Aprender a rezar en la era de la técnica. Gonçalo M. Tavares

Aprender a rezar en la era de la técnica - Gonçalo M. Tavares


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el humano. Era un soldado del ejército que había fundado las ciudades, pero no más que eso. Nunca lo oirían gritar por la causa humana, no sufriría por la especie del mismo modo que no sufriría si su bisturí se rompiera por accidente. Su abordaje del sufrimiento era individual; no aceptaba el sufrimiento prestado de otros; la compasión era un sentimiento innecesario o, como solía decir el propio Lenz, una herramienta inútil para la existencia, que no resolvía nada desde el punto de vista técnico: como si alguien empuñara un martillo para unir dos telas.

      ACERCARSE A LA MONTAÑA

      4

      Siendo un maestro en aquel lenguaje que no levantaba la cabeza, un lenguaje minúsculo situado entre sus dos manos y las células enfermas, Lenz era ante todo un adorador del aire libre, del aire alejado del olor y la temperatura de las máquinas de defensa que los hospitales tenían en abundancia.

      En contacto con los elementos mudos del mundo que el hombre aún no controlaba, Lenz se sentía cercano a verdaderos instrumentos de ataque y no de defensa, a diferencia de lo que ocurría en el hospital. En la montaña, en el bosque, entre campos de tierra desordenados, Lenz sentía el temblor de la cercanía de algo que no se contenta con mantenerse, que no lucha por la supervivencia con el apoyo de ninguna máquina médica.

      El desorden de la tierra no era un bisturí sino un puñal. Sólo, vagando por lugares extraños y sin un sólo vestigio de metal en las cercanías, Lenz se sentía como un soldado extranjero que, habiéndose perdido, se ve de pronto en medio de un ejército que habla otra lengua y avanza en formación de ataque hacia una ciudad. Y siendo ese soldado, Lenz sabe que lo más sensato es repetir lo que ve, mantenerse en medio de aquella corriente de excitación: no sabe si está entre los vencedores, pero tiene la certeza de que está entre aquéllos que atacan. Y ahí es donde Lenz Buchmann quiere estar.

      UNA ANÉCDOTA CON UNA ENFERMA TERMINAL

      LA PETICIÓN

      1

      Una anécdota, que no debe ser malinterpretada.

      El doctor Lenz recibió un sobre cerrado de una enferma terminal que llevaba largos meses internada en su unidad.

      –Es para mis hijos. Ya he puesto la dirección.

      Era sin duda una petición para que los hijos fueran a verla.

      Pese a ser alguien que conocía bien la resistencia física, era evidente que aquella paciente estaba llegando al final de su combate. Su aspecto empezaba a acercarse ya a la frontera en la que la compasión de los demás da paso a cierta repulsión que, incluso cuando se controla y reconstruye humanamente en una contención del comportamiento, no permite ya ciertos gestos espontáneos de ayuda o acercamiento. Ella lo comprendía, y por esa razón había cedido. Ella, que nunca había querido llamar a los hijos, había escrito al fin la carta en la que se rendía y en la que sin duda diría algo parecido a necesito sus despedidas.

      Los hijos, Lenz no sabía a ciencia cierta si eran dos o tres, no vivían en el país. Sabían que su madre estaba enferma, pero creerían que se trataba de un estado pasajero, sencillo, y no del verdadero epílogo del recorrido.

      Lenz cogió la carta con un gesto poco intenso, los dedos en pinza, un gesto casi instintivo, pues la mujer había cerrado el sobre delante de él con su propia saliva en un movimiento que Lenz había considerado muy poco elegante.

      Se metió la carta en el bolsillo de la chaqueta:

      –La echaré al correo hoy mismo.

      –Sí –dijo la mujer–, gracias.

      Lenz se despidió inclinando ligeramente la cabeza e hizo girar el pomo de la puerta.

      –Necesito despedirme de ellos –añadió la mujer en el último momento.

      –No se preocupe –contestó el doctor Lenz.

      LA CARTA

      2

      Cuando llegó a casa al final de aquel día, tras otra serie de peticiones y de hechos intrascendentes, el doctor Lenz se quitó la chaqueta y, con gesto despreocupado, posó la carta, que ahora ya no era para él más que una carta de tantas. La puso en la mesa en la que siempre dejaba los papeles que traía del hospital, papeles que no tardaban en mezclarse con los de días anteriores y con el diario de la víspera.

      La semana siguiente transcurrió con la celeridad habitual, y el doctor Lenz apenas paró en casa. Algunas operaciones quirúrgicas, tres de ellas de suma importancia, operaciones para engañar a la muerte en el último momento (así las denominaba Lenz); aquella semana no hizo más que mantener el sistema de procedimientos que su actividad le exigía habitualmente.

      Así pues, la carta de la moribunda pasó toda aquella semana entre una pila de otras cartas y papeles. El sábado, con un poco más de tiempo, Lenz miró la correspondencia atrasada, abrió las cartas que le iban dirigidas, llegó incluso a contestar a una que pedía con urgencia su parecer sobre determinada alteración en la estructura del personal auxiliar del hospital y se topó luego, sin el menor sobresalto, con la carta de la mujer. La separó de sus cosas, la colocó sobre una pequeña repisa del armario del salón para llevarla más tarde al buzón. La carta de la moribunda estaba ahora aislada de los demás papeles, alejada de la confusión y perfectamente visible en un punto de paso constante de la casa.

      TODO EL MUNDO TIENE DERECHO A DESPEDIRSE

      3

      Pero los días pasaron y el doctor Lenz se fue olvidando de la carta. Nada intencionado.

      Es que había en él un doble circuito: uno exterior, constituido por sus acciones y diálogos, y otro interior, invisible y no compartible que, al fin y al cabo, era el más relevante. Este circuito de los pensamientos lo ocupaba de tal modo que a veces su propia mujer tenía que señalar su presencia, obligándose así a interferir en el espacio material del marido, tocándolo o incluso empujándolo de forma dócil, para que Lenz le prestara atención y detectara verdaderamente una existencia cercana.

      Lenz se veía como un observador del mundo, y de ahí provenía parte de su gran fuerza: aún no había sido llamado al centro; la existencia era algo que podía ver, tanto la suya como la de los demás; un espectador cuya única preocupación era la alimentación, el sueño y la calidad del espectáculo. Lenz no podía ocultar que se consideraba la única instancia decisiva de su vida. Todos los demás elementos eran secundarios a aquello que él consideraba esencial en ese problema –el único problema importante– que era el hecho de estar vivo. Cierta adoración desproporcionada que siempre había desplazado hacia su padre se basaba, en el fondo, en esta adoración por la autosuficiencia, y sus padres –aquéllos que le habían dado la posibilidad de tener el problema de estar vivo para resolverlo– eran los únicos de los que nunca podría decir: no han hecho nada por mí, porque a decir verdad lo habían hecho, de la cabeza a los pies: una casa humana.

      Con su hermano, por ejemplo, no tenía ninguna deuda: eran construcciones distintas, Albert y él, dos casas paralelas; en una podría faltar la luz durante años y en otra haber electricidad abundante y por ello despreciada, como todo lo que tenemos en exceso, pero nada entre las dos casas se volvería sentimental.

      Entre los dos hermanos se producía un irreversible alejamiento. Es decir, todo acercamiento era un ataque y nunca el inicio de un vulgar apretón de manos.

      Había, sin duda, la sensación de lucha por un espacio. El patrimonio material, y también el nombre de la familia, eran los motivos de una repulsa que sólo un conflicto explícito podría posponer. ¿Quién tenía más derecho a usar el apellido familiar? He aquí la cuestión más relevante. Porque llegados a este punto no había posibilidad de división: un nombre no era un terreno que una regla más o menos bien intencionada pudiera dividir manteniendo dos lados mínimamente satisfechos. No se puede dividir un nombre.

      Y para Lenz era


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