Aprender a rezar en la era de la técnica. Gonçalo M. Tavares
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GONÇALO M. TAVARES
NARRATIVA
Publicado por acuerdo con el agente literario Dr. Ray-Güde Mertin Inh.
Nicole Witte. e. k., Frankfurt am Main, Germany.
DERECHOS RESERVADOS
© 2013 Gonçalo M. Tavares
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© 2013 De la Traducción: Random House Mondadori
Primera edición: noviembre de 2013
ISBN: 978-607-8667-49-9
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GONÇALO M. TAVARES
APRENDER A REZAR EN LA ERA DE LA TÉCNICA
Almadía
Debo un agradecimiento especial a Luís Mourão.
Y también a Rachel Caiano, Vasco Mendonça y Cruz Tavares.
PRIMERA PARTE
APRENDIZAJE
EL ADOLESCENTE LENZ CONOCE LA CRUELDAD
1
El padre lo sujetó y lo llevó hasta la habitación de una criada, la más joven y hermosa de la casa.
–Ahora vas a hacértela aquí, delante de mí.
La criadita estaba asustada, por supuesto, pero lo raro era que parecía tenerle miedo a él y no a su padre: era el hecho de que Lenz fuera un adolescente lo que asustaba a la criadita y no la violencia con la que su padre la ponía a disposición del hijo, sin asomo de pudor, sin tener siquiera la delicadeza de salir. El padre quería verlo.
–Vas a hacértela delante de mí –repetía.
Estas palabras de su padre marcaron a Lenz durante años. Vas a hacértela.
El acto de fornicar a la criadita reducido al más simple de todos los actos, a un mero hacer. Vas a hacértela, ésa era la expresión, como si la criadita no estuviese del todo hecha, como si fuese todavía una materia informe, a la espera de aquel acto de Lenz para quedar terminada. Esta mujer no estará del todo hecha hasta que tú la hagas, pensó el adolescente Lenz de un modo claro, y sus gestos siguientes fueron los de un trabajador, de un empleado que obedece las indicaciones de un encargado con más experiencia, en este caso su padre: vas a hacerlo.
–Quítate los pantalones –fue la segunda frase de su padre–. Quítate los pantalones.
El adolescente Lenz se quitó los pantalones. Y todas las órdenes que siguieron iban dirigidas exclusivamente a él; es decir: el padre no dirigió una sola frase a la criadita; ella sabía lo que debía hacer y lo hizo, era una máquina que no tenía alternativa, a diferencia del adolescente Lenz, que pese a todo podría haberle dicho a su padre: no quiero.
–Quítate los pantalones –ordenó el padre.
A continuación Lenz es conducido, casi empujado, por su padre hasta la criadita, que está acostada y a la espera.
–Avanza –dijo el padre en tono brusco.
Y el adolescente Lenz avanzó, con determinación, sobre la criadita.
LA CAZA
2
Lenz se calza las botas y se prepara para la caza. Primero el ritual de dominio de los pequeños objetos inmóviles: las botas, el arma, el chaleco pesado.
Aquellos movimientos eran los que mejor contribuían a formar el ser humano. Y qué buen tirador era él.
A su vez, los elementos ágiles de la naturaleza reivindicaban una desobediencia que no era tolerable. Lenz iba a cazar debido a cierta determinación política. Un conejo era un adversario minúsculo, pero lo obligaba a ocupar una posición sobre la tierra, dentro del mapa de combate. Un opositor insignificante –un conejo– obligaba a Lenz a cierta tensión muscular, a un despertar de la astucia: no bastaba con la puntería ni la capacidad mecánica del arma, era necesaria también una atención intelectual, una atención de la inteligencia; las cosas inmóviles eran las únicas que no requerían esta atención por parte de Lenz.
Entre él, Lenz, y la presa, aún viva, había una negociación previa: él se negaba a matar un sólo animal durante los primeros minutos. Había la exigencia de habituación, un respeto hacia el espacio que se invade. Aquélla no era su casa.
Los veinte minutos en los que no disparaba eran como la acción de limpiarse los pies en el felpudo antes de entrar en una casa ajena. La extrañeza existía en el bosque y, a falta de puerta y felpudo, Lenz recorría durante veinte minutos los senderos que la naturaleza, con la estupidez que la caracteriza, había dejado espontáneamente para que los hombres pasaran.
Había otra ley en el bosque. Allí la moral era desconsiderada, grosera, era lo mismo que entrar en la habitación de la criadita siendo él adolescente; en aquella habitación del fondo, con olores muy distintos a los que existían en la casa principal, la casa de sus padres. En la habitación de la criadita ser considerado era ser débil y constituiría hasta tal punto un error absurdo que hasta la criadita protestaría ante el menor gesto cariñoso del hijo del patrón.
En el bosque las virtudes no habían sido invadidas por la sensación de moho; había otra potencia suspendida por encima de sus pasos entre los árboles robustos pero torcidos que ocultaban cientos de existencias animales; existencias que eran, al fin y al cabo, piezas de caza, en un resumen extraordinariamente sintético también de las relaciones humanas.
Lenz no se hacía ilusiones: si no enfilaba cualquier calle de la ciudad con la misma cautela y el arma a punto para disparar era porque, en aquel otro espacio, algo seguía inhibiendo el odio: la mutua ventaja económica.
El aparente equilibrio entre vecinos del mismo edificio era el que existía en un hombre de elevada estatura un instante antes de posar, desamparado, el primer pie en un pantano. La frase usted primero, dicha por alguien en una cafetería a otro cliente que iba a entrar al mismo tiempo, aceptando así beber algo después de que sirvieran al primero, era una frase de guerra, de pura gue–rra. Todas las frases de simpatía podían verse, desde otra perspectiva, como frases de ataque. Al dejar que el otro se le adelantara, un hombre no estaba aceptando ser el segundo, sino preparando el mapa del terreno para poder controlar visualmente al hombre que por momentos se creía en primer lugar. La ventaja de tener a alguien delante, había dicho en cierta ocasión el padre de Lenz, es que nos da la espalda. No importa el lugar donde estemos, sino el campo de visión y nuestra posición relativa.
Sin embargo, Lenz no había tardado en comprender que hacía falta un soporte, un sitio en el cual apoyar el cuerpo sin temor a ser traicionado; en definitiva, una pared que