Aprender a rezar en la era de la técnica. Gonçalo M. Tavares

Aprender a rezar en la era de la técnica - Gonçalo M. Tavares


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      Lenz preparó el arma, apoyó el acero de la culata en el pecho –pecho que latía con fuerza– y pensando en la criadita que más de diez años atrás, con los incentivos de su padre, lo había servido por primera vez, Lenz apuntó y disparó.

      Oyó entonces un chillido que en otras circunstancias juraría haber salido de las ruedas de un coche y, tras un segundo de inexplicable estupefacción, echó a correr en la dirección de aquel sonido. Al poco, la sangre se hizo evidente en aquella parte del bosque, pese a lo cual Lenz no logró atrapar al animal.

      Había logrado herir al enemigo, pero no eliminarlo. Aún no podía comérselo.

      UNA CANCIÓN NADA APROPIADA

      VEAMOS QUÉ HACE LENZ

      1

      Lenz, contrariando del todo sus hábitos, decidió aquella noche dejar entrar a un mendigo.

      Lenz se reía.

      –Le doy su pan.

      A petición de Lenz, su mujer trajo el periódico del día. Mientras se lo entregaba, le dijo:

      –Por favor, dale lo que quiere y échalo de aquí.

      Lenz acarició levemente el culo de su mujer y se volvió hacia el vagabundo riéndose. Le pidió a la mujer que se fuera.

      –Cosas de hombres. –y sonrió de nuevo.

      –¿Has visto estas noticias? –preguntó Lenz al vagabundo al tiempo que le tendía el diario con la portada vuelta hacia arriba.

      –Tengo hambre –dijo el hombre.

      Lenz no contestó. Aún sostenía el diario en la mano.

      –Fíjate en esto: el presidente dice que por fin la población empieza a respirar con cierta tranquilidad. ¿Lo has visto? ¿A qué tranquilidad se refiere? ¿La conoces tú?

      –Por favor... –repitió el hombre.

      Lenz siguió leyendo los titulares de la primera página: “Hay una nueva clase en ascenso: los comerciantes empiezan a alcanzar los cargos políticos gracias a su di­nero y empiezan a preocuparse por la situación del país en lugar de preocuparse exclusivamente por la situación de su fábrica”. ¿Lo has oído? –preguntó Lenz.

      –No me humille –dijo el hombre.

      Lenz le pidió que no fuera ridículo.

      –Debes respetar al país. ¿Te sabes el himno? Te voy a dar comida. ¿La quieres? ¿Y dinero?

      El vagabundo se removió ligeramente. Estaba de pie. Lenz aún no le había permitido sentarse en el pequeño banco que permanecía vacío a su lado.

      –Pero primero cántame el himno –pidió Lenz–. Sean cuales sean las circunstancias. No perder el sentido de la existencia, ¿lo entiendes? Los deberes de cada hombre, al nacer en un país determinado; ¿lo entiendes? ¿Te sabes el himno? ¿Puedo pedirte que lo cantes? Aún tenemos tiempo. La comida no tardará en llegar. Vamos, adelante, por favor, te lo pido.

      CONTRATOS Y SUMAS

      2

      Tras una discusión, Lenz rompe el contrato precisamente sobre su firma, que parte por la mitad. Mi nombre en medio, pero no va hasta el final, pensó Lenz. El nombre interrumpido y la negociación interrumpida. Lo que me quiere usted dar no es suficiente para mí, dijo Lenz.

      La intensidad cambiaba cuando acercaba a la mano que sujetaba el bolígrafo un simple contrato para la compra del mobiliario del salón. Firmar su nombre era una gran responsabilidad. Y no se trataba tan sólo de una cuestión jurídica, era más que eso.

      La esposa de Lenz no era una mujer que meditara sobre lo que iba a hacer más allá del día siguiente. Era una mujer extraña, que parecía aceptarlo todo con una pasividad no exenta de perversión, que a veces el propio Lenz llegaba a aborrecer. Ella lo sumaba todo, a un acontecimiento le seguía otro, y ella lo aceptaba sin reflexión alguna.

      Lenz, por el contrario, no consideraba la vida como una simple suma de acciones y hechos, la vida presuponía asimismo operaciones de energía similares a la resta, la multiplicación y la división. Las principales operaciones aritméticas existían en la vida diaria, en la vida particular de cada ser humano.

      —No siempre se suma, no siempre se suma –había dicho Lenz, en un tono absolutamente desolado, el día del entierro de su padre, Frederich Buchmann.

      La muerte como ejemplo. No siempre se suma.

      EL CEREBRO

      3

      Un hombre –Lenz– contabiliza los puntos decisivos de su propio cuerpo, como si el cuerpo fuera el mapa de un estado y la detección de esos puntos de gran energía el inicio de una estrategia de lucha.

      ¿Puntos decisivos que existían en una anatomía individual? En primer lugar la cabeza, más propiamente el cráneo, ese conjunto de huesos que protege el instrumento de percepción del mundo. Sin embargo, no era la inteligencia ni la extraordinaria capacidad de abstracción sino las primitivas y antiguas habilidades de resistencia frente al exterior, la resistencia material y animal que aún permanecía en esa inteligencia, lo que importaba proteger. Un hombre analfabeto o incapaz de sumar tres más tres, puede no obstante conservar la cabeza como punto decisivo mientras sepa tomar un arma y distinguir la hoja de la empuñadura, el gatillo del cañón. La cabeza es fértil en habilidades y desvíos sorprendentes –cual mapa de una ciudad cuyas pequeñas callejuelas se multiplican hasta el infinito–, pero lo importante es el camino central: el cerebro sirve para que no nos dejemos matar. Exige las máximas aptitudes a nuestros enemigos. No nos compliquemos, pensaba Lenz para sus aden­tros. El cerebro, visto de cerca y entendido en profundidad, posee la forma y la función de un arma, nada más.

      SE PIDE MÁS PAN

      4

      –Es una mujer estupenda, ¿no cree?

      El hombre se ha sentado por fin en el banco de la cocina, ya ha comido algo y ahora sorbe la sopa ruidosamente.

      Lenz le levanta la falda a su mujer, vuelve el trasero de ésta hacia él, la empuja contra el fregadero, se baja los pantalones, le baja las bragas (ella lo ayuda), se saca el pene y la penetra rápidamente.

      La pareja está a tres metros del vagabundo, que apenas levanta la mirada en su dirección, temiendo mirar. Lenz fornica furiosamente a su mujer, que se abandona por completo, que todo lo acepta; el vagabundo tiene ante los ojos las nalgas desnudas y jadeantes de Lenz.

      El hombre, sin dirigirse a nadie en particular, parece hablar solo; murmura algo imperceptible.

      Había comida a su derecha, pero el hombre no se levanta; decide esperar a que la pareja se detenga. Sin precipitarse, sin levantar los ojos de la mesa, tranquilamente; había tiempo, pensó.

      EL MÉDICO EN LA ERA DE LA TÉCNICA

      UNA MANO QUE SOSTIENE EL BISTURÍ

      1

      En la puerta del quirófano, dos enfermeras solícitas reciben al doctor Lenz. El médico en la era de la técnica se percibe como un hábil conductor de automóviles. El automóvil, a su vez, aguarda serenamente la llegada de su dueño, a semejanza del perro doméstico; sólo que las máquinas no se divierten ni se sumergen en tragedias existenciales cuando el jefe no está. Nada en ambos límites: la maquinaria no entiende lo lúdico ni lo trágico, sino tan sólo la dirección, una fuerza determinada y un movimiento concreto. Un movimiento intelectual, por así decirlo, e intencionado: nada en la máquina es tan estúpido como un perro que saliva intempestivamente sin que haya comida a la vista, por enfermedad, o como el animal que cojea y pese a tener sólo tres patas disponibles intenta atacar o huir.


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