Aprender a rezar en la era de la técnica. Gonçalo M. Tavares

Aprender a rezar en la era de la técnica - Gonçalo M. Tavares


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ritmos que las mareas. Por otro lado, la concentración de racionalidad se reducía en proporción inversa a la llegada de más cuerpos sanguinolentos; la visión de la decadencia brusca de los cuerpos, aunque fuera meramente física, parecía afectar, de arriba abajo, la gran arma de la colectividad humana: el modo planeado y sensato en que decide. Algunos enfermeros se topaban entre sí, dos médicos daban indicaciones contradictorias respecto al mismo paciente; en definitiva, había en determinadas personas un evidente analfabetismo respecto al discurso de un hecho rayano en la catástrofe. Muchas de las personas del hospital estaban preparadas tan sólo para la normalidad, y la normalidad parecía ser otro nombre para referirse a la eternidad: la repetición hasta el infinito de una deter­minada secuencia de hechos.

      Ahora Lenz gritaba a una enfermera que temblaba como si cada uno de los heridos fuese su amante, padre o hijo. Había en ella un nerviosismo tal que la hacía olvidar todo lo aprendido; confundía todos los movimientos.

      Así pues, tras un nuevo gesto torpe, Lenz gritó a la enfermera: ¡No! Y con un gesto desabrido le señaló la puerta del quirófano.

      Si no sabe coger el bisturí ni controlar las máquinas como es debido –dijo–, váyase de aquí. ¡Váyase! –llegó a gritar.

      No la necesitaba, no necesitaba su irracionalidad.

      Que se fuera a rezar fuera. Allí no, allí se trataba de otra cosa.

      Y la enfermera hubo de abandonar el quirófano.

      VUELTA A LA TRANQUILIDAD

      CAPAZ DE ODIAR A LA NATURALEZA, CAPAZ DE SER ODIADO POR ELLA

      1

      –Sí –contestó Lenz, sin levantar la cabeza, al ofrecimiento de un cigarrillo.

      El estado de la situación había cambiado y el tumulto había cesado. El arma que los hechos parecían haber apuntado a la cabeza de Lenz, diciéndole ¡actúa! había bajado. El doctor Lenz B. podía fumar un cigarrillo con tranquilidad.

      Ha pasado la tormenta –dijo alguien–, pero en realidad no se trataba de una tormenta sino de una desincronización entre la fragilidad orgánica de los soldados y una práctica desfasada de la ocupación del tiempo por parte de los seres humanos. Una catástrofe era, en el fondo, una exigencia excesiva de actos por parte de los acontecimientos: los humanos no lograban hacer tantas cosas en tan poco tiempo. Todo lo que era muy rápido, o incluso instantáneo, era más fuerte que el hombre; y en el fondo la fuerza era, por ese mismo motivo, sinónimo de velocidad. También en los cataclismos naturales, los elementos eran sencillamente más rápidos en empuñar las armas.

      Lenz no se hacía ilusiones respecto a la tierra que pisaba: había entre la naturaleza y el hombre un punto de ruptura que se había rebasado mucho tiempo atrás. Existía una nueva luz en las ciudades, la luz de la técnica, una luz que daba saltos materiales que ningún animal había podido dar hasta entonces y esa nueva claridad aumentaba el odio que los elementos más antiguos del mundo parecían sentir desde siempre hacia el hombre. Lenz temía por igual a un terremoto y a un día de sol en el que unos pájaros desconocidos parecen entablar amistad eterna con parejas de enamorados a los que no conocen. En aquellos días serenos, Lenz veía una salud falsa, una preparación de la maldad: alguien limpiaba cuidadosamente el cadalso la víspera de que lo pisara la víctima. A él no lo entusiasmaba el orden de los elementos; sabía de sobra que ese orden no era confundible con el de las ciudades, donde el director de orquesta, las leyes y el policía señalan el camino por el que deben transitar la música y los criminales. Se sabe bien hacia dónde va cada cosa. Pero donde la naturaleza veía orden, la ciudad veía algo extraño.

      A veces Lenz llegaba incluso a formular la cuestión, dirigiéndose mentalmente al jardín tranquilo: ¿En qué estará pensando él ahora? Como si en verdad la naturaleza y él jugaran un juego en el que la racionalidad tenía su importancia, pero también la fuerza muscular y la voluntad. Un día tranquilo era, para Lenz, un día de salud de la naturaleza y, en ese sentido, un día en que esta acumulaba fuerzas que antes o después arrojaría contra los humanos. Lenz no confiaba en la naturaleza.

      En el fondo, eran –los hombres y los elementos de la naturaleza– cosas colocadas en el mismo espacio, pero que no compartían un sólo instante histórico. La naturaleza, de hecho, no tenía historia, todo se repetía; los elementos concretos del paisaje aún no habían inventado la rueda, todavía iban en carro, mientras los hombres, ésos, hacía mucho que habían construido aviones sumamente veloces. En realidad, la historia de la naturaleza se hallaba en el punto cero, aún no había arrancado, no había aparecido el segundo día, siempre estaba en la primera mañana; la naturaleza aún no ha inventado el fuego, solía decir Lenz repitiendo una idea de su padre, Frederich Buchmann.

      No había una sola diferencia histórica entre el viento que él podía ahora percibir desde la ventana del hospital y el viento que había rozado el rostro de un emperador romano. Y esta inmutabilidad no era un síntoma de debilidad. Por el contrario, la impermeabilidad respecto a la historia, al cambio de las circunstancias, era la gran arma de la naturaleza, y en ese sentido ahí residía su peligro: la punta que quemaba. Por otro lado, si bien los materiales y el modo de transformarlos a través de dichas metodologías útiles de tortura –torsión, disolución, fusión– habían evolucionado, las pasiones humanas, en cambio, habían permanecido inmóviles. Ni un sólo sentimiento nuevo había surgido en la generación de Lenz. Existían, a diferencia de lo que afirmaba la frase bíblica, cosas nuevas bajo el sol, lo que no existía era nada nuevo bajo la piel. El corazón trababa los mismos combates y se debatía en las mismas dudas que en los tiempos antiguos. Claro está que la técnica y la medicina, de las que él era un fiel representante, permitían el alargamiento de las pasiones, lo que para Lenz significaba tan sólo que ahora el ser humano podía odiar hasta una edad más tardía.

      La prolongación del tiempo de vida, ese añadido existencial, era –Lenz así lo creía– un período suplementario de incubación del odio, de la desavenencia y el desajuste entre opiniones, objetivos, deseos y costumbres entre los diversos seres humanos. Para Lenz estaba claro, siempre que salvaba la vida a alguien a través de una operación quirúrgica, que estaba salvando estadísticamente a un hombre, y la estadística era una forma exacta de manifestar indiferencia.

      ¿QUÉ IMPORTA UN DEDO?

      2

      Mirar una tabla estadística de la población, con las sucesivas columnas de cifras, siempre había supuesto para él una experiencia que le permitía entender cada uno de los actos que los regímenes más violentos habían cometido. Las cifras formaban una intensidad negativa que anulaba por completo una eventual cercanía entre dos cuerpos.

      Sosteniendo en las manos una tabla que explicitaba el número de médicos y empleados del hospital distribuidos por secciones, una tabla sin nombres, tan sólo con la cantidad por especialidad médica y por quirófano, sosteniendo dicho “documento” en las manos, Lenz se divertía a veces preguntando a algunos de sus colegas dónde estaban ellos al tiempo que señalaba las cifras de las tablas.

      Y algunos, más ingenuos, le seguían el juego e intentaban, en un proceso de descubrimiento normal, localizar su sitio, su lugar, dentro de aquel batiburrillo de valores. En el fondo, trataban de convertir una cifra en un nombre, y ese esfuerzo de ubicación de la columna y la fila a la que pertenecían en las tablas era recibido por Lenz con una sonrisa de compasión cínica; parecía escuchar las súplicas de un condenado a la cámara de gas que implora no ser el siguiente. Sin embargo, la cuestión era demasiado seria: si no eres tú el siguiente, dime quién lo será en tu lugar. Dame un nombre por el cual sustituirte. Lenz sabía que este cinismo trágico encerraba una síntesis de la humanidad: dime quién irá en tu lugar.

      Pero el mundo no se detenía, y el doctor Lenz Buch­mann vio interrumpidas estas consideraciones mentales y su cigarrillo a causa de un pequeño tumulto: un civil que había tenido un accidente de trabajo (ninguna relación, por tanto, con la explosión) y al que habían amputado el dedo índice de la mano derecha, perturbaba con sus llamamientos sucesivos el silencio que


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