Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910. Adriana María Suárez Mayorga
antes que en beneficio personal, en aras de alejar de ellas la corrupción generada por los círculos políticos imperantes.46
Téngase en cuenta que la disyunción administración-política examinada en este capítulo remite a un problema común: “la dinámica del poder” (Hernández Becerra, 1981, p. 24). La teoría del derecho sitúa dentro de esta órbita dos niveles de actuación: uno que se encarga de “reglamentar la conducta humana (individual y social)”, y otro que se hace responsable de asegurar el cumplimento de esas reglamentaciones (p. 24). El gobierno, “en sentido lato”, corresponde al primero por ser el “atributo genérico del Estado”, la facultad soberana de “mando social, que se proyecta” en lo administrativo “al descender a lo concreto-cotidiano” (p. 24). La administración, en su definición “material”, corresponde al segundo, en la medida en que se aprecia como “connatural a toda forma de organización política. El Estado la produce” cuando “nace, pues [ella] es el medio por el cual éste funciona, subsiste, se realiza, y se consolida” (p. 24).47
La asunción de estos preceptos supone aceptar que “el poder, dinámicamente, se desdobla” en “la decisión y la ejecución” (Hernández Becerra, 1981, p. 27). La capacidad de decidir se puede llamar gobierno en cuanto “conducción colectiva de la sociedad”, fenómeno “que se manifiesta jurídicamente en la potestad de [imponerles]” a las personas “pautas de conducta, en abstracto y con obligatoriedad general” (p. 27). La capacidad de ejecutar atañe a la administración, lo que entraña tomar un sinnúmero de determinaciones menores para ser aplicadas a los “casos concretos y particulares” (p. 27).
Algunos tratadistas franceses del siglo XIX utilizaron esta dicotomía para distinguir entre “‘funciones gubernamentales o políticas’ y funciones ‘administrativas o de gestión’”, dualidad que daba por entendido que la administración era “apolítica” por su carácter “técnico” (Hernández Becerra, 1981, p. 27).48 Tal caracterización ha sido cuestionada por la historiografía contemporánea precisamente por su poca conexión con la realidad: al concebirse la administración como “gestión concreta”, es decir, “como desarrollo práctico de las decisiones de fondo adoptadas en la instancia de gobierno, en relación con la marcha de la sociedad y el Estado” (p. 27), se está admitiendo que no es ajena “a una motivación” política (p. 28). “La administración es, entonces, necesaria e inevitablemente política. Tanto el gobierno como la administración son expresiones dinámico-formales de la política en el Estado” (p. 28).
El caso rioplatense, al igual que el colombiano, corroboran la imposibilidad de disgregar el ámbito administrativo del político a la hora de gobernar la esfera local; sin embargo, detrás de este decurso se produjo un debate que no solo giró, en el plano de las ideas, alrededor de cuáles podían ser los mecanismos que se debían instaurar para materializar dicha disyunción, sino que además creó un interés por implementar directrices tendientes a impulsar la prosperidad municipal.
La forma de aproximarse a ambas cuestiones fue ciertamente disímil en ambos contextos, pero, a pesar de las divergencias, en cada país la pregunta por el papel que debía cumplir el entorno local dentro del nacional se erigió en un problema patente tanto para los funcionarios que integraban la administración municipal como para la opinión pública. Los próximos capítulos están encauzados a dilucidar las singularidades que revistió ese proceso en el espacio urbano bogotano.
Notas
1 Esta cita, según Abel Ignacio López (1999), pertenece originalmente al libro Les formes de l'experience de Bernard Lepetit.
2 En una investigación previa se efectuó un análisis comparativo entre Buenos Aires, Bogotá y Ciudad de México, tomando como variables los criterios definidos por José Luis Romero (1999) para describir las ciudades burguesas. Al respecto véase Suárez Mayorga (2017a).
3 Una diferencia fundamental con el entorno argentino es que allí existía un régimen federalista, mientras que en Colombia había un régimen centralista.
4 Ternavasio (1991) aclara que la mayoría de los miembros de la élite que se ocuparon de esta temática desempeñaron luego importantes cargos estatales.
5 Juan Bautista Alberdi (1810-1884) fue uno de los intelectuales más importantes de América Latina; entre sus obras cabe destacar Bases y puntos de partida para la organización de la República Argentina, ya que en su reedición se incluyó un proyecto de Constitución que serviría de sustrato para la carta magna de 1853.
6 Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888) fue otro de los ideólogos de la Constitución de 1853. Tras exiliarse en Chile, regresó hacia 1855 a territorio rioplatense y al año siguiente fue elegido concejal de Buenos Aires. En el transcurso de su carrera política también se desempeñó como gobernador de la provincia de San Juan (1862-1864), presidente de Argentina (1868-1874) y senador (1874-1879).
7 Alberdi y Sarmiento no fueron los únicos que discutieron sobre este problema en el siglo XIX, pero son las dos figuras que se privilegian debido a que formularon las tesis que más alcance tuvieron en el sistema político argentino.
8 Tal disyunción remite a la Constitución de Cádiz, pues allí se estableció que los comicios municipales debían efectuarse en fechas distintas, con el fin de marcar una frontera entre “voto e instituciones ‘políticas’ y voto e instituciones ‘administrativas’”. El “voto para las Cortes era ‘político’ mientras que para diputaciones y ayuntamientos” era “administrativo” (Annino, 1995a, p. 189). Según este autor, esa “distinción entre lo ‘político’ y lo “administrativo’” fue “un intento incompleto de quebrar las jurisdicciones territoriales de las ciudades importantes, que habían protagonizado en América la primera revolución de 1808-1810”. A su juicio, “fue incompleto porque el constituyente no supo definir una nueva unidad administrativa y territorial”, lo que generó que la “frontera entre lo ‘político’ y lo ‘administrativo’” se desdibujara (p. 190).
9 La cursiva es textual de la cita. Cabe acotar que el caso mendocino, examinado por Bragoni (2003), se distancia de esa disyunción.
10 El ámbito de lo político implicaba “opción, decisión, elección entre diversas alternativas” (Ternavasio, 1992, p. 62); el de lo administrativo entrañaba “manejar autónomamente” los “negocios civiles y económicos” propios de la esfera local (Ternavasio 1991, p. 29), es decir, aquellos que concernían a la resolución de problemas e intereses específicos, vinculados con temáticas tales como “justicia en primera instancia, policía, higiene pública, vialidad y manejo de rentas e impuestos” (Ternavasio, 1992, p. 62).
11 El término imaginario pertenece a Marcela Ternavasio (1992, p. 58). La noción de ciudadano se refiere a “todos los habitantes nacidos o naturalizados” en “el país, sin ninguna restricción de carácter económico que suponga alguna forma de voto calificado, cuyo ámbito de participación es el régimen político nacional y provincial, respectivamente”. La noción de vecino o “avecindado”, alude al “nativo” y al “extranjero, que, sin necesidad de obtener la naturalización, puede participar —siempre y cuando sea residente del lugar— en el régimen electivo de su municipio” (p. 59).
12 La cursiva es textual de la cita. Sarmiento se oponía a esa dicotomía entre lo político y lo administrativo; en razón de ello, planteaba que no debía haber dos formas de representación y que solo los ciudadanos debían votar tanto para el nivel provincial y nacional como para el municipal. No obstante, hacia el decenio de 1880, debido a la gran oleada migratoria que se produjo y a sus efectos, esta idea se fue diluyendo en su pensamiento.
13 Esta Constitución dividió a la ciudad de Buenos Aires en catorce parroquias, cada una de las cuales elegía “un Concejo Parroquial con funciones deliberativas”, que eran a su vez los que designaban a “los miembros del Concejo Central” (Ternavasio, 1991, p. 69). Sobre este tema, véase también Bonaudo (1999).
14 Ternavasio (1991) sostiene que la separación administración-política se afincó en la propia doctrina liberal; en su terminología: “el liberalismo clásico [estableció] una separación nítida entre la