Aprender a rezar en la era de la técnica. Gonçalo M. Tavares

Aprender a rezar en la era de la técnica - Gonçalo M. Tavares


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su hermano unos años mayor que él, había empezado a exhibirlo mucho antes, como si lo dejara sobre la mesa antes de iniciar cualquier diálogo. Lenz jamás aceptaría ser el segundo Buchmann, y de hecho consideraba que en su hermano el nombre Buchmann se había convertido en un nombre defensivo, mientras que en sus manos, antecediendo sus acciones, el nombre Buchmann tomaba innegablemente un carácter guerrero, de ataque. Y por eso era sencillamente Lenz y trataba también a su hermano por el nombre de pila, negándose a explicitar el apellido familiar.

      Pero fue precisamente su hermano, Albert, quien estuvo en el origen de un cambio en su actitud respecto a la carta que una mujer a punto de morir le había entregado en el hospital.

      En una de sus raras visitas, siempre amenizada con alguna disertación sobre literatura (ambos eran grandes lectores), y ya en el momento en que, de pie, se preparaba para los pequeños diálogos insignificantes previos a la despedida, Albert vio la carta, todavía el armario de la sala, con el remitente y el destinatario vueltos hacia arriba.

      Lenz se lo aclaró:

      –Es la carta de una mujer que se está muriendo en el hospital. Me la dio para que la echara al correo. No le queda mucho más tiempo de vida. Aún no he podido...

      Albert frunció el ceño, como solía hacer ante cualquier alusión a la enfermedad, pues él mismo estaba enfermo, y por más que pareciera hallarse todavía en el bando del poder respecto al otro bando, al de la muerte, tenía ya la percepción de que en poco tiempo se alteraría el resultado del combate.

      –Son momentos delicados –se limitó a decir Albert–. Todo el mundo quiere despedirse.

      –Todo el mundo tiene derecho a despedirse –respondió Lenz con sequedad.

      NATURALEZA Y OTRA FORMA DE ORACIÓN

      4

      Al día siguiente, cuando vio la carta todavía en el mismo sitio, aunque ya ligeramente desplazada –unos milímetros quizá hacia el interior del armario–, la observó de un modo completamente distinto. Ahora Lenz no estaba desatento, no estaba enfrascado en ningún razonamiento interior ni vuelto hacia preocupaciones futuras. Lenz miró la carta, la vio con nitidez y pensó en ella.

      ¿Qué quería aquella mujer? ¿Por qué lo había elegido a él para echar la carta al correo?

      Él era médico. ¿Sabría aquella mujer que entre los quehaceres y los deberes más amplios de un médico no constaba, desde luego, la función de cartero? ¿Quién se había creído? Los moribundos exigían todo a los demás, como si fueran nuevos reyes, una especie de monarquía intempestiva instalada no por la fuerza absoluta, la espada ni los genes, sino por la cualidad opuesta: la debilidad. Los actos de compasión no podían instalar monarquías ni nuevos reinos, pensaba Lenz, pues de lo contrario la ciudad no tardaría en ser devorada. La naturaleza sigue esperando ahí fuera, pero mantiene exactamente la misma fuerza: ha retrocedido, es cierto, pero ni siquiera permanece prisionera. Está en otro sitio, en otro punto de la batalla, y afila sus armas; no reza, no suplica, no pide clemencia.

      No reza, afila las armas.

      EL REINO

      5

      Para Lenz la carta, aquella carta que tenía delante, se hacía pues intolerable: un síntoma de debilidad de la humanidad que no era inconsecuente. Era un elemento que, de ponerse en circulación, partiría de un punto elevado; la fuerza de la gravedad haría que echara a rodar, y los efectos de aquel nuevo elemento circulando a gran velocidad en el mundo no tardarían en manifestarse.

      Aquella carta era un virus débil, un mensaje que los vencedores guardarían más tarde como ejemplo histórico del anuncio de la caída. Los castillos empezaban a desmoronarse y los reinos perdían la fuerza y multiplicaban a los reyes hasta el punto de que éstos se confundían con camareros.

      Aquella carta encerraba la decadencia del reino humano. Por fin Lenz lo había comprendido.

      Y había sido su hermano, también él un enfermo, alguien que ya no sube con los estrategas a la montaña –los observa y los teme–, quien sin pretenderlo le había abierto los ojos. La compasión de su hermano por aquella carta –en una alianza entre dos débiles– hacía evidente la acción que se le exigía a Lenz. El doctor Lenz, importante cirujano de la ciudad, poseedor absoluto de sus placeres íntimos, apreciador de pequeñas humillaciones a prostitutas que había desarrollado el hábito reciente de recibir en su casa a un vagabundo, de ofrecerle sustanciosas limosnas, de darle pan y comida, y por encima de todo, de humillarlo, de retrasar la limosna, la comida, de regodearse en el hecho de estar en la parte fuerte y tener dos ojos sanos para ver lo que la claridad del mundo mostraba. La crudeza de ese mismo mundo, la violencia y la diferencia entre el que posee salud y el que no, entre el que tiene di­nero y el que no, entre el que es viejo y el que no, entre el que es feo o discapacitado y el que no, entre el que tiene marcas de accidentes en el rostro, quemaduras, cortes que desfiguran la belleza media y el que, por el contrario, no tiene nada que manche su orgullo, su orgullo externo, físico, la única moneda común a todos los siglos, todos los países, todas las lenguas. Era esto lo que veían los ojos sanos y claros de Lenz, era esto lo que le enseñaba la claridad del mundo.

      En verdad, aquella carta no era de su mundo, no era de su física, de su ciencia, no pertenecía al mundo de sus máquinas de efectos asombrosos, de las técnicas médicas cada vez más modernas, de los trenes rápidos, no pertenecía siquiera al mundo más orgulloso de los animales, al mundo de los caballos fuertes.

      Aquella carta era infantil, era del mundo que sólo sobrevive porque alguien o algo más fuerte lo protege. Per tenecía al mundo de la infancia, eso era, y a él, Lenz, cirujano, se le pedía que ejerciera el papel de protector. El papel del hombre que, por compasión o empatía, coge la carta, le pone un sello y la echa al buzón, haciendo un favor; repitiendo en definitiva, de forma modesta, el gesto de quien coge la mano de otro que empieza ya a caer desde las alturas.

      Sin embargo, a Lenz no le gusta ver su mano utilizada en tales actos, que trascienden sus competencias, su profesión, sus deberes de médico.

      Su deber es otro. El lado en el que se halla, el lado hacia el que avanza y hacia el que apunta la hoja del bisturí es otro: es el lado opuesto al de aquella carta.

      Lenz avanza en otra dirección; más aún: es contra esa carta que vive y es contra ella que desea seguir vivo.

      Lenz ya sabe que sólo le queda hacer un gesto y que su hermano ha desempeñado el papel de mensajero. Un mensajero estúpido, tonto, que recorre miles de kilómetros y vence decenas de peligros para llevar al otro lado del mundo un mensaje que ni él mismo entiende, un mensaje que en realidad dice lo opuesto de lo que él hubiese querido decir. Y Lenz ha recibido ese mensaje, y él sí lo ha entendido.

      Y hete aquí que hace entonces lo que sabe que debe hacer. Y que lo percibe no como un gesto ocasional sino como un gesto con el que da cumplimiento a uno de sus deberes más elevados, un gesto que pertenece a su reino más profundo, el reino al que ha jurado lealtad, el reino de quien ataca y de quien sabe que hay elementos que se preparan para atacarlo.

      Lenz coge la carta y la rompe una, dos, tres veces: la carta queda destruida.

      MOMENTOS DECISIVOS

      LA MUJER MUERE, PERO ANTES PIDE

      1

      En el hermano de Lenz, Albert, la enfermedad había desarrollado en poco tiempo una arrogancia extrema: había avanzado como un caballo de carreras que, yendo en el segundo puesto, al acercarse a la meta siente que todavía puede vencer; un animal, en este caso, que no depende de la voluntad humana.

      En dos meses la enfermedad había conquistado múltiples responsabilidades en el cuerpo: controlaba ya diver­sas funciones, había invadido y levantado campamentos militares en varios órganos; las células reorganizaban ya muchos de sus movimientos teniendo en cuenta las órdenes de la enfermedad y no del ciudadano que había caído en ella, como si lo


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