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de observador especializado, se hizo famosa en pocos años. Su mano derecha posee un aura, un fulgor no científico; un dedo supletorio, por así decirlo, el dedo invisible cuyo toque final es el que salva en los casos extremos. El doctor Lenz B. ha salvado a muchos hombres y mujeres.

      El bisturí reluce en su mano derecha; hay uno más en la combinación del instrumento médico y la mano de Lenz que obliga a los asistentes a cualquier operación a dirigir la mirada exclusivamente hacia aquella mano derecha. En una situación de frío intenso, aquella mano que sostiene el bisturí sería el fuego.

      Algunos llegaban incluso a hablar de sesiones de hipnosis: la absoluta y convincente lentitud de la mano derecha de Lenz se había convertido en un espectáculo de feria: las enfermeras asistentes y los médicos más jóvenes fijaban su instinto de observación más digno y contenían la respiración como si asistieran a una película. La muñeca de Lenz parecía sostenida por un trozo de metal y no un brazo. Y lo que se movía eran los dedos; el bisturí era un instrumento sencillo con efectos mucho más amplios que un instrumento musical: la sensación de tragedia o la celebración que nacía de ese instrumento alcanzaba los límites. Precisa y profunda, la mano derecha expresaba con el bisturí los diversos grados de intensidad del mundo: allí, aquella música podía en verdad matar o salvar. El bisturí golpeaba el organismo, hurgaba en su interior, no lo rodeaba ni lo cercaba.

      Aquí no nos ocupamos de sentimientos, había dicho en cierta ocasión Lenz, sino de venas y arterias, de vasos que revientan y que debemos recuperar, de bultos que sueltan sustancias procedentes del interior que sin embargo parecen ajenas al cuerpo.

      El bisturí trataba de restaurar dentro del organismo un orden que se había perdido. Restablecía las leyes: si se conocía la causa, se adivinaban los efectos. Se trataba –Lenz así lo afirmaba a veces– de implantar una nueva monarquía; el bisturí anunciaba un nuevo reino: recomponía las carreteras del organismo, enderezaba las ruinas que aún se podían enderezar o, por el contrario, derribaba por completo lo que aún parecía vertical pero había perdido los cimientos para construir, con ese derribo, un nuevo campo horizontal; si todo se ha venido abajo y nada más se puede levantar, aceptemos este nuevo estado: tumbémonos y observemos, decía Lenz.

      La enfermedad, a su vez, era claramente una anarquía celular, un desorden, un quebrantamiento interno de normas que algunos calificaban incluso de divinas, pues eran anteriores a cualquier disposición del hombre. Un cuerpo no es una ciudad. Puede haber tenido un mapa previo, pero a los humanos no les ha sido concedido el privilegio de estudiarlo y de proponer alteraciones al mismo.

      Por supuesto, un nuevo mundo se abría paso. Una acción más poderosa había echado por tierra a los dioses; el brillo de las cosas era ya el brillo exclusivo de las cosas, una hoguera daba luz debido a su materia concreta, lo divino ya no era un elemento que ilumina más aún, era sencillamente otra cosa, ajena ya a la oposición claro/oscuro. La electricidad, decía Lenz, había convertido en ridículas ciertas intuiciones sobre lo divino. No se puede confundir lo que infunde temor y respeto con una electricidad potente.

      EXPLOSIÓN Y PRECISIÓN

      2

      Lo más asombroso en las operaciones de Lenz era que, en un momento dado, el bisturí e incluso su mano derecha parecían disolverse en el cuerpo del paciente opera­do. El bisturí se introducía en el cuerpo como un puñal y parecía buscar algo bastante más asombroso que una arteria determinada; el bisturí señalaba el primer punto de ataque; un ataque, en este caso, que buscaba salvar al atacado.

      En Lenz había a veces una sensación casi mágica, y al mismo tiempo una irracionalidad sobria: veía su bisturí buscando no la arteria o el vaso que funcionaba mal sino algo más inmaterial o, valga la expresión, espiritual. Como si aquel bisturí sirviera también para detectar la culpa individual del paciente, una culpa que podría no ser moral pero sin duda era orgánica. El organismo enfermo era, en su opinión, materialmente culpable, y en ese sentido Lenz construía en sus razonamientos una moral de tejidos, una moral compuesta por células blancas o negras, células quemadas o intactas y, en ese terreno, ser inmoral era no funcionar.

      En pocos años de actividad, Lenz había comprendido que en medicina se enfrentaban las dos capacidades más asombrosas de la técnica: la explosión y la precisión. Uno y otro límite eran adversarios entre sí. Su bisturí era, eso estaba claro, el mensajero de la precisión y la rectitud. Su mensaje era la línea recta, enderezar el desvío. El organismo enfermo, o una parte de éste, había enfilado inadvertidamente un atajo y el bisturí le recordaba materialmente y con su fuerza cuál era el camino correcto, la carretera principal.

      Por eso a Lenz le resultaban muy extrañas las inter­venciones quirúrgicas que se debían a una explosión, como había ocurrido meses antes en una fábrica. Una máquina en desorden interno había explotado, y la explosión había provocado el desorden interno de un individuo. Lenz había logrado salvar la vida de aquel hombre, y en la operación había sentido, con una intensidad fuera de lo común, el enfrentamiento entre los dos extremos de la técnica: su bisturí encarnaba la precisión, la moral, la legalidad que una parte de la técnica instala y exige, y por el otro lado, el lado del paciente, se hallaban en franco desarrollo los efectos de una explosión provocada asimismo por la técnica; la clase de explosión que instala de inmediato, ya sea a nivel amplio –en un campo de batalla–, ya sea a nivel personal, un desorden, un pánico celular, que no es más que la instalación temporal de una impresionante inmoralidad: no hay una sola línea recta intacta en un cuerpo que acaba de sufrir los efectos de una explosión. Una bomba que, en el fondo, desde un punto de vista esquemático –del mismo modo que una fotocopiadora era una máquina de hacer fotocopias– no era más que una máquina hecha para explotar.

      Su bisturí era por tanto la voz material de la ética humana, y la bomba la voz material de la perversión y la desregulación de las costumbres. Sin embargo, estos campos opuestos estaban constituidos exactamente por las mismas sust ancias. Eran hijos no del mismo Dios sino del mismo hombre, lo que fascinaba a Lenz.

      Hasta tal punto lo fascinaban aquellos dos mundos que no podía dejar de pensar, siempre que operaba a alguien, que un mínimo desvío de su bisturí, por accidente o error, podría provocar la muerte del organismo operado.

      Cuando su mano derecha, exacta y mágica, actuaba, la decisión de ir hacia la derecha o la izquierda no era una mera decisión de movimiento, no suponía avanzar por el camino más corto o más largo. Se trataba (al otro lado) de vivir o no vivir, de seguir vivo o no. Lo que estaba en causa no era la extensión del recorrido o el tiempo que se tardaba en recorrerlo; una decisión equivocada –girar a la izquierda cuando había que hacerlo a la derecha– en el caso del bisturí no equivalía a un contratiempo provocado por una demora derivada de una mala elección en el espacio de la ciudad. El desvío de unos micromilímetros en su mano derecha podía colocar el cuerpo en dos mundos opuestos: el mundo de un cuerpo vivo, aunque enfermo o con sus capacidades mermadas, y el mundo del cadáver, que ya es otra cosa.

      En el movimiento del bisturí Lenz veía la posibilidad de mantener encendido o bien apagar un equipo de música. A la derecha –siempre a la derecha, la línea recta e incluso el lado que el Señor, según bromeaba Lenz, había reservado a los hombres morales–, avanzando hacia la derecha mantenía encendido el equipo de música humano, mientras que desviándose hacia la izquierda –el lado del demonio o de la movilidad que no entendemos– apagaba el equipo de música y la electricidad. Y era Lenz el que manipulaba el botón decisivo.

      LA COMPETENCIA NO SE DEFINE CON EL CORAZÓN

      3

      Hasta entonces, siempre había avanzado por el lado correcto, pero cada vez que volvía a sostener el bisturí para una nueva operación, el doctor Lenz Buchmann no podía dejar de pensar en aquella otra posibilidad que, una vez más, tenía a su alcance: podía rodar el mango en la dirección equivocada, hacia el lado que desconectaba intencionadamente el mecanismo. Y por mucho que se escandalizara a sí mismo –ya que su profesión era el reducto moral que aún conservaba en una vida que él sabía absolutamente desordenada–, Lenz se sentía atraído por


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