Aprender a rezar en la era de la técnica. Gonçalo M. Tavares

Aprender a rezar en la era de la técnica - Gonçalo M. Tavares


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en ese breve intervalo que va del estado de moribundo terminal al otro gran estado de la materia, del que poco se sabe y del que se habla como si de un misterio se tratara.

      Lenz conoce bien esos momentos decisivos en los que la posibilidad de la muerte empieza a anular las otras alternativas. Lenz venía ahora, de hecho, de uno de esos momentos: la mujer que había escrito una carta a sus hijos –carta que jamás llegó a su destino, pues llevaba días convertida en basura–, aquella mujer que había empleado su último aliento en la espera de una carta de respuesta o de otro movimiento más explícito por parte de sus hijos –una visita sorpresa, un regalo, cualquier señal de un esfuerzo por volver a tocar aquello que dentro de poco dejará de poder tocarse–, aquella mujer, aquella paciente del doctor Lenz, acababa de morir en el hospital. Y Lenz, siendo el médico que la había acompañado en el recorrido de la decadencia final y cumpliendo con rigor estricto sus deberes profesionales, fue el responsable de cerrar el ciclo de los hechos registrados en la existencia de dicha señora.

      Y el último hecho, casi irrelevante, anticipó de algún modo la pasividad monstruosa que el cadáver expone. La mujer había pedido al doctor Lenz: Por favor, ciérreme los ojos; y cuando Lenz los cerró, con su mano derecha, la muerte vino y la señora murió.

      EL ÚLTIMO BUCHMANN

      2

      Hete aquí, por tanto, que el doctor Lenz se enfrenta a otro momento decisivo, el segundo: su hermano Albert se está muriendo.

      Había en aquel instante una mezcla que lo repugnaba y, al mismo tiempo, la sensación de continuidad entre el momento anterior, en el que había visto morir en el hospital a un cuerpo que pertenecía al mundo de su profesión, el cuerpo de la mencionada señora, una paciente cuyo sufrimiento había intentado aliviar mediante todas las técnicas posibles, y este momento presente, en el que el cuerpo sobre el que el tiempo ejercía presión (en realidad, así lo sentía, el tiempo estaba hecho de una masa capaz de moverse y ejercer fuerza física) era ya no sólo un objeto anterior de su oficio sino un cuerpo con su misma sangre: el otro mundo de materia que sus padres habían puesto sobre la tierra, sin duda con la esperanza absurda de tener en ellos su continuación.

      En realidad, Albert no se había casado y no había tenido hijos, y para Lenz los hijos eran también una aplicación innecesaria de la energía, un método ingenuo de bajar el fusil. Proyectos de amor arrojados, en el fondo, hacia la parte de delante de lo que va a ser destruido; nadie se esconde peor que los más frágiles.

      Cabe señalar que su mujer, Maria Buchmann, se había conformado hacía ya varios años con la decisión –en palabras de Lenz– de estancar la producción de débiles. No quiero que un médico de la siguiente generación venga a salvar la vida de un niño con mi nombre.

      En una familia, y Lenz lo había vivido en su propia piel, se formaba un amplio sistema de jerarquías, protecciones y compasiones que repetía, a veces incluso de un modo más intenso, la relación de intensidades de poder que existen en todo reino.

      Pero, si de él dependía, el reino no pasaría de allí.

      EL FUNERAL DE ALBERT BUCHMANN

      UN MECANISMO QUE FUNCIONA

      1

      Albert, entretanto, camina ya por otros medios distintos a los del mundo del hombre: cuatro militares generosos cargan el pesado ataúd en el que los símbolos del país y del Partido se mezclan, para algunos de forma inaceptable, con las flores que familia y amigos han querido dejar.

      Lenz y su mujer, luciendo sobrios trajes en los que el negro anticipa el llanto, se mantienen rectos, en una asombrosa contención de movimientos que parece haber sido impartida a cada uno de los presentes, una consigna que pasa de mano en mano y en la que se definen los gestos aceptables, una extraña epidemia que hace que algunos de los hombres más activos de la ciudad parezcan en realidad señores insignificantes, invadidos por una pereza física que los coloca en situación de espera, como si fuera al muerto a quien se exigen grandes acciones.

      Sin embargo, el cadáver de Albert Buchmann ya no está preparado para grandes acciones, y si alguna actividad existe, esta se mantiene del lado de fuera del cementerio. A veces un grito salta de un lado al otro del muro y llama a los señores activos que siguen simulando una debilidad respetuosa. Son gritos de niños que, desprovistos aún de órganos capaces de entender los grandes acontecimientos, demuestran un comportamiento constante sea cual sea el tumulto que agita la ciudad.

      Lenz recibe una considerable secuencia de pésames, así como su esposa, que nunca soportó al cuñado Albert, al que consideraba desprovisto de “grandes objetivos”, pero que ahora recibe con avidez cada muestra de consuelo que le brindan los habitantes de la ciudad. Todos jurarían que aquella mujer tenía en gran estima a su cuñado Albert, a la vista de su recepción sentimental; en un momento dado, la fila de pésames hubo incluso de hacer una pausa, pues Lenz se vio obligado a atender a su esposa, que lloraba amargamente.

      Cierto es que no había en este llanto atisbo de false­dad. La mujer de Lenz era sincera, no había la menor interferencia de la intención. Lo que sí existía era la manifestación de una impresionante eficacia por parte de ese mecanismo que llamamos entierro. Cada persona que lloraba, y a algunas se les había visto agachando la cabeza, lo hacía no por el muerto sino por el ruido que liberaban las ruedas de aquel mecanismo. Había, tanto en las pala­bras religiosas como en los gestos casi universales de los soldados bajando el ataúd hacia la tierra, la fijación de un punto que era común y no ya individual. Ese punto que unía a la comunidad de los presentes era la sensación de que cada uno de ellos podría, al día siguiente, convertirse en el muerto al que los demás hombres respetan. Se lloraban en conjunto por el fracaso de la ciudad: aún no se había hallado un antídoto para aquel ruido que parecía liberarse con cada entierro. Cada hombre reivindicaba que la muerte –y su sistema de funcionamiento– terminara antes de llegar a él. Y en cada funeral la despedida del muerto era asimismo la rememoración de un fracaso común, de un fracaso incluso de la más alta referencia de los humanos: su cultura, su forma de razonar que había construido un nuevo mundo y que casi había convertido el peligro, en tiempo de paz, en una energía no normal, extra­ordinaria, incluso. En verdad, en las ciudades sin guerra el peligro se había vuelto raro, pero la muerte en cambio seguía siendo abundante; parecía imposible que el hombre dominara su precio: éste seguía siendo bajo, accesible, igual al de cualquier producto insignificante. La muerte, cada muerte individual, manifestaba el fracaso económico, técnico y cultural de las ciudades.

      Por eso se lloraba en el entierro de Albert Buchmann, como en cualquier otro, no por la ruina individual de un cuerpo sino por la continuada ruina de la comunidad de los hombres y de su principal proyecto, la inmortalidad.

      LO QUE SE PUEDE DESCUBRIR POR EL RABILLO DEL OJO

      2

      No obstante, se produjo una transformación importante en el espíritu de Lenz durante el funeral de su hermano. Y dicha transformación profunda se debió a un conjunto de hechos, imperceptibles y aparentemente sin el menor volumen, si se analizaban de uno en uno, pero que en su cabeza y en su voluntad se unieron resultando en una grieta que surgió de pronto en una pared hasta entonces intacta.

      A partir de un momento dado, Lenz centró todo su interés en observar, por el rabillo del ojo, en los últimos momentos del funeral –momentos en los que algunas personas empezaban ya a salir–, el modo en que la población se dirigía al presidente de la ciudad que, por cortesía, había comparecido en aquella ceremonia fúnebre.

      Mientras recibía los últimos pésames, Lenz notaba que las personas se acercaban a aquel elemento representativo del poder de un modo totalmente distinto. A muchos de los que habían ido a presentarle sus respetos con el rostro dolorido, gestos recatados y palabras que repetían fórmulas clásicas y contenidas, los veía ahora por el rabillo del ojo, saludando minutos después, o tan sólo segundos, con modales bastante más enérgicos y, por qué no decirlo, con alegría, en una alteración rapidísima, no del exterior sino del propio centro del organismo;


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