me miró extrañado, saqué del bolso la computadora y la abrí. Miseria me clavaba los ojos sin reparos.

      —¿Cuál es tu cóctel?

      Aplastó su cigarrillo en un cenicero de lata plateado que decía Crotta en rojo sin dejar de mirarme.

      —Nada, ya tomé una agua con limón.

      Le sonreí otra vez; él me miró serio, sin decir nada.

      —Sol, Luna y Ascendente te estoy preguntando. —Giró la cabeza y le habló a Guido—. El que pone la jeta en esto soy yo. Si me traés una idiota, no te pongo ni la punta.

      Era evidente: yo no estaba preparada para Miseria.

      —Bajemos un poco los decibeles. No empecemos así porque todo va a ser mucho más difícil. Amanda es de lo mejor y más responsable que conozco.

      —¿Amanda?

      El astrólogo lo miró incrédulo y luego me miró a mí.

      —Amanda Kohen.

      Me presenté con nombre y apellido, como si eso me diera más importancia.

      —Me importa un carajo. Yo puse mis condiciones y hablé bien clarito con Aníbal. ¿No te dijo nada? Llamalo a Aníbal.

      Sacó su celular del bolsillo del jean y empezó a buscar el número. Lo miré a Guido y amagué con levantarme, pero él me hizo un gesto y volví a sentarme.

      —La reunión es entre nosotros, ¿qué es lo que te preocupa?

      La mano de Guido se posó en el hombro de Miseria. Esa táctica ya se la había visto en otras oportunidades: buscaba contacto físico para calmarlo y contenerlo. Funcionó. Miseria dejó el teléfono sobre la mesa y mientras encendía otro cigarrillo su tono bajó. Un poco.

      —¿Vos sabés quién soy yo? ¿Querés que me pare frente a la cámara y me ponga a decir las pelotudeces que dicen el tarado de Ofiuco o la otra, la yanki que no me acuerdo el nombre? Vas muerto conmigo.

      En aquella terraza sofocante, todos interpretábamos una versión de nosotros mismos. Yo, con el vestido pegado al plástico de la silla, era testigo de cómo


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