Aprender a rezar en la era de la técnica. Gonçalo M. Tavares

Aprender a rezar en la era de la técnica - Gonçalo M. Tavares


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se llama usted?

      –Joseph Walser.

      –Pues bien, señor Joseph Walser, haga el favor de comportarse.

      El hombrecillo se quedó visiblemente azorado, y el doctor Lenz le dio la espalda. ¿Qué importa un dedo? Cobarde, pensó.

      EL HERMANO

      ALGO QUE LLAMA DESDE EL OTRO LADO

      1

      Lenz consulta el fichero de los pacientes. La letra A. Luego la letra B. Albert, Albert Buchmann.

      Las sucesivas fichas colocaban las cabezas unas al lado de otras, en una secuencia de decapitaciones técnicas, falsas, pero no por ello menos impresionantes. El fichero presentaba, delante de cada nombre, radiografías y TAC del cráneo. Las cabezas se igualaban desde el punto de vista interior, pero por supuesto la imagen no mostraba las diferencias intelectuales: los huesos de la cabeza de un tonto que no dominara siquiera el lenguaje no serían distintos de los de un estudioso o una persona de acción.

      A Lenz le fascinaba esta “estupidez neutra” del esqueleto, esta crudeza objetiva de la radiografía, por la que se obtenía una democracia invisible que se alejaba bastante de las sensaciones que un retrato normal –una fotografía, por ejemplo– solía proporcionar.

      Todos aquellos cráneos tendrían de seguro un rostro singular, capaz de hacerlo más distante o más cercano. Ciertos rostros eran declaraciones de guerra inmediatas, mientras que otros, por el contrario, eran tan débiles, de expresión tan negociada con las condiciones exteriores que cualquier hombre orgulloso los rechazaría incluso como subalternos. La osadía, la capacidad de renuncia, la intensidad puesta al servicio del sacrificio o la comodidad, todas estas cualidades o defectos pertenecían al mundo de las expresiones faciales, pero lo que Lenz observaba ahora era el mundo de lo indeterminado, de lo informe, el rostro de la especie y no del individuo. Observa, en definitiva, los cráneos, la estructura de ingeniería antigua que permite que una cabeza se levante para aceptar un duelo o se baje para evitar mirar al que sufre. No había felicidad ni infelicidad en aquellos cráneos; algunos sencillamente presentaban manchas negras que no pertenecían al mundo de la seguridad ni la salud, sino al mundo de la muerte, de la muerte todavía incompleta –de la enfermedad–, pero que camina ya a grandes pasos.

      Miró el cráneo de Albert, su hermano: dos enormes puntos negros.

      Algo empezaba a exigir la presencia de Albert Buch­mann en otro lado distinto.

      RADIOGRAFÍA Y PAISAJE

      2

      Lo que siempre había fascinado a Lenz de la enfermedad era la inutilidad del trabajo; el enfermo no podía trabajar para curarse. Y en ese sentido se arrebataba al hombre su gran capacidad: la de construir, la capacidad de hacer, sencillamente. Hacer era el gran verbo humano, el que a todas luces había separado al hombre de la hormiga, el perro o las plantas: sus haceres eran gigantescos, poderosos; nunca inmortales pero bas t ante más permanentes que cualquier otra construcción de cualquier otra especie.

      El hacer había hecho al hombre digno de un gran enemigo, de otro enemigo que aún estaba por surgir, puesto que todas las especies animales habían bajado la guardia y se habían rendido mucho tiempo atrás. De hecho, había sido este hacer lo que había destruido los vínculos inicialmente existentes entre el hombre y el paisaje.

      Ocurría lo mismo que con aquellos cráneos desnudos: sólo se veía el paisaje cuando el rostro del mundo perdía su carne. Y su carne nueva, el nuevo rostro del paisaje, era un rostro humano que estaba por doquier. El cráneo de los elementos naturales estaba en realidad tapado por los billones de humanos y también por el puente, la fábrica, los edificios altos que competían entre sí en una pelea de gallos inmóviles (quién sube más alto, quién alberga a más personas).

      Lenz sentía que al hombre le faltaba la ciencia capaz de radiografiar los elementos de la naturaleza. Ver el cráneo del paisaje, he ahí un objetivo, murmuró para sus adentros al tiempo que cerraba el cajón del fichero y sostenía, en la mano derecha, la radiografía del cráneo de Albert Buchmann, su hermano, al que no quedaba, era evidente, más que un año de vida. Dos manchas de una avidez negra se habían instalado en un lugar del que ya no saldrían; habían encontrado su última morada en la cabeza de su hermano.

      ¿Y qué sentía Lenz respecto a esto, a la muerte anunciada de Albert Buchmann, su hermano mayor? Nada; absolutamente nada. Miraba aquella radiografía como quien mira un paisaje. Le daba la espalda del mismo modo.

      RADIOGRAFÍA Y DESEO

      RITUAL Y RUTINA

      1

      Una provocación espontánea y al principio casi lúdica se había convertido en un hábito, dependiente ahora del empujón de las fuerzas que rodean el deseo: aquel vagabundo volvió a casa del doctor Lenz B. –recibía su pan, comía, recibía dinero– y el doctor Lenz repetía lo que su mujer había aceptado, pasiva, casi alegre, como un nuevo compromiso entre ambos. Delante del vagabundo, en la cocina, Lenz la fornicaba. La mujer –Maria Buchmann– lo aceptaba todo, con el ocasional refinamiento de fingirse ingenua, sorprendida. Ella, que era lo opuesto a todo eso.

      Pero antes humillaban al vagabundo con una lentitud atípica. Él –o incluso la mujer– hacían ademán de ir a sacar dinero de la cartera para dárselo, pero se detenían y decían: “Aún no es el momento”.

      Lenz leía y comentaba las noticias de los periódicos del día, le hacía preguntas, se mofaba de la ignorancia de aquel hombre: Pero ¿de dónde sales? Qué poco informado. ¿Acaso no te interesa la política?

      Y con cada visita se repetía el ritual: Lenz no le daba dinero ni comida hasta que el vagabundo cantaba el himno.

      Las primeras veces el doctor Lenz había corregido frases adulteradas, pero ahora el vagabundo ya cantaba correctamente, sin errores.

      Cierta noche, cuando aún no había llamado a su mujer para que les hiciera compañía –aumentando así adrede su excitación con la expectativa–, el doctor Lenz dijo de pronto dirigiéndose a aquel hombre al que, después de seis meses, aún no había preguntado cómo se llamaba:

      –¿Sabes que mi hermano Albert va a morirse? Tiene dos manchas aquí –señaló–, en la cabeza.

      MEDIR EL MAL

      2

      Lenz sostiene en la mano derecha la radiografía del cráneo de su hermano Albert B. y se la enseña al hombre que, como siempre, apenas dice nada, sino que asiente en silencio, intenta escuchar, mostrarse atento.

      –Fíjate –y Lenz señala las dos manchas en la radio­grafía.

      Están ambos sentados a la mesa de la cocina. El vagabundo no ha comido más que pan. Hay comida en la mesa, pero Lenz todavía no ha permitido que se sirva. El vagabundo intenta olvidar el hambre y concentrarse en las palabras de Lenz, pues sabe que, si no demostrara interés, sería peor: el doctor Lenz alargaría más aún el ritual y hasta podría molestarse, echarlo de casa sin darle de comer y sin dinero. Lo fundamental era el rostro y, por encima de todo, la expresión de los ojos: el vagabundo sabe que son los ojos los que pueden echar todo a perder. Por eso se esfuerza en concentrar cierta energía, la energía de la atención, alrededor de los ojos. Y este sentido de atención dirigido a un hecho era una masa exacta e indivisible: no era posible estar al mismo tiempo atento al olor de la comida y a la radiografía del cráneo que el doctor Lenz le enseñaba. El esfuerzo del vagabundo era impresionante. Conocía ya las reglas del juego, en el que no había más que una voluntad: la de recibir dinero o comer; nada más. Y para obtener ambas cosas sabía lo que tenía que hacer. En aquel momento se trataba de eso: mostrar interés por la radio­grafía de una cabeza.

      –Fíjate –insiste Lenz–. Dos manchas, enormes –Lenz señala las manchas–. Voy a buscar


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