Aprender a rezar en la era de la técnica. Gonçalo M. Tavares

Aprender a rezar en la era de la técnica - Gonçalo M. Tavares


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todavía más eficaz–, lo que fascinó a Lenz fue el modo colectivo en que cada ciudadano individual saludaba al presidente de la ciudad, un modo totalmente distinto del que habían empleado para acercarse a él. No era la diferencia entre una tristeza fingida (por la muerte de su hermano) y una posible admiración fingida (por las cualidades del presidente), sino entre un hombre que se presentaba como individuo o que aceptaba ser alguien que pertenece a un grupo. Los pésames los habían dado individuos, y ésos mismos individuos, unos metros más allá, saludaban al poder en tanto que soldados, en tanto que elementos humanos que se repiten y anulan en medio de una masa. En aquel corto trayecto entre su hermano, la cuñada del difunto y el presidente de la ciudad, aquellos hombres habían perdido su nombre, como quien pierde un papel que llevaba en el bolsillo, y cuando llegaba el momento de hablar, ya al otro lado, parecían capaces tan sólo de repetir en voz alta el nombre del país, de la ciudad y de sus representantes más elevados.

      A Lenz nunca lo habían saludado de aquel modo que, en la distancia, seguía contemplando. Incluso en otras ocasiones, siempre lo habían saludado de hombre a hombre. Hasta las madres cuyos hijos había salvado lo saludaban en tanto que hombre –en su caso, un médico de asombrosas capacidades–, pero nunca lo habían saludado como si fuera un país o una ciudad.

      UN CAMBIO FUNDAMENTAL EN LA POSICIÓN DEL ESPÍRITU

      3

      De hecho, la idea de que no era posible estrechar la mano a una ciudad, pues ésta posee una constitución física múltiple, casi infinita y por tanto incontrolable, se había desvanecido por completo en el funeral de su hermano. Lo que Lenz había visto a la salida del cementerio, era una fila de hombres disimulando la mediocridad que revelaba el hecho mismo de guardar fila mediante conversaciones inocuas que sólo pretendían hacer pasar el tiempo hasta que llegara su oportunidad. Lo que Lenz había visto era un conjunto de hombres despojados de nombre individual que saludaban con sus dedos óseos y aún cubiertos de carne y piel, los dedos que, si bien aparentaban la misma anatomía, terminaban en el centro de una ciudad; la población estrechaba la mano a la ciudad y se alejaba después, absolutamente saciada, como si hubiese acabado de comer, de satisfacer una necesidad orgánica. De hecho, fue esto lo que más sorprendió a Lenz: los hombres que acababan de saludar al máximo representante del poder se alejaban tal como él había visto alejarse infinidad de veces a “su” vagabundo tras haberle dado de comer. Lo que había visto en aquellos hombres aduladores o tan sólo miedosos era una clara satisfacción que iba del exterior, del rostro, hasta la más profunda célula de aquellos cuerpos. Se alejaban saciados con un apretón de manos, reproduciendo el modo en que se alejaba su vagabundo después de que desapareciera el estómago de este (después de quedar olvidado) con el alimento recibido y con algo de dinero en las manos.

      ¿Qué era aquello, qué les sucedía a los hombres, no sólo al razonamiento de los hombres sino a su organismo, a sus instintos, a todo aquello que la cabeza no puede controlar por completo?

      Lenz no comprendió del todo los contornos de aquel fenómeno casi mágico, pero en aquel momento tomó una decisión, cuando ya el espacio alrededor de la tumba de Albert se hallaba desierto: entraría en el Partido y lucharía por conquistar uno de los puestos más elevados en su seno.

      Tenía vía libre, en cierto sentido: su único hermano había muerto. Lenz podía al fin utilizar en exclusiva el nombre que representaba públicamente la sangre fuerte de la que había nacido. Lenz Buchmann estaba listo para emprender una nueva vida, a la altura del orgullo que le producía el renacimiento de su apellido.

      Fue entonces, justo cuando en el exterior sus gestos autónomos se implicaban en el intento de retirar el barro que se había adherido a los zapatos, frotando un zapato en el otro con movimientos específicos, especializados incluso; fue entonces, en aquel instante pero en otro punto, en su mundo interior, cuando Lenz tomó la decisión de abandonar por completo la medicina –no le quedaba nada por conquistar en ese campo– y entrar en el mundo de la política, en el “mundo de los grandes acontecimientos y las grandes enfermedades”. Estaba cansado de tratar con hombres individuales y de serlo él también; aquélla no era su escala; quería operar la enfermedad de una ciudad entera y no de un sólo e insignificante ser vivo. Por encima de todo, quería sentir el placer de dar aquella comida extraña que el poder daba a sus soldados y empleados, aquella comida de energía casi mágica que saciaba los estómagos de la población de un modo no material, pero igualmente eficaz.

      Algo de pan y algo de miedo, dijo Lenz en voz alta, de forma impulsiva, cortando un largo período de silencio. Estas palabras tomaron por sorpresa a su esposa, que desde hacía instantes se hallaba asimismo enfrascada en medio del cementerio ahora desierto, en el intento de expulsar el barro de los zapatos.

      –¿Qué has dicho, Lenz? –preguntó su esposa, Maria Buchmann.

      –Nada –contestó Lenz–. Estaba pensando en mi hermano.

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