Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910. Adriana María Suárez Mayorga
Las desavenencias originadas a la luz de esta situación estimularon el surgimiento de enfrentamientos de carácter político y religioso que desembocaron en la guerra civil de 1876-1877, la cual le abrió el camino de la presidencia al general Julián Trujillo y preparó la llegada de Rafael Núñez al mando.
El primer mandato del cartagenero (1880-1882) se distinguió por la aplicación, “de manera intermitente”, de medidas económicas de índole “proteccionista” que buscaban “contrarrestar” las dificultades generadas “por la caída de las exportaciones” (Ortiz Mesa, 2010, p. 233). El aumento de “las tarifas aduaneras” en ciertos rubros, el establecimiento de “aduanas” en las ciudades de “Colón y Panamá, donde había libertad de aranceles”, y el incremento de “los ingresos del Gobierno en lo relativo a rentas”, así lo atestiguan (p. 233).
No obstante, la “heterogeneidad de fuerzas tan disímiles” (González González, 2006, p. 56) que se reunieron en torno al nuñismo, por ser la personificación del rechazo generalizado hacia la oligarquía radical, pronto evidenció su fragilidad: con el paso de los meses, “varios liberales independientes” (p. 56) le quitaron el respaldo o retornaron a “sus filas originales” (Posada Carbó, 2015, p. 34), lo cual propició que en abril de 1882 subiera a la presidencia Francisco Javier Zaldúa.4 La muerte de este último mientras desempeñaba el cargo ocasionó que por un día el procurador general, Clímaco Calderón Reyes, tomara la regencia para luego entregársela a José Eusebio Otálora, quien se encargó de terminar el período presidencial.
La “consiguiente alianza de Núñez con el partido conservador” (González González, 2006, p. 56) lo llevó de regreso a la presidencia en 1884.5 Las diferencias ideológicas, mezcladas con los intereses regionales y particulares, redundaron en una férrea polarización que a la larga fomentó que los liberales radicales se alzaran contra el cartagenero.6 La derrota del liberalismo en la guerra civil que se prologó de agosto de 1884 hasta noviembre de 1885 fue lo que permitió que él pudiera concretar el programa regenerador.7 Melo (1989) sostiene al respecto que el mandatario
habría podido mantener la ficción de la legitimidad, y aprovechar el triunfo para convocar, de acuerdo con [la carta magna] vigente, [a] una convención que la reformara: contaba con la unanimidad de los estados [soberanos], pues aquellos que habían secundado la rebelión habían sido derrotados y sus jefes civiles y militares habían sido nombrados por el gobierno central [...]. [Empero], Núñez prefirió romper toda continuidad con el 63 y evitar los riesgos de un resurgimiento de la oposición antes de que una nueva Constitución estuviera expedida. (pp. 43-44)8
El triunfo de las tropas oficialistas legitimó entonces al Gobierno para cambiar por completo el andamiaje institucional. La instalación del “Consejo Nacional de Delegatarios” (Posada Carbó, 2015, p. 34), que se encargó de abolir el federalismo para instituir en su reemplazo un régimen centralista, se asentó en la certidumbre de que al decretar la unidad nacional se pondría fin a las rencillas regionales que habían caracterizado la historia del siglo XIX colombiano.9
Tal accionar se tipificó por la instauración de “un neotradicionalismo político” que, a diferencia de lo sucedido en buena parte “del continente hispanoamericano”, provocó “que la consolidación de las instituciones” se diera “bajo el signo” de “un conservatismo político forjado en la lucha contra el adversario liberal” (Martínez, 2001, p. 46).10 La proscripción de la oposición como máxima fundacional de la República suscitó que en adelante predominara “la lógica del conflicto por el poder, haciendo inútiles los esfuerzos por reducir la violencia, e irrisorias las escasas tentativas de conciliación entre los partidos” (p. 162).
La labor de reconstrucción que necesitaba emprenderse en suelo patrio encarnaba, en el pensamiento nuñista, un “renacimiento social” (Núñez, 1986, p. 40). Consciente de que el país se encontraba “en el término de una era política decrépita” (p. 40),11 al comenzar los años ochenta de la centuria decimonónica Rafael Núñez definió algunas de las cuestiones que estimaba prioritarias para reformar la carta constitucional con miras a conseguir que los colombianos entraran “con paso seguro en la vía de la verdadera civilización, que [era] también la del verdadero progreso” (p. 53).12
La fórmula esgrimida por el cartagenero para lograr este cometido se condensaba en lo que él llamó “la perfección moral” (Núñez, 1945b, p. 135).13 La médula de su disquisición sugería que las transformaciones producidas en la dimensión moral de los hombres originaban el perfeccionamiento de la vida social, económica y política: “el progreso de los sentimientos morales” era, en consecuencia, “causa y efecto de civilización” (p. 82).
La plasmación de este precepto en un ordenamiento concreto se afincó en la idea de que “la sola sanción legal”, consistente en la “imposición de penas a los infractores de las leyes, no [era] suficiente para determinar la buena conducta de los asociados, ni la marcha regular de un cuerpo político” (Núñez, 1945b, p. 81), por lo que era preciso que también hubiera una “sanción religiosa o moral” (p. 85):
La sanción religiosa o moral es, además, portadora de una grande esperanza, porque nos enseña que el sufrimiento es medio de purificación y convierte con frecuencia la cólera en sonrisa. ¿Cómo encadenar la serpiente de la miseria, sino haciendo aparecer en el antro infecto algunos rayos de la celeste aurora? ¿Cómo salvar de la desesperación a la viuda y al huérfano, si se les quita la perspectiva de una futura reunión con el sér que les arrebata inevitable muerte? La grande esperanza de que hablamos, es, a un tiempo, saludable dique y consuelo. (Núñez, 1945b, p. 85)14
La postura nuñista se afincaba en la certidumbre de que “el desarrollo moral que tra[ía] consigo la civilización verdadera” (Núñez, 1945b, p. 85),15 “síntesis final del progreso en todas sus formas” (Núñez, 1945a, p. 357),16 era “obra inseparable del sentimiento religioso”, pues de “otro modo” despertaba “apetitos funestos, incontenibles y destructores” (Núñez, 1945b, p. 85). A juicio de Rafael Núñez, el desarrollo moral era el que había “venido refinando la sociedad, facilitando las relaciones, embotando las espadas” y alejando, “en una palabra”, a los colombianos “de la situación lastimosa en que vegetaban las tribus antropófagas, y otras que, sin serlo, [eran], no obstante, bárbaras” (p. 85).
Todo “progreso bien entendido” (Núñez, 1945b, p. 82) tendía en su argumentación hacia la formación de un hombre netamente espiritualizado que medía su comportamiento social según criterios morales y/o religiosos, pero que además relegaba su existencia material a su esencia espiritual.17 Fundamentándose en esta concepción, aseveraba que la manera más idónea de lograr “la moralización de los sentimientos”18 (p. 135) era imponer “el principio de la garantía del orden” (Núñez, 1986, p. 50)19 en todo el territorio, so pena de conducir al país “a la anarquía, al crimen, al sufrimiento social, a la ruina” (Núñez, 1945b, p. 135).20
En un discurso pronunciado el 11 de noviembre de 1885 ante los delegatarios de los estados soberanos encargados de la elaborar la Constitución de 1886, expresó este último postulado como sigue:
Hemos visto aun a individuos encargados de funciones públicas condenándose a sí mismos en el seno del hogar, donde de ordinario los hombres abandonan sus opiniones ficticias. La tolerancia que hemos, muchas veces, encomiado, no ha sido a la verdad sino irritante intolerancia; del mismo modo que la excesiva libertad concedida a los pocos degenera pronto en despotismo ejercido contra la mayoría nacional.
Nada tiene, pues, de pasmoso que no hayamos podido establecer el imperio del orden, puesto que hemos desconocido sistemáticamente realidades ineludibles [...]. Las Repúblicas deben ser autoritarias, so pena de incidir en permanente desorden y aniquilarse en vez de progresar. (Núñez, 1986, p. 76)21
Luego de ser