La Fantasma. Nuri Abramowicz

La Fantasma - Nuri Abramowicz


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líquido en la pileta sin que se notara.

      —Digo que voy a mantener mi peso, que es cierto. Y que quiero aprender a comer más sano, que también es cierto. Vos podrías ir también. Últimamente veo que subiste un par de kilos. No te dije nada para no mortificarte, pero la verdad es que se te nota enseguida acá. —Se tocó el cuello, en la zona de la papada—. Y de paso, quien te dice, encontrás un gordito más consistente que ese novio eterno que tenés.

      Esta turra no daba puntada sin hilo.

      —Tomá el caldo antes de que se enfríe.

      Estiró la mano pasándome una cuchara y mirándome fijo. Quería ver cómo cumplía con su voluntad. En ese pequeño gesto de tomar la sopa estaban encapsuladas generaciones de sometimiento a la autoridad femenina. Mamá era un eslabón más dentro de una extensa cadena de mujeres habituadas a minar, a veces de manera más sutil y otras más evidente, la autoestima de otras mujeres. No tenía nada que ver con ser buena o mala persona, lo suyo era una especie de impulso ciego: la mirada crítica siempre por encima de todo; encontrar el error en la otra para sentirse más segura, para evitar ser juzgada, era una marca de nacimiento, un código en el ADN.

      La mezcla del calor, el vapor de la sopa y el olor a veneno me mareaban. Dejé la taza disimuladamente sobre la mesada y fingí interés cuando empezó a mostrarme fotos de Facebook en su celular.

      —Esta rubia que está al lado mío bajó treinta y cinco kilos en cuatro meses, ¿podés creer? Y esta de chaleco verde bajó veinte pero le faltan otros veinticinco por lo menos.

      Noté que tenía las uñas hechas y se había puesto todos los anillos que le conocía. Estaba seriamente en plan de levante.

      —Este de bigotes es el dueño de la inmobiliaria que maneja la venta de todos los departamentos en Villa Devoto, Villa Santa Rita y Monte Castro. Sería un partidazo.

      Me miró de reojo: seguro que adivinó que estaba a punto de huir.

      —Me voy, tengo mucho trabajo.

      —¿Ya?

      Le di un beso y, para no esperar el ascensor, bajé los seis pisos por escalera. La razón principal por la que vuelvo siempre a la casa de mamá es la sensación de alivio y libertad que siento cuando estoy en la calle.

      CUATRO

      Me di cuenta del aturdimiento mental que tenía cuando giré la llave de casa. Apenas puse un pie en el departamento, Bishú se me acercó ladrando y enredándose en mis piernas, me rogaba que la sacara a pasear. Ramiro en camisa, calzoncillos y medias hablaba por teléfono y me hacía señas para que lo esperara. En un mismo movimiento me saqué los zapatos, dejé el bolso con la computadora sobre el sofá y manoteé la botella de agua fría que había en el piso. Ramiro se apuró en terminar la conversación, me miró con una sonrisa inmensa, abrió los brazos y me contó que esa tarde en el estudio cerraron contrato con un cliente que estaban persiguiendo desde principio de año.

      —¡Te felicito! —Lo abracé fuerte—. ¿Celebramos afuera o pedimos algo y hacemos cenita acá?

      La verdad, no tenía ganas de ninguna de las dos cosas. Lo que más quería era comer un yogur mirando una serie. La sola idea de cambiarme para salir me mataba, pero hubiera sido el colmo pedirle que nos quedáramos y no saliéramos a festejar.

      —Podemos ir al peruano o a comer unos tacos y tomar unas cervezas, ¿o preferís otra cosa?

      —Ay, cosita, ya arreglé con los de la oficina…después celebramos en privado, total podemos festejar cualquier día, ¿no?

      ­­—Obvio.

      Comprobé, sin alegría, que mi deseo de acostarme y mirar algo en la tele se había cumplido.

      —¿Sacaste a la perra a la tarde?

      —No tuve cuándo, Mumi. Sacala vos, ¿dale?

      Ramiro me hablaba desde el baño mientras se lavaba los dientes y se ponía desodorante. Bishú me miraba con ojos de ruego y yo le pedía que tuviera paciencia, pero se ve que no me entendió porque fue a mear al lado de la heladera.

      —¿Tenés algo de efectivo encima? Me quedé sin nada y me da fiaca ir hasta el banco.

      —Agarrá lo que necesites.

      Estaba agachada limpiando el charco, pero pude ver cómo sacaba los billetes grandes y me dejaba el cambio. Antes de irse me dio un beso rápido cerca de la boca y comprobé que también se había puesto perfume. Cerró la puerta fuerte y yo la miré a Bishú, que estaba más tranquila.

      —¿Salimos?

      Bishú se puso loca de contenta, yo me puse las ojotas, metí las llaves, algo de plata en la carterita y salimos juntas a ver la noche.

      ***

      Con la luz de la mañana filtrándose a través de las maderas de la persiana, me desperté sintiendo el aliento del alcohol en la cara. Abrí los ojos y lo encontré a Ramiro durmiendo sobre el cubrecamas, vestido y con los zapatos puestos. Me levanté despacio, él se movió para el otro lado. Le saqué el calzado, lo tapé con la parte de cubrecamas que quedaba libre y salí de la habitación.

      El sol ya iluminaba la mitad del living, otro día de calor. Abrí la ventana de la cocina y vino un potente olor a formol. Luisa, la peluquera del cuarto D, estaba haciendo un alisado definitivo. Mi casa es como la de mamá, nada de olor a pan o flores frescas, lo nuestro es a puro tóxico. Luisa está en litigio con los vecinos del cuarto, del quinto y algunos del tercero, todo por culpa del formol, aunque el del cuarto C también le endilga ruidos molestos. Los vecinos dicen que durante el verano están obligados a mantener las ventanas cerradas, y que aún así el olor entra por las rejillas del baño y de la cocina. Luisa los trata de exagerados, los efluvios del formol duran, como mucho, quince minutos, dice, y además es un edificio apto profesional y ella está trabajando. El consorcio le declaró una guerra que se libra en los espacios comunes y en batallas cotidianas que encarnan tanto propietarios como inquilinos: le cierran la puerta de entrada en la cara, no la saludan, si ven que ella va a tomar el ascensor se apuran a subir, e incluso han llegado a dejar bolsas de basura en la puerta de su departamento.

      A mí Luisa me cae bien. Me gusta que cada dos meses cambie el color de pelo, me gustan los tatuajes elegantes que tiene en el brazo izquierdo y, además, me identifico con ella que trabaja en un medio ambiente que la desprecia. Hace poco me la crucé, venía cargada de bolsas de la verdulería. La esperé, la dejé pasar mientras sostenía la puerta y entramos juntas al ascensor, marqué su piso y le sonreí. A partir de ése momento, sin buscarlo, me gané su confianza y lealtad.

      —Yo sé que es una bomba el formol, pero ¿qué querés qué haga? Al principio traté de vivir haciendo tatuajes, pero no llegaba a pagar el alquiler. A las clientas les encanta tener el pelo liso y disciplinado y a mí es lo que más plata me deja.

      Asentí y noté que tenía unas pestañas larguísimas.

      —Son postizas, se colocan una por una.

      La peluquera me leyó la mente.

      —Impresionante.

      Luisa me sonrió y el ambiente se volvió más cálido.

      —Cuando quieras date una vuelta, te hago una iluminación, te pongo pestañas o un shock de keratina. A tu mamá le hice uno el otro día y quedó bárbara.

      Esto último me lo dijo mientras cerraba la puerta del ascensor y entraba a su departamento.

      Después, cuando le pregunté a mamá si era cierto, me dijo que ya había ido dos veces a lo de Luisa y la había recomendado a muchas amigas y señoras del grupo de dieta.

      —Las chicas quedaron fascinadas con tu vecina. Es excelente y cobra menos que la peluquería.

      Quise saber por qué nunca me había dicho nada, si después de todo Luisa era mía, quiero decir, mí


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